Los dolores que nos alejan son dolores perdidos
Simone Weil
En las últimas semanas un terremoto feminista removió las redes venezolanas. Un grupo de mujeres tuvo la iniciativa de publicar un comunicado, abrir en Twitter la cuenta @YoTeCreoVzla y ofrecer una dirección de correo para recibir testimonios de violencia de género. En pocos días, las contactaron más de seiscientas personas, mujeres en su mayoría, quienes relataron sus vivencias de abuso. Al mismo tiempo, como si hubieran estado esperando el momento, otras decidieron compartir textos o videos en sus cuentas, contando experiencias similares.
Lo escandaloso del #MeToo nacional no fue solo la abrumadora cantidad de testimonios que explotó, en tan corto lapso, como si reventara una olla de presión. También fue motivo de indignación que muchos de los acosadores, abusadores o violadores pertenecieran a círculos de creadores e intelectuales.
En esta nota nos proponemos reflexionar sobre las respuestas a la revelación dadas por esos mismos círculos. Asusta que el sector ilustrado nacional —al igual que el político— no mostrase un respaldo general, abierto, a un movimiento que se ha considerado fundamental en la última década.
Pese a que los líderes de la oposición venezolana dicen abrazar la causa democrática y liberal, permanecieron en un turbio silencio. Asimismo, muchas de las manifestaciones letradas más bien evidenciaron el carácter sistémico del sexismo en Venezuela y, lo que es peor, hasta dónde somos capaces de llegar con tal de no reflexionar sobre su horror.
De la burla y el descrédito a los ruegos de compasión
Un arco sintomático se ha desplegado en los comentarios en las redes, que va de las burlas en cayapa, y las descalificaciones de cualquier mujer o noticia que hable sobre violencia de género (muy marcadas, por ejemplo, en el caso de Plácido Domingo hace dos años), a los llamados a compadecer a los acusados. En el medio de ese arco aparecieron los comentarios misóginos que se refirieron al movimiento como una “jauría” o “turba” dispuesta a “linchar” varones en un “coliseo”.
Esos apelativos evidencian una idea de la mujer y del colectivo “mujeres” como barbarie, seres incapaces de regular sus emociones y controlar los demonios que llevan por dentro, esos que las masculinidades ilustradas contienen con destreza. Así muchos de los comentarios —potenciados con prejuicios de ideología, raza o clase— pedían, ante todo, silenciar pronto a las agredidas.
Los apelativos empleados, y el clamor de silencio, reiteran la dicotomía angular de lo que la filósofa Celia Amorós ha conceptualizado como “la razón patriarcal”.
Desde bastante atrás, pero sobre todo con el pensamiento ilustrado, se ha relegado a la mujer al lugar de la naturaleza (lo reproductivo, instintivo, afectivo) mientras que el hombre es el estandarte de la cultura. No es casual que muchos intelectuales hayan disculpado a los abusadores apelando a su genialidad.
El cuerpo de la mujer, en cambio, es presentado como un otro bárbaro, capaz de soportar maltratos y dolores. A ellas se les pide abnegación y resignación, compasión, reiterando un imperativo social de origen cristiano: seguir el modelo ético y conductual de la “Virgen María” (marianismo). Eso explica que las quejas sobre la violencia obstétrica y sobre el enfoque tradicional de los estudios sobre la menopausia (calificada como “trastorno”), hayan sido concomitantes al movimiento #MeToo.
Por ende, hay que subrayar que los llamados a la contención y la mesura que corrieron por las redes son la otra cara del bullying que, hasta el momento de la explosión, se desplegaba contra cualquiera que revelara una experiencia de sexismo, machismo o violencia de género. Parece que solo ahora, movilizadas como grupo organizado, esas voces han tenido la fuerza para no ser burladas o escamoteadas. Entonces ellas dan miedo, como si fueran una manifestación de lo salvaje.
Ante estas contradicciones, cabe preguntarse: ¿Qué concita nuestra comprensión y nuestra piedad? ¿Cuándo justificamos la violencia en la sociedad y en las redes y cuándo la rechazamos?
