Carlos Ortiz es un editor con casi 30 años de oficio, profesor en la Escuela de Letras de la UCV desde 2006 y en la de Filosofía, entre 2004 y 2007. Hace poco echó a andar un consultorio filosófico, en el cual ayuda a personas a organizar ideas y dar forma a dudas existenciales, casi todas relacionadas con las posibilidades individuales de responder a la espantosa situación del país.
En 2000, Carlos editó José Gregorio Hernández. Cartas selectas, publicadas por Los libros de El Nacional, reeditadas en 2004 por Intermedio en Colombia y Ecuador. Sé desde hace tiempo, porque estudiamos juntos, que es una persona escéptica y con un enorme aprecio por la racionalidad, pero también que, al revisar la obra del nuevo beato, quedó muy impresionado por la riqueza del personaje y lo que su historia deja ver del sufrimiento de quien intente vivir, en nuestro país, en coherencia con sus particularidades.
—Como no soy creyente —recuerda Carlos—, no tenía ningún interés personal en José Gregorio Hernández, pero alguna vez escuché que era autor de un libro de filosofía. Eso me llamó mucho la atención. Nunca encontré el libro, ni nadie que lo hubiera leído. Hasta que Juan Carlos Chirinos me contó que estaba por salir un libro que él había preparado para la editorial La Liebre Libre, con varios textos de José Gregorio sobre arte y estética. Ahí sí que la sorpresa fue mayor. Y además había sido cuentista.
Chirinos —trujillano al igual que José Gregorio— le llamó también la atención sobre las cartas de José Gregorio, que revelaban a un hombre que no tenía mucho que ver con la imagen idealizada de un santo.
—Unos cinco años después, me vi sentado con la obra completa de José Gregorio, editada por OBE-UCV en 1969, donde incluso había facsímiles de sus cartas. Unas eran personales y otras muy formales, de tono administrativo. Me concentré en las personales, una especie de autobiografía íntima.
¿Y que muestra esa “autobiografía íntima”?
En cierto modo, habitaba más de un hombre en esa voz que casi podía escuchar. Un hijo y un paterfamilias abnegado, severo y bondadoso. Un soltero solitario, diletante, nostálgico, reflexivo, muy inquieto intelectualmente, que parecía no encontrar sosiego. Cuando tenía que hablar de sí mismo podía tornarse hasta atormentado, pero solo se lo permitía cuando le escribía a su amigo y compañero de estudios y profesión Santos Aníbal Dominici, con quien tenía un fuerte vínculo afectivo, pero a quien muy poco pudo ver después de graduarse. Hasta su caligrafía variaba según qué y a quién le escribiera. Jose Gregorio tenía al menos dos caligrafías. En una de sus cartas le comenta a Dominici que está practicando una alemana que quiere usar para efectos personales.
Pero todos podemos ser muchas personas, ¿por qué te sorprendió tanto?
Percibí expresiones de tres estados de alma. Eso se evidencia en un curioso grupo de tres cartas con tres destinatarios y un mismo tema: el del retrato de pie y riguroso negro que se hizo en Nueva York en 1917, esa estampa por lo que lo conocemos y que pareciera haberse anticipado a su eternización en el imaginario popular. Una de las tres cartas está fechada el 2 de octubre y es para Dominici. La otras dos son del 6 de octubre, y son para su hermano César y para su amiga Carmelina López de Ceballos. La carta a su hermano muestra el invariable tono afable y sereno con el que se dirigía a él. La carta a su amiga es galante y con sentido del humor. Le cuenta que ha viajado bastante, que ha disfrutado de París y que en Madrid tuvo la suerte de “de ver de cerca pasando a mi lado, rozándome con su vestido, a la reina de España, el verdadero ideal de la belleza femenina”. Se ha dicho que le envió el retrato a esta amiga de juventud porque alguna vez pretendió su amor. Cuando le escribe a su amigo, aparece una voz muy diferente: “Toda esta filosofía, o mejor dicho toda esta melancolía, me la ha dado la vida de estudiante que llevo, agravada por la vista de la fotografía que te mando’”. Así se despide, menos de dos años antes de que la muerte acudiera a él.
Descubriste entonces un hombre melancólico e incluso atormentado…
Descubrí a una persona muy solitaria. En el tiempo en que va a ejercer la medicina a Trujillo entra en una melancolía por lo que ve a su alrededor, que es mucha pobreza, mucha ignorancia, enormes dificultades para poder emprender cualquier proyecto, hasta para atender adecuadamente a la gente. Siente un rechazo hacia la mezquindad y la trapacería. Tuvo una vida personal difícil en lo emocional. Exitoso y apreciado como figura pública, como preceptor académico y ángel protector, con una adelantadísima visión científica en una sociedad precaria, acicateado por una curiosidad estética que cultivó intelectual y literariamente, y junto a esa curiosidad, una honda inquietud religiosa.
