Mi primera impresión de Sergio Chejfec fue que parecía un extraterrestre. Pálido, calvo, ojos grandes, labios gruesos y unos lentes verde plutonio. Lo conocí en el 2012, durante mi primer semestre en la New York University. Yo tenía veintitrés años y había iniciado la maestría en Escritura Creativa en Español, donde Sergio era profesor. Se vestía de manera casual, bebía Gatorade azul y en el salón de clase apenas abría la boca al hablar; su voz salía como una onda suave y monótona, casi hipnótica. Su amabilidad y su temperamento tranquilo contrastaban con las críticas implacables que lanzaba contra un texto. Él era las dos cosas: discreto y lúcido. Me decía: «Raquel, tenés que observar como freak, pensar como freak, escribir como freak«.
A Sergio le gustaban las comedias románticas y a veces iniciaba una clase comentando alguna que hubiera visto el fin de semana. Decía que lo distraían, que le agradaba la ligereza del género. También le gustaban Los Simpsons y a menudo contaba alguna anécdota sobre la vida en Springfield. Cada semana, cuando terminaba su clase, caminábamos en grupo a un bar en el Village que a Sergio le gustaba mucho: el Peculier Pub. Pedíamos una cerveza y seguíamos la conversación hasta la medianoche. A mí siempre me preguntaba por Caracas. Si tal y cual sitio seguía existiendo. Si alguna vez comí en equis lugar. A veces permanecía callado y nos escuchaba con atención, sin importar de qué habláramos. Tenía la capacidad de encontrarle interés a cualquier cosa, porque sabía mirar. No le gustaba llamar la atención, porque el mundo le llamaba la atención a él. No subestimaba, porque sabía encontrar valor en los desechos, en las ruinas, en lo rechazado por otros. Era un gran arqueólogo del lenguaje.
En agosto de 2014 tuve la oportunidad de hacerle una entrevista. Esta semana, cuando recibí la noticia de su muerte, la busqué en mi computadora a modo de hablar con él una vez más. Mis preguntas se quedan cortas, son sus respuestas las que tienen valor, pues nos acercan a una mente reflexiva, brillante y compasiva. A un verdadero freak.
Si pudiera resaltar algo de tu escritura sería la atención que pones a lo marginado. ¿Estarías de acuerdo conmigo?
No sé si estaría de acuerdo pero es una palabra que me interesa porque la encuentro incitante. Siempre miré con curiosidad y admiración lo marginal, y lo sigo haciendo. No por una condición topológica, sino porque lo marginal es lo que plantea las mayores preguntas; es lo que siempre interroga al centro. Por otra parte, así como no me gustan los protagonistas típicos o centrales para mis relatos, tampoco me gusta pensar mis cosas como protagonistas centrales de algo. Prefiero los costados y bordes, y toda la gama de palabras asociadas a ellos, desde la noción de acoso, pasando por la idea de amenaza, de invisibilización y, por qué no, de exclusión.
¿Has comenzado a escribir un cuento que termina transformándose en novela? ¿O viceversa?
En general las historias de mis relatos toman la forma de novela o de cuento dependiendo de la extensión. A veces decido interrumpir un relato y es así que termina siendo un “cuento”. Podría continuarlo y sería una novela. Creo que ello ocurre porque desde mi punto de vista los relatos son básicamente narraciones y, en tanto tales, son también agregaciones de momentos.
¿Escuchas música mientras escribes? ¿Qué géneros?
A veces escucho música. Cuando lo hago, es clásica o jazz. He escrito libros acompañado de grabaciones específicas. Y cada vez que vuelvo a escucharlas revivo la experiencia de esa escritura. Esa reminiscencia de la propia composición que pasa por la recuperación musical es una de las experiencias más tremendas, porque está, digamos, entre lo conceptual y lo espiritual.
Si tuvieras que escoger alguna de tus novelas para que fuera adaptada a un guion de cine, ¿cuál sería? ¿Por qué?
Depende del cine del que se hable. En general, creo que mis novelas resultarían difíciles de adaptar al cine. Eso hace que, a la vez, acaso pudieran adaptarse muy fácilmente. Quiero decir, mis novelas no están sostenidas en una trama de intriga, o de episodios progresivos. Pero a la vez me gustaría mucho ver el resultado de esa experiencia, porque pienso que mis relatos, aun cuando no sean típicamente cinematográficos, están a su modo absolutamente atentos a la visualidad.
¿Un libro de otro autor que te hubiera gustado escribir?
Me hubiera gustado escribir El silenciero, de Antonio Di Benedetto. Pero ese deseo, el de haber querido escribir un libro que pertenece a otro, en realidad es el deseo de reescribirlo: queremos apropiarnos de ese relato y sobreescribirlo: anotarlo y dirigirlo hacia lo que fue nuestra lectura.
¿Un libro que te guste releer?
