Extranjera en las calles que me vieron crecer

Luego de toda una vida viviendo entre Caracas y Barcelona, la emigración a Europa cambió todo todo. No es lo mismo ser de dos sitios que tener que escoger uno sobre el otro

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"Eterna memoria", un recordatorio por si algún día se te olvida en esta ciudad de dónde vienes en realidad

Foto: Lucrecia Cisneros Rincón

Toda mi vida ha transcurrido entre Caracas y Barcelona, España. Cuando tenía 9 años, mi mamá y yo emigramos por primera vez a Barcelona. Aunque ella prefiere decir que solo regresamos a la ciudad de la que emigraron mis abuelos cuando se fueron a América huyendo de la Guerra Civil. En ese tiempo mi mamá era profesora de la Universidad Simón Bolívar y estaba por comenzar un doctorado en la Universidad Politécnica de Catalunya; el permiso que le dieron en la universidad era aquello que los profesores conocían como “tipo sánduche”: dos trimestres dando clases y el tercer trimestre más el periodo vacacional realizando sus estudios doctorales en el extranjero. Desde entonces, cada seis meses nos mudábamos de un país al otro con nuestras dos nacionalidades y nuestra vida empacada en cuatro maletas de 32 kilos. 

A los tres meses de llegar a Barcelona por primera vez, ya hablaba catalán perfectamente. A mí solo me bastaba poner un pie fuera del avión Caracas-Madrid para adquirir nuevamente mi acento español y hablar catalán sin siquiera percatarme. Lo mismo me ocurría al pisar Maiquetía. Así transcurrió mi infancia hasta que, ya para cumplir los 15 años, mi mamá terminó el doctorado y regresamos a vivir a Caracas. En nuestras vacaciones posteriores, y como si se tratara de tomar un tren para ir “al pueblo” a visitar a la familia, regresábamos a Barcelona en verano y en Navidades; retomábamos amistades y almuerzos familiares como si nunca nos hubiésemos ido. 

FOTO COLEGIO
Una caraqueñita en Cataluña

Foto: Lucrecia Cisneros Rincón

No me pregunten en qué momento, algo de eso cambió.

En octubre del 2020, emigré de Venezuela sin saber con certeza cuándo volvería. Me fui en un vuelo humanitario del que me notificaron 23 horas antes y mi casa quedó intacta.

Cerré la puerta como si el viaje se tratase de ir a comprar pan en la esquina y no de mudarme a otro continente. Desde entonces, he vivido en Venecia, en Liubliana, y finalmente, regresé a Barcelona. Pero esta vez, el acento español no me acompañó. El catalán se me atoró en la garganta durante más de dos meses. Y los modismos venezolanos no se pueden reemplazar con facilidad por las expresiones locales que tan bien conozco. Una noche me sorprendí a mí misma gritándole “mamagüevo” en lugar de “gilipollas” a un conductor que iba a toda velocidad por una calle poco transitada. Camino por las calles donde he vivido desde la infancia y reconozco los rostros conocidos: el señor mayor que atiende en la carnicería, el camarero del bar donde compraba horchata al salir del colegio, la dueña del Forn d’Elias y su hijo que estudió en el mismo colegio que yo y ahora es el segundo mejor panadero del mundo (y el mejor de España), la señora de la farmacia de la esquina que 15 años después pareciera verse congelada en el tiempo. Pero, por primera vez en mi vida, me siento una extranjera. 

