Lo más seguro es que hayas dejado atrás tu biblioteca. Tal vez regalaste varios libros antes de irte y la dejaste más delgada, pensando en que algún día podrás llevártela contigo. Pero siguen siendo demasiados libros, demasiado pesados, demasiado costosos si piensas en enviarlos desde Venezuela, e igual ya no tienes espacio donde meterlos en tu nueva casa. Así que te toca extrañarlos, pensar en ellos casi tanto como piensas en la gente amada que dejaste atrás. Porque no son cualquier cosa; son los libros que cuentan quién eres, porque los fuiste acumulando durante tu vida anterior. Los libros que leíste varias veces, en los que te aprendiste párrafos de memoria; los que te prestaron y nunca devolviste; los que recuerdas haber comprado cierto domingo con cierta persona; los que te regaló alguien que ya no está. Extrañas tu biblioteca porque a cada rato quieres consultar algo que, buena vaina, está en tu biblioteca allá. Y sobre todo, porque ahora miras a tu alrededor y la falta de esos libros que representan una parte de tu vida agrega más silencio a una de las grandes preguntas de la emigración: quién soy yo, aquí, ahora.
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También dejaste atrás tus librerías. Depende de adónde te fuiste, ahora tienes bibliotecas públicas y de la universidad donde estás estudiando o enseñando, y eso es una maravilla porque es un enorme valle desconocido que explorar. E igual tendrás librerías, sobre todo si vives en Madrid, Buenos Aires, Bogotá, Ciudad de México. Pero como en general uno al emigrar tiene que contar cada puya, casi no puedes comprar libros, por mucho que le provoque. Y con los libros usados es imposible saber qué hallarás. En cualquier caso, estarás sin tus amigos libreros, que te recomendaban cosas, y no podrás disfrutar, en esas librerías o bibliotecas, del placer de encontrarte a un pana.
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Porque también dejaste atrás a tus amigos que leían contigo, tus co-lectores, con los que intercambiabas libros, con los que descubrías autores. Ahora tienes otros amigos, o lograste mantener contacto con algunos de los de antes que todavía te recomiendan cosas, pero puede que no las consigas, porque ellos viven en una ciudad hispana y tú no, o al revés. Como sea, puede que ahora tu vida en la lectura sea más solitaria. Claro que leer es un acto que se hace a solas, pero no es tan individual como se ve desde afuera: toda biografía de lectura está llena de gente, de profes, de amores, de panas que contribuyeron al lector que fuiste siendo.
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Y además, dependiendo de tu circunstancia, puede que tengas muy muy poco tiempo para leer. O que tengas demasiado.
Si tienes trabajo o estudio, tienes muchas horas llenas; tal vez puedas leer en el transporte o en las noches, pero seguramente esas horas se te irán en otras tareas domésticas o en conversar con tu gente en Venezuela, en mandar dinero, en cuadrar medicinas, en ver las fotos de los bebés de tus amigos en Facebook, en leer Cinco8 o Caracas Chronicles (o algún otro medio de verdad) para entender qué está pasando en tu país de origen, en leer los medios del país donde vives ahora.
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Si estás todavía en esa fase de la migración en la que no tienes trabajo, o no tienes trabajo suficiente, una parte de ti te dirá, “bueno, ya que no estamos haciendo nada, aprovechemos de leer un buen libro”. Pero no, vuelves otra vez a LinkedIn, a revisar los motores de búsqueda de empleo, a ver tu email, a seguir viendo ofertas de trabajo en Internet, o simplemente te quedas mirando el techo pensando cómo vas a pagar la renta y a llenar la nevera.
La angustia, la incertidumbre no te dejan leer: no te dejan escoger siquiera el libro, o sentarte a leerlo, ni te permiten concentrarte en la lectura. Por más que hayas conocido ya en Venezuela la preocupación por no tener ingresos suficientes, aquí afuera eso se manifiesta en un tipo de miedo específico tan fuerte que se apropia del tiempo: ni consigues trabajo ni puedes hacer nada más mientras lo consigues. Cuando finalmente encuentras el chance de sentarte a leer, surgen otras decisiones que tomar a la hora de escoger esa lectura.