La politización de la denuncia
Ante la efervescencia de testimonios surgieron voces “mesuradas” que alegaron que las redes sociales no eran el espacio para estas denuncias. Todos recordamos, sin embargo, que durante las distintas protestas políticas contra los regímenes de Chávez o Maduro, los mismos intelectuales y líderes políticos exhortaron su uso para canalizar y visibilizar crímenes e injusticias. Lo cual está bien, porque las redes son hoy los medios que emplean quienes no tienen poder, como lo eran el rumor o las cancioncillas en la antigüedad. Estos instrumentos diabólicos, dijeron muchos escandalizados en esta oportunidad, pueden destruir reputaciones (¿las que les importan?).
También se dijo que la explosión se debía a la ausencia de instituciones a las cuales acudir en Venezuela (como si en alguna parte del mundo fuera fácil para los abusados, maltratados o violados encontrar justicia). Y se subrayó que los testimonios serían usados por el Gobierno para perseguir, como efectivamente sucedió. Lo anterior llevó a culpar de los desenlaces y de las decisiones trágicas a las personas que se expusieron a contar las violencias sufridas. Paradójicamente, muchos terminaron por reclamarles el haber hablado.
Es cierto que la destrucción del ya débil tejido institucional venezolano ha complicado aún más un asunto que es de suyo escabroso. Pero esto no puede llevarnos a afirmar, con peligrosa ligereza, que la violencia de género es causada por los vacíos legales que se inauguran con el chavismo. Ni a olvidar que los estereotipos de virilidad que justifican conductas machistas están bien repartidos en todo el espectro ideológico y en todos los factores de poder nacionales. Muchas voces y líderes en la oposición venezolana incluso han contribuido a fortalecerlos. ¿Tendríamos que esperar a que vuelva la democracia para atender este problema? No parece lo más adecuado ni lo más humano.
Desde hace bastante tiempo se ridiculizan en Venezuela la corrección política, el lenguaje inclusivo y los llamados a la conciencia sobre nuestros prejuicios socioeconómicos, raciales y de género. Se habla de estos como censura o puritanismo, como utopías o idealismos, como izquierdismo, como prácticas persecutorias que promueven una cultura de la fragilidad y hasta como mingonerías de sociedades desarrolladas. Pero para superar el mundo maniqueo que capitalizó muy bien el chavismo y ha promovido la misma oposición, hay que abordar este problema raigal del poder sin dobles estándares y sin sesgos.
Responsabilizar al chavismo por nuestro atraso en la consideración del sexismo y la violencia sexual que hoy se reconoce en el mundo, es repetir una práctica que ha sido determinante en nuestro fracaso político (y, sobre todo, en el fracaso de la dirigencia opositora): el abandono de la gente, el desconocimiento de sus circunstancias reales, y su instrumentalización con fines propagandísticos o de parcialidades en busca de poder.
Tampoco esta vez, lamentablemente, fueron los dañados quienes de verdad le importaron a los bandos y, de nuevo, la indiferencia oportunista ante los crímenes y los sufrimientos apuntaló el descrédito de la política y la imposibilidad de reunirnos en torno a una causa común.
Desanimar y acobardar desde la autoridad académica
Junto a la explosión de #YoTeCreoVzla, como un llamado autorizado a la prudencia, circularon dos entrevistas a escritoras argentinas, citadas fuera del contexto de sus obras.
La primera, de 2018, a la antropóloga Rita Segato, donde advierte sobre las consecuencias negativas que podría tener el punitivismo para el feminismo. Pero al parecer solo interesó esa expresión: “feminismo punitivo”, porque Segato cuestiona, ante todo, un sistema legal que castiga, en vez de reeducar o reinsertar, desde una postura ideológica de izquierda (tan rechazada por la academia en Venezuela).
En cambio no se mencionó su libro clásico La guerra contra las mujeres, que es una crítica feroz a la cultura occidental —esa que muchos ven en peligro por culpa del feminismo, ni se aludió al concepto de “dueñidad”, central en su obra.
Es deseable que en Venezuela se conozca la obra de Segato, sus libros e investigaciones, pero, en este caso, hay que preguntarse sobre la pertinencia de esa entrevista. ¿Hay en nuestro país un movimiento feminista punitivo, o más bien se aprovechó a Segato como recurso para tranquilizar el tsunami? En el episodio de La Conversa sobre el #YoTeCreoVzla que organizó Cinco8, supimos que buena parte de las mujeres ni siquiera querían denunciar. La gran mayoría solo buscaba ser oída, algunas pocas pidieron ayuda psicológica y, las menos, asesoría legal.
