Es el libro que nos mostró que tras la retórica y los actos del líder justiciero había poco más que un continuo “Aló, presidente”: un show tan frívolo y tan falso —tan turbio— como el Miss Venezuela, perfecto para ocultar la ilegalidad y la violencia. Un desprecio absoluto de la política y de la democracia, que ya tenía antecedentes en nuestro país.
Está escrito como cortas reflexiones en un diario que va del 1 de diciembre de 1998 —poco antes de que Hugo Chávez Frías ganará las elecciones (el 6 de diciembre)—, al 15 de agosto de 2004, día en que fue rechazado el referendo revocatorio para destituirlo. Las entradas del diario las complementan un Prefacio y un Post scriptum y el libro lleva un prólogo de Vicente Lecuna de absoluta vigencia.
En esos seis años, examinados por la aguda analista que es Colette Capriles, se suceden los hechos fundacionales del endemoniado presente que nos entrampa: la victoria de Chávez, la incapacidad de los partidos para responder a su amenaza, su constituyente —apoyada y probada con la mayor ligereza por amplios sectores hoy de oposición—, la redacción y aprobación de una innecesaria nueva constitución, la creación de la Coordinadora Democrática que acabó en vergüenza, las marchas que llevaron a la renuncia de Chávez en 2002, su regreso en menos de dos días propiciado por unas élites ciegas y prepotentes, el absurdo paro petrolero que contribuyó a la destrucción de la industria, la convocatoria a un referendo revocatorio y la derrota de la oposición en este.
La edición
La revolución como espectáculo apareció en noviembre de 2004 en Colección Actualidad de Editorial Debate, que ya formaba parte del grupo Random House Mondadori. Hoy está agotado y hay que rastrearlo en el mercado de segunda mano.
En esa primera década del nuevo milenio, el periodista y editor Sergio Dahbar estaba a cargo de una colección de periodismo y ensayo para Random House Mondadori Venezuela, que comenzó en 2003 con el sello Debate. La idea era ayudar a comprender lo que estaba pasando en Venezuela.
“La revolución como espectáculo fue un libro largamente deseado”, recuerda Dahbar. “Nos reuníamos con Colette Capriles y en esos encuentros brillaba su inteligencia y su manera de mirar el mundo. Me parecía que ahí había un libro posible y un día ella me comentó que tomaba notas como entradas en un diario. Me pareció extraordinaria idea, porque en Debate queríamos pensar el país, investigarlo, ser capaces de desnudar sus problemas más acuciantes, a partir de una variación de géneros. La crónica, el reportaje, el ensayo literario, pero también el recuento de la petite histoire en diarios íntimos, en carnets, en memorias muy trabajadas. Cuando recibí el manuscrito que me envió Colette, sentí que había acertado al pensar en ese libro como en una obra necesaria. Ahí estaba la complejidad frente a la simplificación más generalizada, que generalmente prefería la facilidad de los extremos. Allí estaba un título único e irremplazable, capaz de resumir su esencia. Si se vuelve a leer hoy, tiene una actualidad feroz. Frente a la celebración chavista vacua y carente de sutileza (si hay algo que jamás podrá exhibir el chavismo es sensibilidad para lo sutil), las entradas en el diario de Colette son pequeñas dosis de ácido fluoroantimónico, el más letal de todos. Su capacidad de observación y sus comentarios irónicos, cargados de una formación intelectual envidiable, pulveriza el espectáculo de una revolución en la que se reflejan el resentimiento y las frustraciones más íntimas de un país que escondía un profundo rencor. Si hoy consideramos a Colette Capriles (yo la considero) una analista fuera de serie, dueña de una mirada cargada de ideas fundamentales para desarmar el mecano del chavismo, al leer La revolución como espectáculo entendemos que en esos apuntes breves y filosos comenzaba a gestarse la densidad del presente”.
La autora
Colette Capriles Sandner nació en Caracas el 21 de abril de 1961. Es hija de la profesora de Educación Carmiña Sandner Montilla y del comunicador Oswaldo Capriles Arias, quien fue especialista en Derecho y medios de comunicación y director del Instituto Nacional de Investigaciones de la Comunicación.
Estudió Psicología Social en la Universidad Central de Venezuela y el postgrado de Filosofía de la Universidad Simón Bolívar. También hizo estudios de psicología y politología en Argentina y Alemania. Es politóloga, escritora y profesora de la Universidad Simón Bolívar, donde se desempeñó como jefe de la sección de Ciencia Política del Departamento de Ciencias Sociales. También es consultora y asesora.
