Psicóloga y arteterapeuta, Cristal Palacios llevaba años trabajando con individuos y grupos en Venezuela, tanto en su práctica profesional como con la iniciativa Psiquearte, cuando en 2015 obtuvo una beca Chevening del Reino Unido y eligió Irlanda del Norte para cursar su Maestría en Estudios de Paz y Conflicto.
Quería estar dentro de una sociedad que aprendía a convivir luego de 30 años de conflicto armado. Pasó un año en Derry/Londonderry, “una ciudad que lleva el conflicto identitario norirlandés en su nombre (¿Soy Derry o Londonderry?)”, dice Cristal, donde ocurrió el Bloody Sunday de 1972. Rodeada de gente pensando en la paz para sus propios países o regiones, entró en la diáspora venezolana como tema de su tesis de maestría.
Volvió a Venezuela, sin estar segura de querer irse de nuevo. Allá, ayudó a crear Psicodiáspora, una red de psicólogos y psiquiatras venezolanos en la diáspora, ante la lluvia de preguntas y de solicitudes de referencia desde el montón de gente yéndose o por irse. “Incluso para quienes seguíamos ejerciendo en Venezuela cada vez se hacía más retador referir a personas a psicoterapia o evaluación psicológica por la cantidad de colegas que se estaban yendo y que se han ido”. Desde entonces se ha convertido en un directorio al que cualquiera puede acceder para saber si hay un psicólogo o psiquiatra venezolano en la ciudad o región en la que está. “También ha servido, sobre todo en momentos de emergencia, para conectar a venezolanos urgidos de atención con algún profesional dispuesto a atenderlos sin costo. La mayoría de nuestros afiliados, ya más de 200, tienen consulta presencial y en línea”.
Las protestas del 2017 la impulsaron a seguir investigando y a buscar un respiro fuera del país. Regresó al Ulster y se instaló en Belfast, que está llena de huellas del conflicto, y emprendió su investigación doctoral en el Instituto de Justicia Transicional de la Universidad del Ulster. Su tema: cómo la diáspora venezolana percibe y construye los cambios en el imaginario social venezolano. “La pregunta que me impulsó a hacer esta investigación es: ¿qué nos pasó? Y creo que la respuesta sólo puede hallarse intentando observar lo colectivo”.
Esta conversación entre Belfast y Montreal plantea unos temas a los que habrá que volver por años: cómo estamos procesando esta experiencia de emigrar, de separarnos, de aprender a vivir con las distancias.
Hemos tenido que aprender a emigrar de sopetón. ¿Cuál es tu percepción de ese aprendizaje, en lo que una generalización permite decir?
Creo que vamos bien porque estamos aprendiendo; nos ha tocado cuesta arriba pero para «sobrevivir» la migración no queda de otra sino aprender. El aprendizaje comienza incluso antes de irnos, con todas las decisiones que nos toca tomar para prepararnos, en la medida de lo posible, para el viaje. Ha sido un aprendizaje doloroso porque a diferencia de los venezolanos que migraron en los 80 buscando mejores oportunidades, la migración provocada por la revolución bolivariana ha sido de muchas formas forzada. En los relatos de quienes se fueron hasta 2012, lees una decisión provocada por el deterioro de la calidad de vida y la impredecible vida política. Aún aquellos que migraron de una forma muy planificada a través de un proceso de años, a Canadá o Australia, sienten que tuvieron que irse. Dicho esto, migrar es un proceso que se actualiza con cada cambio vital: cada vez que logramos una meta, nace un hijo, nos mudamos, cualquier cosa, ese logro nos hace revisar quiénes éramos antes y después de irnos. Es un aprendizaje permanente.
Se dice que los venezolanos estamos avergonzados los unos de los otros y que no nos damos la mano, sobre todo en comparación con lo que se cree que son las comunidades colombianas o cubanas en la diáspora.