Otros también difundieron esta entrevista de Alexandra Kohan, escritora y psicoanalista, centrada en dos temas: “el componente inasible del deseo” y “la autoridad de la víctima”. Con esas frases, Kohan alude a lo incierto en lo amoroso y en la intimidad —donde hay siempre un componente de angustia— y a las ventajas políticas que podría tener victimizarse en sociedades desarrolladas.
¿Resultan pertinentes sus advertencias en vista del #YoTeCreoVzla? Parece olvidarse que la psicoanalista, (también feminista y de izquierda, cuya amplia obra puede empezar a explorarse en estos artículos), habla en un país donde el feminismo tiene una larga historia, que ha logrado derechos para las mujeres y la comunidad LGTQB+, y en el marco de una tradición psicoanalítica erudita que conoce muy bien las resistencias de la psicología para aceptar la recurrencia del abuso sexual.
En Venezuela, en cambio, se corrió a difundirla para desestimar la existencia de una estructura de poder donde la fragilidad propia de quien siente amor, apego o admiración lo expone al abuso, incluso en las familias, en los centros educativos y en los consultorios. El caso de Edmundo Chirinos, uno entre otros, es un ejemplo trágico de cómo, en la misma psicoterapia, o con sus herramientas, se abusa del paciente (o de la alumna o la amiga), cuando no se lo carga de culpa por los atropellos sufridos.
La victimización como estrategia de adquisición de poder, por otra parte, tampoco parece ser un peligro en estas latitudes. En un contexto como el nuestro, marcado por el sálvese quien pueda y la apuesta segura, sin ninguna política de reparación para las minorías, no tiene ventajas reconocer que se ha sufrido un daño. Todo lo contrario: te convierte en un resentido (nuestra versión del loser estadounidense, igual de superficial).
Lo paradójico es que en medios que han hasta caricaturizado la explicación de nuestra tragedia nacional como producto de lo heroico y del militarismo, se apele a oscuridades insondables para justificar algo tan inhumano e incivil como la violencia de género, que es ante todo eso: violencia.
Del silencio cómplice a la indignación escenificada
La escenificada sorpresa y el repudio de los acusados que hasta ayer eran amigos queridos —o figuras celebradas— también tiene sus bemoles. Fue como si de repente se los descubriera portadores de una enfermedad que podría contagiarnos si no corríamos a marcar distancia. Eso sin reflexionar sobre lo que siempre supimos, o sobre el modo en que habíamos contribuido, de una u otra forma, a consolidar un modus operandi o facilitar coartadas.
Del servil halago a lanzar la primera piedra hay solo un paso, dice Elvira Lindo en este memorable artículo sobre el caso de Plácido Domingo. Más que señalar y apartar a la oveja negra, sería útil ocuparnos del endiosamiento —muchas veces con tintes nacionalistas, faramalleros o de compadrazgo— al que somos tan afectos.
Las revelaciones de las últimas semanas ojalá nos llevaran a una reflexión ética que pueda ayudar a mover a una sociedad petrificada en el tiempo. Pero si queremos alejarnos del moralismo, de su oportunismo hipócrita, esta reflexión debe ser sobre todo en primera persona. Más que negar los hechos, o proyectar la culpa y buscar chivos expiatorios, tenemos que revisar nuestros privilegios y nuestros prejuicios, sobre todo nuestras indolencias, y comenzar a exigirnos la coherencia que pedimos a los demás.
Si la contención social e institucional hubiese regulado a los bullies y a los abusadores, en vez de potenciarlos o desentenderse de sus atropellos, la rabia no habría estallado como lo hizo. Y cabe recordar que la lengua y la amistad son también instituciones que dan forma a lo social, tanto como los códigos deontológicos que se olvidan en muchos ambientes profesionales.
No es repudio, censura ni prácticas de “cancelación” lo que se necesita, sino un mínimo esfuerzo de conciencia. Con las cifras espantosas de feminicidios, con las profundas heridas que nos separan, hasta con los trágicos suicidios, Venezuela lo está clamando.