Me gusta releer autores, no libros en particular. La relectura te permite sortear el formato libro y hacer operaciones transversales. Digamos, cuando se relee, uno puede leer fragmentariamente, intermitentemente, sin sentir que se pierde nada en particular. Incluso diría que en eso consiste la relectura: actualizar zonas de lo leído y dejar en la sombra lo leído en el pasado.
¿Cómo impactó el haber vivido en Venezuela en tu escritura?
En Venezuela escribí más de lo que escribí en otro sitio. Antes de llegar a Venezuela yo era un escritor medio larval, aproximativo; podría haber dejado la escritura. Si no la dejé, creo que se debió, en parte, a estar fuera de mi país, y en parte a estar en un país como Venezuela, tan distinto y tan parecido a la Argentina. Creo que Venezuela es un país apto para albergar Robinsones. Por una extraña combinación de circunstancias culturales, ambientales y humanas, uno puede desarrollar un proyecto individual con una minimización extrema de interferencias. O podía, no sé cómo será ahora, aunque mi impresión es que en ese aspecto las cosas no han cambiado demasiado.
¿Tienes a alguien de confianza a quien enviarle tus textos cuando los terminas de escribir?
Por suerte sí tengo alguien en confiar mis textos. Pero no siempre estoy demasiado pendiente de sus comentarios. A veces los tomo como indicadores de que hay cosas no muy claras o bien resueltas en determinados niveles. O sea, muchas veces el comentario no me sirve tanto como mirada u opinión sino como señal de que algo está haciendo demasiado ruido.
¿De qué manera vinculas la gastronomía y la literatura?
Nunca se me ocurrió vincularlas. Lo más sencillo sería hablar del goce, por ejemplo, que ambas pueden proveer; o de la idea de alimentación o metabolismo que se puede asociar a ellas, lo que es claramente muy previsible. Pero hay dos aspectos que creo más interesantes. Por un lado, la cosa social de la gastronomía o la comida específicamente: cuando se come uno está predispuesto a contar o recibir historias, aun bajo la forma de diálogos mínimos. Es una socialidad que incorpora eventualmente micronarraciones. Por otro lado la idea de la caducidad. La comida se echa a perder; más si hablamos de gastronomía, que significa comida preparada para comer. Creo que lo mismo puede decirse de la literatura: en general tiene una fecha de vencimiento que ignoramos. Pero la analogía no puede ser automática, porque hay literaturas que parecen caducas, o vencidas, y de pronto algo se despierta y se vuelven activas. En todo caso, me interesaría ese vínculo diferencial de ambas prácticas con los efectos del paso del tiempo, que en general son fatales.
Suelo empatizar inmediatamente con la mayoría de los personajes de las historias que escribes en distintos géneros (crónica, cuento, novela), creo que se debe a la nitidez con la que están descritos, compuestos por una combinación muy potente de ternura, incomodidad, curiosidad y asombro. ¿Qué es lo más importante para ti en la construcción de un personaje?
Me gusta la noción de incompleto. Cuando los personajes son incompletos pueden llegar a parecer un poco inacabados, obviamente, y por lo tanto algo artificiales. Tengo la impresión de que cuando son artificiales, los personajes son más reales. No quiero generalizar; solo hablo de la relación con mis personajes. Por lo demás, estamos muy acostumbrados a encontrar personajes que apelan a una identificación del lector clara y lo más rápida posible. Es cuando interviene el arquetipo y la llamada profundidad psicológica. No digo que esté mal, sólo que a mí no me sale bien; más allá del hecho de que me inclino hacia formas que busquen desestabilizar un poco lo que puede parecer natural.
¿Tienes alguno en mente que hayas querido utilizar pero que aún no tiene historia?
Sí, tengo varias ideas. No son necesariamente ideas “argumentales”. Diría que no lo son en absoluto. Son más bien formatos, temas, climas o vagas ideas de momentos narrativos. Son también “cuestiones”. Pero así como hay autores que por cábala no adelantan el título de lo que aún no terminaron, tiendo a no mencionar mis temas. No es tanto una superstición como el temor a que si lo describo, baje mi interés, o incluso mi confianza. Algo parecido a lo que ocurre cuando contamos un chiste varias veces y notamos que pese a nuestro esfuerzo el relato pierde elocuencia.
En tu narrativa hay un espacio importante para el detalle. ¿Qué lugar le das a la imaginación en el ejercicio de la escritura?
No es una imaginación vinculada con la fantasía y las peripecias, sino una imaginación de tipo conceptual, si puedo decirlo así. Me gusta que las cosas o acciones sobreentendidas se vean de pronto acosadas por las interrogaciones que suscitan. Es una manera de transmitir preguntas por el estatuto de la realidad.
¿En qué proyecto de escritura estás trabajando ahora?
Estoy escribiendo más de una cosa, varias. Eso me tiene desconcertado, más bien atribulado, porque no es lo que me pasa por lo general. Antes me gustaban las narraciones abiertas. Temo que ahora también me gustan los proyectos abiertos, lo cual tiene sus riesgos.