FOTO CARNICERÍA
La carnicería de siempre te dice que algunas cosas no cambian

Foto: Lucrecia Cisneros Rincón

FOTO FORN ELIAS
Aquí se acuerdan de cuando yo era pequeña

Foto: Lucrecia Cisneros Rincón

Y esto me ha llevado a reflexionar. Recuerdo cuando mi mamá me dijo que nos regresábamos a vivir a Caracas. Recuerdo la última discusión que tuvimos en la sala del apartamento donde vivíamos alquiladas en el parque del Clot. Recuerdo mi rabia, pues, en plena adolescencia, esa noticia parecía el fin del mundo. Recuerdo empezar bachillerato en un nuevo colegio y a mis nuevas amigas diciéndome “marica”, mientras yo las llamaba “tía”. Recuerdo lo confuso que era socializar porque sentía que veníamos de dos mundos completamente distintos, y quizás era así. Por mucho tiempo pensé que no era ni de aquí ni de allá. Pero también sé que un día, sin darme cuenta, me adapté. Sustituí el “tía” por “marica”, y mis gustos musicales se ampliaron para incluir en el mismo iPod las canciones de El Canto del Loco y Estopa con Daddy Yankee y Caramelos de Cianuro. Sin duda, no fue el fin del mundo. 

Once años después, sé que volver a emigrar no es el fin del mundo. De hecho, me parece el comienzo de muchas cosas y quizás por eso me he cambiado de país tres veces en un año.

Me he acostumbrado a llevar mi vida en una maleta; aunque esta vez, tengo la sensación de que soy más de “allá”. Llevo el Ávila tatuada en el pie izquierdo (literalmente) porque creo que uno siempre es de donde viene. Pero no entiendo los memes que comparten mis primos, ni los chistes locales de mis amigas basados en referencias sociales que nunca viví. En cambio, es fácil alegrarme un día si me invitan una polarcita y una empanada y descubrí que el mejor restaurante de comida venezolana en Barcelona se llama Choroní. La nostalgia de la vida que dejé en Caracas me acompaña: los afectos, las rutinas conocidas, la luz de diciembre entrando por la ventana de la cocina, los problemas. Hay un trauma silencioso y cierto humor negro que es difícil compartir con personas que nunca han vivido un apagón nacional, la violencia constante, los anaqueles vacíos, el país cambiante. Venezuela también me arroja la certeza de saber que el país que dejé no es el país que encontraré el día que vuelva, porque está en una metamorfosis constante.  

residentes
A estas alturas uno sabe que lo de residir no es para siempre

Foto: Lucrecia Cisneros Rincón

También estoy segura de que hay modismos que no me van a dejar. Mi abuela vivió en Venezuela por más de 60 años y nunca perdió su acento español, pero disfrutó Caracas como su ciudad. Llegó con su esposo y una hija, y allí echaron raíces y tuvieron otras dos. Era una mujer trabajadora y se dedicó a la enfermería en el Hospital de Niños hasta que se jubiló. En su casa se comían platos españoles y no aprendió a preparar arepas, pero le encantaba que alguien se las hiciera. Los 24 de diciembre cenábamos hallacas, pero los 25 de diciembre almorzábamos huevos rellenos con canelones. Cada tarde se sentaba a rezar en el balcón y disfrutaba la vista al Ávila con la misma intensidad con la que la disfrutamos todos los caraqueños. Mi abuela vivió casi cien años y en Santa Mónica todos la conocían. El carnicero de la esquina la atendió toda la vida y hoy sabe que soy la nieta de la señora Aurora. Lo mismo ocurre en la farmacia cercana, en el quiosco donde compraba el cartón de huevos, en la tintorería. Murió en Caracas y la enterramos junto a mi abuelo en el Cementerio del Este. 

Supongo que la versión de mí misma que llegó a Barcelona con nueve años me diría que puedo estar tranquila, porque con el tiempo nos adaptamos y sumamos pequeños retazos a nuestra identidad.

Tengo la fortuna de haber crecido entre dos países y de haber aprendido que puedo mudarme constantemente con mi vida en una maleta.

Sé que Venezuela seguirá allí para que volvamos cuando queramos, aunque los apegos se vayan despilfarrando por el mundo; y el resto del mundo está allí para que nos sigamos mudando, explorando y adaptando. Hoy soy extranjera en las calles que me vieron crecer, pero esa sensación no se quedará para siempre.