No es justo comparar las comunidades diaspóricas colombianas y cubanas, que tienen más de 60 años organizándose, con la nuestra, que apenas está naciendo. Sí creo que hace diez años los migrantes venezolanos estaban atomizados, sin un sentido de pertenencia que les permitiera agruparse como una comunidad de venezolanos en el exterior. Creo que en parte esto estaba mediado por lo difícil que era (y sigue siendo) explicarle a un mundo embelesado por Hugo Chávez nuestra decisión de migrar, o narrar que esto estaba ocurriendo en una escala masiva, cuando solo quienes lo vimos construirse desde adentro estábamos seguros de que el desastre que hoy vivimos venía en camino. Nuestra diáspora se ha ido consolidando no solo en sus números, sino también en la medida en que ha sido capaz de nombrarse a sí misma y reunirse en torno a una causa común: en Venezuela hay un conflicto sociopolítico desde hace muchos años que ustedes —comunidad internacional y afines— se habían negado a ver y que nos ha hecho huir. Creo que desde esa narración de nuestra historia común como venezolanos han empezado a florecer iniciativas de solidaridad que están fortaleciendo a nuestra diáspora. Por otro lado, el hecho de que nuestra migración se fue haciendo cada vez precaria, pasando de tener migrantes a desbordar Colombia con refugiados, despertó la necesidad de articularnos mejor. Hay quienes te dirán que es algo idiosincrático y puede que tengan razón, pero creo que tenemos que darnos la oportunidad de observar cómo se desarrolla este proceso.
Nuestro fenómeno migratorio además está atravesado por los efectos del uso de las redes sociales, que sirven para ayudar a los migrantes, pero también para organizar episodios de xenofobia contra ellos y para distribuir entre nosotros fake news, mitos, consejos inconducentes. ¿Crees que las redes hacen más daño que bien?
Para mí, como migrante, doctorando y psicóloga son un espacio de resiliencia y resistencia que me ha permitido fortalecer mis redes de apoyo personales y profesionales. Al fin y al cabo la calidad de nuestras redes sociales depende de nosotros y del esfuerzo de educarnos y la curaduría que hagamos, sobre todo en tiempos de fake news y algoritmos rusos. Las redes reflejan la realidad social. Si Colombia comienza a recibir 5 mil migrantes al día y no desarrolla políticas de inserción que ayuden a los migrantes y eduquen a su población nativa sobre los motivos por los que están llegando a su pueblo, el miedo a los desconocidos se traduce rápidamente en ataques xenófobos.
Hablemos de la actitud psicológica de la diáspora. ¿Tendemos a mirar atrás, o a adaptarnos?
Pues las dos cosas. Es la experiencia universal del migrante. En Extranjeros para nosotros mismos, Julia Kristeva dice que «La extraña felicidad del extranjero consiste en mantener la eternidad fugaz o esta transitoriedad perpetua”. Sabernos siempre entre esos dos estados e intentar sostener allí la felicidad.
¿Tenemos una apertura real a aprender del nuevo lugar, a integrarnos?
La apertura depende las condiciones de cada quien. Hay quienes salen de Venezuela ávidos de nuevas experiencias, de libertad, y se convierten en expertos de la historia, arquitectura y cultura de su nuevo país o ciudad, se adaptan, hacen nuevos amigos, y realmente florecen en esos nuevos espacios. Otros son más cautelosos o simplemente llegan profundamente desorientados y les toma más tiempo acoplarse al ritmo de ese nuevo lugar y abrirse a aprender.
Puede haber una gran diferencia entre migrantes de 20 años y entre migrantes de 60. ¿Qué has visto en esa brecha?
La edad del migrante también influye muchísimo. A nuestros jóvenes, por ejemplo, los veo teniendo experiencias que en Venezuela les estaban prácticamente negadas como mudarse solos o con amigos, vivir de su trabajo y planificar sus vidas a mediano y largo plazo.
Hasta donde has podido ver, ¿cómo altera la experiencia migratoria el background social o educativo del migrante venezolano?
Quienes emigran con una familia o carrera ya hecha muchas veces se enfrentan a una pérdida de estatus social: son muchos los casos de gente que tiene que empezar de cero a labrarse una reputación en su área, si acaso consigue trabajo en ella. Muchos otros tienen que reinventarse profesionalmente y esto trae sentimientos encontrados. También migran jubilados y abuelos, quienes en algunos casos ganan tranquilidad al estar fuera del país pero pierden independencia al mudarse a vivir con los hijos y, sobre todo, sus vínculos sociales: amigos, el médico de toda la vida, el señor del kiosko y así.
En esa reconstrucción de la identidad que empieza a ocurrir cuando uno emigra, ¿has visto que estemos aprendiendo cosas que nos enriquecen como individuos y como sociedad, en tanto conocimiento útil que se quede con nosotros más allá de los idiomas?
