Cada día estoy más convencido de que buena parte de los rollos aparentemente irresolubles que nos atormentan hoy, tanto a los venezolanos como a medio mundo, tienen que ver con el hecho de que en las mañanas tenemos las yemas de los dedos libres de tinta de periódico.
En Venezuela no están circulando más de dos docenas de periódicos impresos, cuando había 134 en 2013, pero lo que parece ser la extinción irremediable de la prensa (que se llama así por su origen en la imprenta) es un evento global. En Estados Unidos la circulación de los periódicos llegó a los niveles de los años cuarenta, cuando ese país tenía 130 millones de habitantes y no los 318 de hoy. En Canadá, el gobierno federal tuvo que salir al rescate financiero de la mayoría de los poquísimos periódicos que quedan, y no para que impriman, sino para que al menos no sigan despidiendo empleados.
Todos somos parte de ese fenómeno y no tiene mucho caso llorar sobre la leche derramada. El buen periodismo sigue existiendo, en revistas impresas o en innumerables medios digitales, como nosotros y tantos más que leemos a diario. Uno puede decir que ahora es todo más práctico, y es cierto, cuando se trata de leer periodismo en las pantallas. No hay que pasar por el kiosko, no hay que luchar con el viento, no hay que, eso, mancharse los dedos de tinta.
Pero no es lo mismo.
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Una de las muchísimas diferencias que hay entre mi generación y las precedentes por un lado, y la gente más joven por el otro, es que aunque todos leemos libros, nosotros también nos hicimos lectores con los periódicos impresos, mientras que los millenials y quienes les siguen lo hicieron con las pantallas.
Leer el periódico podía ser un ritual solitario y también colectivo: una familia podría repartirse las distintas partes de un ejemplar al mismo tiempo para leerlo y comentarlo a la vez. Llegaba un diario a tu casa, compuesto a veces por distintos cuerpos, y aunque solo te interesara leer cómo le había ido a los Leones del Caracas o ver las comiquitas, tenías que manipular todo ese papel para alcanzar el objeto de tu interés, y mientras tanto te topabas con otros materiales, titulares sobre otras áreas de la realidad, fotografías, cientos de voces distintas. Las posibilidades de que te picara la curiosidad por algo más que tu afición específica eran mucho más altas que cuando hoy acudes directamente a la cuenta de tu influencer favorito.
Era así como yo me topaba con columnas de José Ignacio Cabrujas o con la sección Internacional en el camino a Quintín Pérez, y al familiarizarme con la lógica de las páginas, con el mapa de toda esa información y ese entretenimiento organizado para mis manos y mis ojos, iba aprendiendo a seguir y a asimilar más que una página de tiras cómicas. De manera que el suplemento infantil de El Carabobeño me iba preparando para poder disfrutar después las ediciones aniversarias de El Nacional.
Era un mundo en el que el espacio tenía otras reglas. Escribir en un periódico implicaba ceñirse a los límites de la página, en la que la superficie redaccional y gráfica siempre tenía que competir con lo que hacía el asunto posible: la publicidad. Leer un periódico requería ir a comprarlo a un sitio y cargarlo contigo, lo cual podía ser engorroso con un estándar (el formato más grande) como El Universal un fin de semana. Necesitabas espacio para poder abrirlo y pasar las páginas, mucho más que la palma de tu mano.
La idea del tiempo también era distinta. Se llaman periódicos porque se publican con una frecuencia específica, cada día en el caso en los diarios; no era una carrera contra el tiempo como la radio, o como los medios online de hoy, que tratan de ser tan veloces como la realidad misma. Con los diarios, lo que recibías en la mañana o en la tarde era un relato más o menos organizado de lo que había pasado hasta entonces, no era asomarse a un flujo que te podía aturdir. Aguas arriba, eso significaba que había una hora de cierre: la hora en la que había que terminar de escribir y de diagramar cada página para pasarla a los procesos de imprenta, y para luego montarla en los camiones que atravesarían la noche en todas direcciones para que el diario amaneciera en los kioskos.
Visto desde hoy era todo tan curioso: era un mundo hecho de cosas que se podían tocar, protagonizado por la imprenta, un caprichoso monstruo rugiente y con un olor particular que hacía temblar un edificio como la sala de máquinas de un barco. Las páginas reproducían un molde único de metal, con el mundo escrito en relieve y en negativo. Al principio, uno escribía en máquinas de escribir —un esfuerzo físico, una bulla que se te mete por dentro para siempre— y entregaba una hoja que luego alguien corregía con un bolígrafo y una doña transcribía y luego la metían junto con una foto —¡revelada con químicos en un cuarto oscuro!— sobre una maqueta y al final todo iba a un camión, amarrado en bultos, y al kiosko, antes de terminar cubriendo la boca del bajante donde tiras la basura.
Cosas, carreras, gritos. Éramos grandes equipos tratando de cubrir la vida de un país en su totalidad y de paso algo del resto del mundo. Gente, que hacía oficios de toda la vida: repartidores, linotipistas, transcriptores, laboratoristas de fotografía, y todo el alrededor compuesto de vendedores de café, de arepas, de alcohol. La evolución tecnológica de ese mundo interno a veces era anterior a la de la vida cotidiana de la mayoría de las personas. Todo un ecosistema de dinosaurios grandes y pequeños, nacido en el siglo XIX, siempre al borde de la quiebra económica, siempre en tensión con el poder político… al que le cayó encima un meteorito llamado Internet.