Cuando fue alumna de la maestría de la Universidad Simón Bolívar, Capriles asistió a los cursos del filósofo e historiador de las ideas Luis Castro Leiva. Los análisis de este sobre las contradicciones del republicanismo venezolano y sobre la deficiente cultura democrática nacional dejan su impronta en La revolución como espectáculo. Capriles reconoce a Castro Leiva, fallecido pocos meses antes, en los agradecimientos y lo menciona en varias de las entradas del libro. Además, algunos de los filósofos a los que la autora recurre —como Bernard Williams, por ejemplo—, pertenecen a la tradición analítica británica que Castro Leiva enseñó. Las fuentes filosóficas de los profesores de la generación de Castro, por el contrario, fueron más bien las llamadas “continentales” (francesas y alemanas). Creo que eso en parte explica el estilo de Colette Capriles, su particular claridad y su aguda capacidad de análisis del discurso.
Los aportes
Como no lo ha hecho ningún otro libro, La revolución como espectáculo muestra el efecto catastrófico de la antipolítica en la destrucción de la democracia venezolana.
Este fenómeno se inicia antes de que apareciera Hugo Chávez en escena como factor político. Por un lado, con la idea neoliberal de que la buena gerencia podía sustituir a la vieja política, idea que lamentablemente todavía alienta a buena parte de la oposición. Por otro, con la crítica moralizadora de la política difundida entonces por poderosos medios de comunicación y grupos económicos, que se aplicó a presentar a los políticos como personas esencialmente corruptas y a la política como un oficio envilecedor.
Ese camino llevó a descalificar la política en nombre de la eficiencia para luego repudiarla en nombre de una justicia demasiado cercana a la venganza. Y en ambos casos, contribuyó a desprestigiar los complejos mecanismos democráticos, que suponen tomar decisiones dirimiendo conflictos entre grupos y personas en diversas circunstancias, con valores, creencias y puntos de vista diferentes, y conviviendo en un mismo espacio de administración de lo público.
Muchas de las entradas de La revolución como espectáculo son reflexiones muy precisas donde se percibe la angustia de la autora por la catástrofe que va acabando con los partidos venezolanos.
El segundo aporte es haber señalado la importancia que tendría el proceso que se estaba dando en Venezuela para la democracia en el resto de Latinoamérica y, visto hoy el asunto, podríamos decir que para el mundo.
En cierto modo Colette Capriles advierte no solo sobre las llamadas mareas rojas que luego se extenderán por el continente, sino que también se adelanta a fenómenos como el de Donald Trump en los EEUU o el de Vox en España. Esto es, describe muy bien estas nuevas entidades políticas que funcionan más bien como empresas sin controles, capturan clientela con mensajes publicitarios manipuladores, y no se atienen a las limitaciones éticas de los partidos políticos que se sostienen con ideas, valores y perspectivas sobre la vida en sociedad con coherencia.
El tercero, y quizás el principal, es haber mostrado que las acciones y los mensajes clave desplegados durante esos primeros años de gobierno de Hugo Chávez Frías no estaban guiados por la intención de alcanzar una justicia social postergada en la democracia venezolana ni una perspectiva ideológica.
Desde sus orígenes la supuesta revolución estuvo diseñada como una puesta en escena —como un espectáculo tan barato como los maratones sabatinos de la televisión basura de entonces— desplegada para ocultar la apropiación, por parte de una corporación militar y de sus allegados, de los poderes y los espacios públicos. De ese modo se desconoció al resto de la sociedad, que progresivamente perdió voz y derechos.
Leído a la distancia, la crítica principal que debe hacerse a este libro es que asume a menudo una perspectiva desdeñosa del fenómeno que describe, que desconoce su potencia y su raigambre en diversos sectores de la sociedad venezolana, y en especial en el popular. Puede que por el dolor que causa la realidad descrita.
Como consecuencia, el análisis no logra dar cuenta ni de la eficacia y ni de la solidez demostradas por una revolución que pareciera de pacotilla, pero que en los hechos, y hasta el día de hoy, derrotará sistemáticamente a la oposición, salvo en los casos en que esta ha actuado con criterios políticos.
Tres lectores, tres comentarios
El texto de Colette Capriles es un recuento personal y crítico tanto de los eventos emblemáticos de los años más tempranos del chavismo donde resalta tanto la frivolidad del modelo político de Chávez —con una agenda de espectáculos, simulacros y dislocaciones semánticas, en lugar de cambios sustanciales— como de la incapacidad de la oposición para comprenderlo, contenerlo y confrontarlo de forma asertiva. La politóloga lo anunció pronto: contamos con una dirigencia opositora también frívola, aunque su frivolidad se acerque más al oportunismo y a la negligencia.
El libro recorre, desde una perspectiva alarmada y alarmante, los eventos que se van sucediendo —la llegada al poder de Hugo Chávez, la Asamblea Constituyente y la alusión reiterativa y peyorativa al pacto de Puntofijo—, para explicar cómo se fue socavando en el imaginario colectivo la posibilidad de consensos políticos civiles desde el pluralismo.