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A mí se me ha complicado por varias razones.
Uno, quiero leer más sobre mi gran tema, Venezuela. La cultura y la literatura de la que vengo y en cuyo español particular pienso, hablo y escribo. El mundo al que pertenezco y al que perteneceré hasta que me muera. Ahora todo lo venezolano vale más; una hallaca no es solo una hallaca, y yo necesito leer más de Venezuela: lo viejo que no he leído —que es tanto—, y lo que se está publicando ahora allá y en la diáspora. Necesito saber qué están escribiendo mis amigos y mis pares, los que me preceden y los más jóvenes. Pero vivo en una ciudad en la que casi no hay libros venezolanos, así que tengo que comprarlos en ebook o crear una red de tráfico con los panas. Claro que cuando logro ir a Caracas me traigo lo que puedo, incluyendo alguito más de mi biblioteca. Entonces, con mucha frecuencia lo que quiero leer es sobre Venezuela, pero estoy muy lejos, a varios niveles.
Dos, extraño mi idioma, quiero recuperar o mantener la conexión con el flujo de creación y de no ficción en la lengua en la que existo, saber qué se está escribiendo en España y América Latina. Vivo en una ciudad francófona y anglófona, en ese orden, donde el español escrito es inexistente en las librerías y muy escaso en las bibliotecas, y con una presencia muy pequeña en la amplia programación cultural de Montreal. Entonces, con mucha frecuencia lo que quiero leer es en español, pero hay muy poco a mi alcance.
Tres, no vivo en Venezuela, sino en Canadá. Es natural y necesario también que intente entender mejor este lugar. Hay muchísima gente aquí que debo leer. ¿Con quiénes comienzo, con los clásicos como Hugh McLennan y Mavis Gallant, o con gente más reciente como Margaret Atwood y Cherie Dimaline? Y no solo vivo en Canadá, sino en Quebec, donde hay muchísimos autores valiosísimos. Tengo que leer inglés, que entiendo bien, que disfruto y en el que debo seguir aprendiendo porque también trabajo en esa lengua, pero también tengo que mejorar mi francés. ¿Por qué no aprovechar toda esta riqueza? Y además en este país de inmigrantes hay una producción literaria inmensa en ambos idiomas oficiales, de gente que como yo viene de otro lugar y empezó a escribir aquí, como el gran escritor haitiano Dany Laferrière, entre muchos otros. Eso también lo quiero leer, pero ¿en qué momento?
El resultado, es que voy saltando de una literatura a la otra y siempre siento que no estoy avanzando, que voy demasiado despacio para el tiempo que me queda. ¿Importa eso? ¿Cuánto se supone que debo leer antes de morir? Puede que suene como una pregunta exagerada y dramática, pero es una pregunta real en el contexto de alguien que debe empezar casi de cero después de los cuarenta, en otro país. Muchas cosas se ven en cuenta regresiva.
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En varios casos, la solución de este dilema es la versión electrónica de un libro. Pero yo quiero más papel y menos pantallas; ya paso demasiadas horas del día y de la noche leyendo en digital. Es poco lo que se puede hacer al respecto, porque tu relación con el libro como objeto también cambia. En la pequeña biblioteca que estamos construyendo aquí, no queremos sino buenas ediciones, porque la calidad empieza a pesar mucho más que la cantidad cuando tienes tan poco espacio. Una vez que has dejado atrás la biblioteca que arrastraste, como Miranda, de una mudanza a la otra, terminas aceptando que no puedes vivir rodeado de libros nunca más, que debes vivir más ligero.
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Si escribes, eso también vive una gran transformación, pero eso es otro tema, otra conversa.
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Nada de esto era un problema de la emigración que yo hubiera previsto. Nada de esto se compara tampoco con el verdadero drama: la reducción (no la extinción: hay imprentas, editoriales y librerías todavía activas) del circuito del libro en Venezuela. Pero es real y para gente como uno es importante. Y es un ejemplo más de las sorpresas ocultas que te esperan al irte, de las muchas posibilidades de nuestra transformación.