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Si en Venezuela no hubiéramos tenido al chavismo, igual Internet habría empujado el nuevo horizonte tecnológico y económico. Con los medios digitales y su promesa de ahorrarse los enormes costos de imprimir y distribuir, y de llegar a cualquiera, todo empezó a transformarse demasiado rápido y casi todos los diarios se quedaron atrás. Hasta colosos como The New York Times tuvieron que adaptarse. La gran mayoría se quedó en el camino, a medida que la inversión publicitaria se iba de los impresos a los digitales, y ahora de los digitales a Facebook, Instagram, Google, etc.
Pero la extinción de los periódicos impresos no es un asunto de los periodistas y los impresores. Entre nosotros creó desempleo masivo, claro. Sin embargo, nos afecta a todos, en lo que concierne a la capacidad de una sociedad para que muchos de sus individuos estuvieran enterados de lo que hacían los demás, compartieran una mirada común de lo que les estaba pasando a todos, y tuvieran un lugar donde ponerse de acuerdo para solucionar los problemas.
Nosotros, que hemos estado peleando desde que Colón pisó Macuro, perdimos con los periódicos buena parte de la poca capacidad que teníamos para crear consensos sobre qué nos ocurría y cómo debíamos salir de eso.
Sobre todo con el fin de los diarios de referencia. No todos los diarios eran iguales, como tampoco son iguales hoy los medios online; había periódicos especializados por sus temas o sus públicos, y diarios hechos con la intención de cubrirlo todo y para todos, como El Nacional y El Universal. Esos diarios eran el ágora, la plaza pública a la que toda la polis acudía para discutir las medidas para la peste o la próxima invasión persa. Cuando salen de escena, el gran público al que le hablaban se dividió en una red más bien desconectada de conciliábulos, de rincones donde unos pocos conversan o discuten intensamente sin escuchar a los demás. Cámaras de eco donde solo oyes tu voz y las de quienes ya piensan como tú, porque es lo que el algoritmo de la red sociales te hace ver, o porque es lo que alcanzas a encontrar en el caótico océano de Internet. Ya no tenemos una plaza pública: ni el mayor de los medios digitales de hoy puede reemplazar la capacidad de resonancia de los diarios de referencia del pasado.
En vez de caminar hacia el ágora, nos quedamos dentro de nuestros espacios íntimos y desde ahí o nos aislamos del resto de la polis o le gritamos por la ventana.
Esto no es un lamento nostálgico, o al menos no es mi intención. Los diarios tradicionales también eran espacios de manipulación, de autocensura, de proteger a los amigotes, de destruir la reputación de los demás. Los diarios inventaron guerras, tumbaron líderes legítimos, crearon odio. Yo sé que eso pasaba, yo estaba ahí. Pero ninguna de esas prácticas, esos riesgos éticos de la comunicación, han desaparecido. Al contrario: creo que con esta cantidad de cosas online la falta de transparencia es mayor, no puedes ir a un lugar físico a reclamarle a una persona lo que publicó, no sabes de dónde viene. Es muy fácil montar un medio online y publicar cualquier cosa y regarla, cualquiera puede hacerlo. Si lo que quieres es mentir, es mil veces más sencillo que en los ochenta y tu mentira puede llegar más lejos y a más gente.
Lo que nos queda de ellos: las reglas universales del periodismo y su sentido de responsabilidad. Viendo esa tremenda película que es The Post pensé en cómo Ben Bradley y Katharine Graham se enfrentaron a la presión de los accionistas y los abogados, de la élite de la que venían, para publicar la investigación interna del Pentágono que mostraba cómo varios gobiernos de Estados Unidos habían mentido a la nación en cuanto a la necesidad y la utilidad de la guerra de Vietnam. Sabían que podían ir presos, pero optaron por servir a la gente, por publicar la verdad. El impacto de lo que hicieron ya no es posible en nuestro universo fragmentado, donde hacer periodismo es estar haciendo señales desde un asteroide a ver quién nos escucha.
Las cosas son como son y no tiene mucho caso llorar por lo que no puede recuperarse. Ese mundo no va a volver y todos contribuimos a eso. Pero quiero recordar esa historia para ayudar a entender el mundo tan ruidoso, conflictivo de hoy, donde parecemos incapaces de ponernos de acuerdo. Y para volver a advertir sobre algo que el fin de nuestros diarios no resolvió: la exposición ante la mentira. Ahora, sin los periódicos, como lectores tenemos más poder y más opciones, pero eso solo es una ventaja si sabemos usarla, lo cual requiere mucha más atención, educación y disciplina.
En vez de líneas negras de polvo de imprenta entre las huellas digitales, tenemos el reflejo de la luz de las pantallas. Ojalá sigamos siendo capaces de levantar los ojos de ellas y de mirar el mundo real a nuestro alrededor. Y de liberarnos de la tentación de encerrarnos a nosotros mismos en un rincón donde solo suene una voz.