¡Qué! ¡Hay vampiros en nuestro siglo XVIII!
Es en Polonia, Hungría, Silesia, Moravia, Austria, Lorena, donde los muertos comen bien […]. Nunca he escuchado de vampiros ni en Londres ni en París. Reconozco que en ambas ciudades lo que hay son corredores de bolsa y hombres de negocios, que le chupan la sangre de las personas a plena luz del día.
Voltaire, Diccionario Filosófico
Al leer las primeras páginas de Malasangre, de Michelle Roche Rodríguez, recordé una escena de Ifigenia, de Teresa de la Parra, y no paré hasta encontrarla. Es esa reunión en casa de Mercedes Galindo donde María Eugenia Alonso y Gabriel Olmedo han empezado a entenderse, todos se han tomado unos tragos y están alegrísimos. Todos menos Alberto, el esposo de Mercedes, y la señorita que escribió porque se fastidiaba nos cuenta por qué con graciosa ligereza:
“La furia de Alberto también nos daba risa. Además del pleito con Mercedes, acababan de negarle, en la misma tarde, un tal nombramiento que desde hace varios meses esperaba del Gobierno. Por lo tanto, como represalias de su derrota, decidió hablar horrores del Gobierno, de los periodistas, del cuerpo diplomático, de la policía, de los comerciantes, de los poetas y de todo el país en general:
—¡Ah! ¡qué ignominia! ¡qué país! ¡qué horror! No hay más remedio que irse, sí, emigrar a cualquier parte, lo más pronto posible, en falúa, en cayuco, a nado: ¡no importa cómo!”
Unas páginas más adelante volví a soltar Malasangre para buscar la primera descripción que hace María Eugenia Alonso de su pretendiente, Gabriel Olmedo, cuando lo conoce. Así habla del galán con quien, según las lecturas de culebrón de Ifigenia, habría debido escaparse la señorita:
“No resulta mal para aquellas personas que encuentran agradable el color trigueño, pero como a mí no me gusta el pelo negro azabache sino en el lomo de los gatos, y en las personas me crispa y me desagrada muchísimo, Gabriel Olmedo, con su lisa y perfumada cabeza color ‘ala de cuervo’ me impresionó anoche bastante mal”.
La verdad es que Ifigenia no salva a nadie, ni siquiera a María Eugenia Alonso. Como a nadie salva Malasangre, la tremenda novela de Michelle Roche Rodríguez. Una pintura de una sociedad que quiere doblegar a cualquier individuo medianamente extraordinario. Por sus páginas desfilan exclusiones y prejuicios, negocios desalmados basados en relaciones turbias —en especial con los sátrapas que gobiernan—, pacatería, crueldad explícita o soterrada, que han pasado a ser “naturales”.
Cifrar Malasangre en el legado de Teresa de la Parra, nuestro principal novelista —el mejor, por la forma en que ha tocado nuestros complejos más profundos con tan buen gusto, con tanta inteligencia, afecto, realismo e ironía novelesca— me parece uno de los principales logros de la novela de Michelle Roche Rodríguez, quien ha leído y estudiado por años a la escritora, pues sobre ella es su trabajo en el doctorado de Estudios de Género de la Universidad Autónoma de Madrid. Pero ese es un logro entre muchos otros, porque es impresionante la investigación bibliográfica y de archivos históricos que uno adivina tras cada página de Malasangre, el conocimiento de la tradición gótica que despliega —y que se manifiestan en especial en el erotismo y la violencia de la novela— la impecable estructura y la verosimilitud del relato, el oído para nuestro español.
Malasangre además pone un gran foco sobre los torcidos vínculos con lo público que se construyeron en Venezuela a lo largo del siglo XX, la mentalidad forjada durante el gomecismo que obstaculiza aún el desarrollo de una cultura democrática, el conservadurismo positivista ligado a una idea inhumana de progreso, la permanencia de complejos coloniales, el salvajismo que arremete contra cualquier ser vulnerable, lo cuartelario rigiendo la administración de unos recursos públicos cuyo casi que único origen ha sido el petróleo por más de un siglo, una fuente energética cuyo vínculo con la destrucción del planeta se ha obviado.
Elude así, de una forma muy inteligente, el simplismo en el que se ha centrado parte de nuestra literatura contemporánea, esa en la que el país aparece solo como un antes y un después de Chávez y que busca sobre todo culpar. Esos relatos partidarios proyectan en el susodicho un poder de destrucción sobrenatural, lo vuelven y vuelven lo que nos pasa centro de atracción morbosa, y nos ciegan a las profundas estructuras dañinas que han dificultado una transformación de nuestra sociedad.
Pero Malasangre tiene otra gran virtud: todo lo anterior se revela vinculado a un patriarcado bestial —y aquí el adjetivo es preciso—, que ni siquiera ha logrado proveer para sus descendientes ni construir vínculos profundos con ellos. Fallido y depredador, este patriarcado solo sabe explotar —al Estado y a las instituciones, a la familia y a las relaciones, a las mujeres y al subsuelo—, y ha sido incapaz de educar en la generosidad, en la comprensión y el respeto de las diferencias, que se requieren para que haya democracia y vida civil.
Dice Diana, la protagonista de Malasangre, cuando descubre los planes que su adorado padre, Evaristo, tiene para ella: “Papá planificaba chuparles la sangre a los Aranguren (o a los Pimentel) por partida doble: primero buscaría que le dieran una participación en algún negocio lucrativo y, luego, me ofrecería a su vástago como paliativo del hambre que me consume. Y ninguna de esas transacciones sería sucia y deshonesta. Un contrato estaría avalado por el benemérito y el otro por Dios. ¿No parezco digna heredera de mi familia?”
A medida que yo me enteraba de las ambiciones de Evaristo —y de la mezquindad de Cecilia, la madre de Diana— machacaba mi memoria aquel surrealista “nosotros, padres de familia… ” con que comenzaban todas las comunicaciones públicas en la Venezuela de los sesenta y setenta en la que crecí. Una frase hecha que vinculaba con necesidad la figura del padre a la decencia, en contraste con lo que veíamos a menudo a nuestro alrededor: que el cinturón se consideraba el instrumento idóneo para educar y que los hombres tenían familias paralelas y hasta se vanagloriaban de sus muchos hijos con muchas mujeres, como el benemérito.
Pero a ese mundo oficial, de santones y sanguijuelas, se le opone otro en Malasangre, uno muy refinado que se nutre de una tradición popular originada en el siglo XVIII en la Europa del Este. Es el que abrazan los seres al margen, para sobrevivir en un ambiente en el que fagocitar es la forma común de relacionarse. Estos sofisticados vampiros son el lado salvaje de lo humano, su atavismo animal, en conflicto permanente con una cruel convencionalidad social y religiosa —la de la gente (de) bien o que aspira a serlo, sea para su provecho o para protegerse adaptándose. Y Diana tendrá que transgredir esta normalidad, la de “lo natural”, para sobrevivir.
Malasangre es una novela ligada al género fantástico, pero a mí no me cabe ninguna duda de su realismo. Como dice Juan José Saer, no se escriben ficciones para eludir lo complejo de “la verdad” por inmadurez e irresponsabilidad. “Al dar un salto hacia lo inverificable”, la ficción no le da la espalda a la “supuesta realidad objetiva”, sino que “se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha”.