La literatura y el arte también fueron entonces una compensación para sus angustias.
Podría decirse que sí. En todo caso, las cultivó como algo muy propio de él. Hay un ensayo-cuento, Visión de arte, cuya dimensión espiritual yo no habría captado de no haber leído sus cartas. En ese texto, de 1912, hay “un ser indefinido, semejante a una Aparición”, que lo traslada a otro plano, donde se le revelan el sentido del arte y la belleza. Creo que así logró elevarse en la ficción reflexiva como no pudo en la exploración de lo que su intuición de Dios le mostró como vocación. En ese mismo texto vuelve a ese momento aciago de su vida: el intento fallido de ser cura en la rudísima condición del convento cartujo de Farneta, donde su salud se descalabró y tuvo que abandonar, en 1909. La literatura le abrió un espacio de realización que no consolidó como sacerdote y, sin embargo, él mismo se cerró la puerta de la escritura, que reservó solo para las cartas. ¿Por qué? No sé si se podrá saber. No sé si habrá quedado oculto por ahí algún legajo de ejercicios literarios. Lo cierto es que, años después, sin el aire que le brindaba la poética, y con tres intentos de ordenarse como religioso, un día se encontró a sí mismo cansado, triste y solo en el otoño de Nueva York, con un presentimiento de muerte que no rehuía ni lo atormentaba. Son los días en los que se hace su famoso retrato de pie y trajeado de negro. En la carta con que se lo envió a Santos Aníbal Dominici dice: “Te mando mi retrato ya que no puedo irme a estar contigo en estos días. Ya verás cómo la vejez camina a pasos rápidos hacia mí, pero me consuelo pensando que más allá está la muerte tan deseada”.
También le interesó mucho la filosofía, y hasta escribió un tratado que fue un bestseller en su época. ¿A qué se debió ese interés?
En una carta a su amigo Dominici, le dice que escribió Elementos de filosofía (1912) por su convicción de que sus estudiantes estaban “muy deficientes en esa materia, que como sabes, se relaciona mucho con la fisiología que yo tengo que enseñar cada dos años”. Esto da la pista de que no concibe el conocimiento científico cabal sin una formación filosófica. Su voluntad de comunicar el saber se traduce en la claridad de su libro, que puede leerse con la facilidad con la que uno se toma un vaso de agua, como sus Elementos de bacteriología, que también escribió “por el deseo de ser útiles a la juventud estudiosa de nuestro país”. Es un minucioso estado del arte de la filosofía, no tesis originales o polémicas. Es una exposición didáctica. ¿Entonces, por qué le dice a su amigo en una carta que con esos textos está sacando su intimidad a la calle, si de lo que hablan es de conceptos, sistemas, paradigmas, saberes? Ese acertijo es una clara lección de que es un viaje a su alma, y no la observación de lo que está a la vista, lo que nos ayudará a saber quién fue ese hombre que se hizo en la Tierra y hoy es imaginado en el cielo.
Cuéntame de su disputa con el positivismo criollo, que es una tendencia fuerte en el país, creo que aún hoy, y ligada a muchas formas de pensamiento determinista y autoritario, de las que la gente no tiene conciencia.
José Gregorio ejercía la medicina con espíritu laico, pero no compartía la visión agnóstica o atea del positivismo. Se cuenta que eso le produjo algún que otro desencuentro con Luis Razetti. De hecho, la Academia de Medicina, de la que él fue miembro fundador, organizó un debate público en el que se contaba con su participación y no asistió. Solo envió una esquela reafirmando su posición: era creacionista. Razetti, el “progresista”, insistía en que sus colegas se declarasen evolucionistas e incluso redactó una declaración pública y convocó a firmarla, usando su preeminencia para imponer esa línea. Mientras que José Gregorio, que vendría a ser el “conservador”, sostenía que eso era un asunto concerniente a la libre conciencia de cada quien. En Elementos de Filosofía dice: “El alma venezolana es esencialmente apasionada por la filosofía (…) La ciencia positiva, la que es puramente fenomenal, la deja la mayor parte de las veces fría e indiferente”. Dijo esto en un momento en que la corriente positivista está proponiendo la eliminación de la filosofía como carrera universitaria.
Pero es la medicina, su manera de ejercerla, lo que explica su adoración en el imaginario popular, ¿cierto?
José Gregorio Hernández no eligió ser médico, pero luego lo fue por convicción. Él se hizo una prestigiosa persona pública por traer a Venezuela el primer laboratorio de investigación científica real, con la tecnología de punta del momento, y con eso desarrolló los estudios de medicina experimental e impulsó la investigación en varias áreas.