En su recorrido-bitácora, el texto mapea también actores fundamentales (políticos, empresarios), y los va dejando al desnudo al visibilizar sus pasados y sus alianzas en agudas notas a pie de página.
Es una contextualización y un recuento desde lo subjetivo (conversaciones, correos electrónicos, opiniones individuales e intercambios), clave para un ejercicio político de memoria crítica y, ojalá, para crear las condiciones de posibilidad para superar la antipolítica promovida por el mismo régimen chavista —y las falencias de la oposición—, pero también una pieza angular del archivo que explica nuestro devenir sociopolítico.
Prevalece en el texto, sin embargo, una mirada peyorativa que mientras confronta lo que la autora denomina el antiintelectualismo estructural de la sociedad venezolana, justifica también el divorcio de la sociedad con respecto a una élite intelectual que se sitúa por encima del colectivo y de los distintos actores sociales. No son pocas las alusiones despectivas, por ejemplo, a sectores y espacios socionacionales en los que Chávez tuvo, por razones que se pareciera desconocer, mayor acogida. Se habla, por ejemplo, de cómo los “barrios marginales” se deleitan en el éxtasis que producen los “pastores evangélicos” (19). Se descalifica a Chávez no solo por su incapacidad (lúcida y tempranamente descrita por la autora), sino también por su forma de hablar:
«[Tiene] Una especie de voz de pecho, impostada. Y esa pronunciación de locutor arduamente entrenado que lucha por domesticar su acento campesino en el que las r y las l se aproximan demasiado. Es típica la excesiva prolijidad en la pronunciación: lo delata como un nuevo rico del acento, como un tipo que tiene años ensayando lo que cree es la dicción culta y no es sino manierismo de disc jockey». (p. 29)
Este tipo de comentarios hace que en el texto muchas veces prevalezcan la opinión subjetiva y los prejuicios, y desaparezca el análisis político (falencia que la autora descubre y cuestiona muy bien en figuras de la oposición). Y si bien esto podría justificarse por el tono intimista del texto, no deja de ser un indicio de nuestro desencuentro como sociedad y de la aún persistente incapacidad de reconocimiento y conciliación. Pese a las críticas del texto a la tecnocracia antipolítica y a las medidas “ingenieriles” que pretendían ser capaces de proponer soluciones absolutas para los problemas sociales, se asume la necesidad de un tipo de político ideal, proveniente de espacios privilegiados e ilustrados; se desconoce la desigualdad estructural en el país, o el mismo principio democrático, cívico y libertario por el que aboga el ensayo. Pero sobre todo se obvia uno de los aspectos angulares en el éxito de Chávez y de su narrativa (en otros momentos, muy bien analizada): presentarse como la encarnación del ascenso social de un sujeto proveniente de sectores populares, cuya precaria educación respondía más bien a las falencias de las elites políticas e intelectuales en su proyecto de construcción socionacional que al origen azaroso por el que se le condena. De modo que si bien el texto ironiza los anacronismos en el discurso de Chávez —con sus alusiones al latifundio o las falsas dicotomías entre “izquierda y derecha” en el ámbito venezolano—; participa del imaginario decimonónico en la valoración del político y el intelectual como un sujeto divorciado de las masas (¿bárbaras?) conformadas por los habitantes de los barrios y los campesinos.
La ceguera se repite en los comentarios sardónicos sobre actores como Irene Sáez (“exreina de belleza trocada en alcaldesa”) tratado como devenir ilegítimo, imposible o irrisorio. Esto podría apuntar a mostrar la magnitud del espectáculo político venezolano —sin ánimos de defender a una figura como Sáez— pero también es desconocer que ciertos liderazgos podrían emerger de espacios no tradicionales y hasta descalificados.
Creo que La revolución como espectáculo destaca tanto por la forma en que desnuda la vacuidad del proyecto chavista y su peligroso —y replicable— carácter formulaico, como por lo que revela sobre los prejuicios, sesgos y distancias que explican la llegada al poder de una figura como Chávez y la miopía imperante en torno a nuestras facturas.
Desde nuestro presente, teniendo ante los ojos el nuevo mapa configurado desde y por la diáspora, se siente la falta de apartados dedicados a explicar las condiciones de posibilidad del chavismo y su acogida en amplios sectores populares. Contra lo que sostiene el texto, esto no queda explicado por la ignorancia ramplona de las “masas” ni por el mero oportunismo de los “arribistas”.