Uno de los temas que más me interesa es cómo los venezolanos nos adaptamos a vivir en sociedades más transparentes después de tantos años en ambientes de corrupción extrema y omnipresente. De hecho, hice mi investigación de maestría sobre ese tema y resultó interesante ver cómo empezamos a desarrollar una comprensión diferente sobre el tema de la institucionalidad y la transparencia más allá del conocimiento racional. Como la vivencia, por ejemplo, de que tus impuestos se transformen en beneficios evidentes como un sistema de salud pública que funciona y da respuesta a las necesidades de tu familia. Estas experiencias nos confrontan con la situación en Venezuela y para muchos generan profundas reflexiones sobre sus propias contribuciones al sistema allá y qué tiene que hacerse para que mejore, ya sea cuando ellos mismos regresen o desde la diáspora.
Otra brecha, la que hay que entre los que se van y los que se quedan. ¿Cómo crees que eso se está configurando?
Creo que esta es quizá la brecha más peligrosa porque alimenta rencores e ideas de venganza que se suman al ya complejo deterioro social del país. La polarización ha influido mucho en eso. Pero ocurre en la mayoría de las grandes migraciones. A los que se iban de Irlanda del Norte durante el conflicto también se les reprochaba «su cobardía» y luego su intromisión cuando intentaban opinar o influir en lo que ocurría aquí, a la vez que se les agradecía su aporte en remesas. Sin embargo, la diáspora irlandesa en EEUU fue clave en lograr el cese al fuego y el acuerdo de paz de 1998. Irlanda ha sido un país de emigrantes desde el siglo XVII; ¿cómo será para un país que apenas comenzó a serlo hace dos décadas? Esto se debe abordar en el discurso político, y modelos como el Plan País deben contemplar el rol de la diáspora en la reconciliación y la reconstrucción. Pero entre tanto, sobrevivir en Venezuela implica normalizar unas condiciones cuya «anormalidad» y violencia se hacen más evidentes, en lo vivencial, al salir. Quienes viven este contraste tienden a alertar a quienes están adentro, por un impulso empático que muchas veces se comunica torpe o incluso violentamente. Por el otro lado, quienes siguen en Venezuela necesitan proteger esa normalización para continuar sobreviviendo. Parece que aún no contamos con las herramientas como colectivo para incorporar ambas experiencias como válidas dentro de lo que implica ser venezolano hoy.
¿Cuáles son los síndromes o trastornos que más han encontrado en Psicodiáspora?
En la clínica nos encontramos fundamentalmente con venezolanos con síntomas depresivos y/o ansiosos asociados a su experiencia migratoria, la cual incluye su vida en Venezuela antes de irse. También personas navegando su adaptación cultural y laboral con diferentes niveles de dificultad, muchas veces con sentimientos de soledad, aislamiento y ambivalencia en relación con el hecho de ser venezolanos en el extranjero.
¿Tú ves la emigración como un duelo, con sus etapas y su necesidad de ritos, de coping?
El concepto de «duelo migratorio» es un buen marco referencial para entender este proceso, siempre y cuando se aclare que no se trata de algo lineal y que cada quien lo vivirá de una manera particular. Lo que sí es innegable es la sensación de pérdida, que abarca desde objetos concretos, como los libros que dejamos atrás, referencias, geográficas, históricas y personales, hasta el país completo. En nuestro caso, es un duelo complicado porque se vive en medio de un conflicto: el país no desaparece sino que sigue ahí recordándonos lo que hemos perdido y seguimos perdiendo.
A un amigo mío le diagnosticaron Trastorno por Estrés Postraumático (PTSD por sus siglas inglés), y le dijeron que es común entre los migrantes.
Además de los muchos venezolanos victimizados de forma más directa por el régimen (despedidos de PDVSA, perseguidos por la lista Tascón, torturados, presos y sus familiares), muchos compartimos una narrativa sobre “lo traumático” de la vida en Venezuela que va más allá de la experiencia individual y que no necesariamente corresponde a los criterios clínicos de un PTSD. Las clasificaciones diagnósticas pueden ser útiles en la medida en que ayuden a la persona a recuperar su bienestar, pero dejan por fuera el contexto masivo y tóxico que las creó, así que de alguna forma la responsabilidad recae sobre el paciente. El PTSD no es común en los migrantes, pero sí en aquellos que han tenido que huir por salvar sus vidas, como los colombianos desplazados durante el conflicto armado, los sirios y los venezolanos. Y el denominador común en todos ellos es un país en llamas.