Pero su condición de figura pública fue asociándose cada vez más a una notoria capacidad de curar a sus pacientes y a una manera muy especial de tratar a la gente.
Era un individuo que llegaba a la casa de una persona y además de examinarla, auscultarla, hacerle biopsias, tomar muestras para hacerles exámenes, se sentaba a la misma mesa del enfermo, arrimaba una silla, la escuchaba, le preguntaba cosas. Se preocupaba por cómo se sentía el paciente, por las condiciones en que vivía, le daba instrucciones para sanear la casa, indagaba sobre sus finanzas personales, sobre sus dificultades para obtener ingresos. Trataba también de reconfortar. Eso es lo que testimoniaban las personas desposeídas, la gente pobre a la que trataba. No tengo ninguna duda de que su actitud respondía a una bondad personal. Pero también era expresión de una forma distinta, avanzada, de ejercer la medicina que comprendía la relación entre médico y paciente como una relación compleja en la debían tomarse en cuenta los factores sociales, emocionales, junto con los factores propiamente médicos. José Gregorio también era un sanitarista.
¿Y cómo fue entonces que terminó por ser médico?
Pedro Celestino Sánchez, su maestro particular en Isnotú, le dijo a su papá, Benigno Hernández, que si ese muchacho salía a Caracas iba a tener mucho futuro. Salió de Isnotú para Caracas porque su papá lo decidió: “Usted se va para Caracas a estudiar medicina”. Pero no es que estudió medicina a pesar suyo, sino que se comprometió, se entregó a eso que le asignaron como tarea y lo convirtió en un asunto vital. En una de sus cartas, escribe: “Buen médico es el que sabe curar a sus pacientes”.
El velorio de José Gregorio Hernández también es un episodio que tiene importancia política, a pesar de la poca beligerancia del personaje ¿Podrías ahondar un poco en esa historia?
Cuando José Gregorio muere, en 1919, la universidad estaba cerrada. En 1912, por la supresión de los estudios de Filosofía y por otras disposiciones, la universidad se amotinó y el Gobierno la clausuró. No la volvieron a abrir hasta 1922. Ese es el telón de fondo de sus funerales, que fueron exequias públicas. Los comercios no abrieron en señal de duelo y la multitud tomó las calles. La gente de la UCV reclamaba que los restos de José Gregorio estuvieran en capilla ardiente en el recinto de la universidad, porque él era un hombre de la academia. La presión para llevarlo a la UCV fue tan grande que tuvieron que hacerlo. Esa fue una manera de que la universidad hiciera ver que tenía un peso, que era un recinto público importante de la ciudad y de la sociedad, de la gente, y el espacio natural para velar a una figura como José Gregorio Hernández. Y así como casi de inmediato despertó una devoción, que se tradujo en la convicción de la gente de que José Gregorio los acompañaba siempre, como un ángel, al mismo tiempo aquel gesto hizo ver que era una persona del conocimiento, del saber como ámbito contrapuesto a la arbitrariedad del poder establecido. Más allá de que José Gregorio haya sido o no beligerante en política, que no hay testimonio de ello, su figura dio expresión no solo a la religiosidad sino también a la sociedad política de avanzada, del mundo universitario.
¿Por qué nos haría bien conocer más sobre la vida de José Gregorio Hernández aun a los que no somos creyentes?
Por su contribución a la medicina y a la investigación científica es un personaje al que vale la pena conocer mejor. Pero también es un hombre interesante por sus inquietudes intelectuales, que lo llevaron a apreciar la literatura y la música y a cultivarlas como escritor y como ejecutante. Sin ser él mismo polémico, encendió una gran polémica cuando en 1908 lo dejó todo para irse en secreto a Italia para hacerse sacerdote.
Llegó a causar revuelo y estupor cuando le dio por usar fluxes y calcetines de corte poco ortodoxo y colores subidos.
A eso respondió diciendo públicamente que lo hacía como una penitencia, para atraer sobre sí los comentarios y las burlas de los demás. Decía que así los apartaría al menos por un momento del chisme, del vicio y la maledicencia. Después de leer sus cartas, de haberlo escuchado directamente, en cierto modo, yo creo que había algo más. Es probable que él haya sido un dandy y haya querido darse la libertad de serlo al menos en las formas. Tal vez fue su forma de tantear el ambiente de una Caracas que estaba, espiritual y socialmente, muy lejos de la París donde vivió y se formó. Mi visión es que hay aspectos de su carácter que probablemente seamos las personas no creyentes quienes podemos apreciarlos sin juzgarlos. A mí en lo personal me conmovieron la soledad y el desasosiego que marcaron su vida puertas adentro. Y me gustaría creer que una aproximación respetuosa y solidaria a su condición humana y terrenal podría hacerle algo de justicia poética.