Un día escuché a alguien en una de esas pesadísimas reuniones por Zoom relatar cómo el chavismo había sido, al menos hasta 2004, el año en el que Chávez empezó a abandonar la retórica de la democracia participativa y protagónica y a hablar cada vez más de socialismo, una especie de festival liberador de movimientos sociales populares, traicionados a partir de entonces por un mal rodeado y aconsejado Chávez. La sorprendente afirmación servía para argumentar que esa persona y muchos como ella, sí apoyaron a aquel Chávez, esperanzada epifanía de la “movida” popular, pero luego ya no, porque el Chávez de a partir de 2004 se había traicionado a sí mismo y sus seguidores.
Me habría gustado tener La revolución como espectáculo a mano. Me habría gustado que la reunión no fuera por Zoom y estar presente para parafrasear al niñito aquel que se le apareció a san Agustín y decirle a esa persona, con este libro en mano: ¡toma, chica, lee! Y de paso, si lo vas a leer, no te saltes el excelente prólogo de Vicente Lecuna. Y además, ya puesta en ello, no se te olvide ver la fecha de edición de este libro: ¡2004! O sea que no todo el mundo estaba alucinando en esa época con el carnaval antipolítico y el teatro de la hiperdemocracia. Muchos intelectuales venezolanos vieron, desde el principio, de qué se trataba todo esto. Este libro es más que un testimonio de ello.
Es un libro fundamental para entender esos primeros seis años de explosión discursiva y su efecto deslumbrante.
Lo que lo hace un libro fundamental para entender a la Venezuela actual es que es un testimonio sofisticado de esos años. Cuando leemos testimonios del pasado reciente venezolano buscamos no solo recordar los principales eventos, sino también recordar cómo se pensaba en esos años: los miedos y las esperanzas que luego resultaron defraudadas. Queremos también encontrar atisbos de predicciones cumplidas que nos hagan exclamar ¡Mira, esto es justo lo que terminó pasando! Este libro tiene un montón de momentos así. Un solo ejemplo: “En el fondo, todo esto nos llevará a que se identifique a los defensores de DDHH como enemigos del régimen cuando a éste le toque resolver por vía de la represión lo que no quiere resolver mediante la administración de justicia: la opinión pública terminará por favorecer la aplicación de la pena de muerte con tal de ver saciada su (comprensible) sed de venganza en contra de los delincuentes”. Esto lo escribía Colette Capriles en enero de 2000. Todavía no existían las FAES.
La revolución como espectáculo de Colette Capriles es una referencia obligatoria para comprender por qué los venezolanos perdimos la institucionalidad democrática y cómo los peores complejos colectivos de nuestra cultura política abonaron el terreno para la imposición del militarismo autoritario de Chávez.
Casi dos décadas después de su aparición, este libro sigue teniendo una extraordinaria vigencia.
En primer lugar, porque nos brinda un interesante registro del acontecer político, levantado sobre la marcha de los primeros seis años del mandato chavista. Escrito a manera de diario, reúne los apuntes reflexivos de quien apostó por tomarse muy en serio los discursos de Chávez –sus fantasías, sus tácticas comunicacionales, sus incoherencias, sus fórmulas populacheras, sus afanes de grandilocuencia, su retórica de pastor evangélico, sus referencias patrióticas, entre otras tantas maniobras.
Segundo, porque articulando recursos de psicología social y de ciencia política, la autora supo leer y poner al descubierto —desde aquellos mismos primeros días de diciembre de 1998, cuando apenas Chávez fue electo presidente— que el país avanzaba en una dirección equivocada. Su agudeza analítica contrasta con el clima reinante en aquellos primeros años, donde los esfuerzos de comprensión quedaban nublados por la confusión, la euforia, la incredulidad o el negacionismo; cuando nadie quería ver al emperador desnudo (como dice el prologuista del libro). En cada entrada de estos apuntes testimoniales, encontramos una voz que mostró explícitamente las intenciones reales –cuando aún se manifestaban elusivamente- y que alertó acerca de las amenazas y los quiebres que las maniobras autocráticas, los madrugonazos y los subterfugios paralegales iban arreciando sobre la institucionalidad democrática.
Tercero, porque también señaló algunas limitaciones de los partidos políticos de oposición y de la sociedad civil venezolana, que “empujaron en la misma dirección que el militarismo autoritario”. En la búsqueda constructiva de líneas de acción fecundas para preservar la institucionalidad democrática, encontramos en estas páginas un conjunto de reflexiones sobre las diferencias entre civilismo y militarismo, política y antipolítica, democracia y autocracia, pluralismo y autoritarismo, institucionalidad y voluntarismo, y otras más. Leídas dos décadas después, estas reflexiones siguen teniendo una vigencia superlativa y señalan una hoja de ruta impostergable, de cara a la tarea de reconstrucción institucional que los venezolanos tenemos por delante.