Como en los viejos videoclips del Himno, el imaginario paisajístico nacional suele interpretarse como un catálogo sencillo de cuatro o cinco categorías. Al visitante que llega a Mérida por el suroeste de la Troncal 7 le genera ruido visual aquel terraplén semiárido a la altura de Estanques, dado que, se supone, se halla en la tierra de las nieves perpetuas. Lo cierto es que a Venezuela no la hace megadiversa el ser “desierto, selva, nieve y volcán”, sino el endemismo impredecible de sus regiones. El país está dividido en porciones territoriales que, por lo general, se estudian como segmentos espaciales aislados y no como unidades ecológicas interrelacionadas.
Nuestros fundamentos históricos, económicos, políticos, culturales y paisajísticos configuran una trama muy cambiante que da lugar a la complejidad territorial de forma ininterrumpida. Así lo entendieron referentes como Antonio Luis Cárdenas o Leonel Vivas, quienes legaron su obra escrita en torno al término “megadiverso” para referirse a Venezuela.
Países megadiversos como el nuestro abundan en áreas ecológicas frágiles y la continuidad de la trama urbana suele verse interrumpida con frecuencia por espacios naturales de este tipo. Para eso existen los parques nacionales y monumentos naturales, figuras de gestión territorial que encargan a instituciones específicas de la misión de regular el uso de ciertas áreas con características ecológicas particulares. En Venezuela el ente que más tiempo ha estado frente al manejo de las Áreas Bajo Régimen de Administración Especial (Abrae) es el Instituto Nacional de Parques (Inparques), y su alcance se extiende por todo el territorio nacional.
Los Andes venezolanos cuentan con dos Abrae de alta gama: el Parque Nacional Sierra Nevada y el Parque Nacional Sierra de La Culata. Para gestionarlos, Inparques cuenta hoy con menos de 60 trabajadores (incluido personal administrativo, técnico y guardaparques), a quienes reparten en las 476.846 hectáreas de ambas Abrae. La vulnerabilidad ambiental es un hecho, la amenaza explotadora también.
Los Andes venezolanos se erigieron hace aproximadamente 23 millones de años. Para los tiempos humanos una eternidad; en términos geológicos muy poco frente a la edad del Macizo Guayanés, cuyos orígenes se equiparan al nacimiento mismo del planeta, 4.600 millones de años aproximadamente. Pero los Andes tienen mayores altitudes, de allí que la fisionomía ecológica imperante en las grandes cumbres sea de origen glacial, con las lagunas como sus formaciones típicas de estos paisajes. Los dos parques nacionales de los Andes venezolanos tienen 220 lagunas.
Esas piscinas naturales, por estar situadas a muchos metros sobre el nivel del mar, presentan fragilidad ecológica y riqueza paisajística. Coexisten, tanto en las cabeceras de la Sierra Nevada como en las de la Sierra La Culata, con humedales prístinos de los que nacen los ríos y quebradas que abastecen los centros poblados emplazados aguas abajo.
Un humedal es un cuerpo hídrico cuya fragilidad ambiental es tan alta que amerita monitoreo permanente, para garantizar su integridad biofísica. La capacidad logística actual de Inparques está lejos de poder ejecutar dicho resguardo y aunque los decretos que crearon los parques nacionales La Culata y Sierra Nevada son rigurosos en la zonificación de usos y en las penalizaciones por infracciones, es un hecho que las limitaciones institucionales impiden plasmar esas resoluciones en la realidad.
Las lagunas y los humedales andinos hoy están en riesgo como nunca antes habían estado.
La ciudad de Lagunillas, capital del municipio Sucre del estado Mérida, lleva ese nombre desde 1558, cuando Juan Rodríguez Xuárez —fundador de Mérida ciudad—, en su ascenso por el valle del río Chama, se topa con un pequeño poblado aborigen en el que resaltaba un espejo de agua en el corazón de su emplazamiento, que lo inspiró a bautizar el sitio como La Lagunilla. Cuando el poblado creció como una alameda inmediata a la recién fundada ciudad de Mérida, lo hizo con una característica única en Venezuela: con una laguna natural de gran envergadura en el núcleo de su casco urbano.
La laguna de Lagunillas de Mérida es la primera de agua salobre en Iberoamérica y una de las dos en el mundo con reservas de gaylussita (sesquicarbonato de sodio), una materia prima fundamental en el tratamiento del tabaco. A diferencia de cualquier otra en nuestros Andes, la laguna de Urao es de origen tectónico, no glaciar; está en el llamado “bolsón semiárido de Lagunillas” y es muy fácil de visitar.
Vale la pena evaluar cuán eficiente ha sido ampararla bajo la figura de Monumento Natural en 1979.
En las últimas cuatro décadas, en torno a la laguna de Urao se han ido asentando familias que desarrollan distintas actividades socioeconómicas. La infraestructura ha aumentado y los afluentes hídricos —superficiales y subterráneos— que alimentan al espejo de agua han sido desviados de su cauce natural. Todo ello ha repercutido en la geografía, no solo de la laguna, sino de su periferia. Para el profesor universitario Luis Francisco Balza, adscrito a la Escuela de Geografía de la Universidad de Los Andes, “la laguna dejó de ser el espacio cultural, sagrado y de rito que fue para Lagunillas, San Juan, Estanques y los poblados de esa zona, pues el proceso de urbanización masiva conllevó a que ésta ya no se perciba como un recurso de apreciación y esparcimiento sino como un área de ocupación, trayendo consigo un importante proceso de perturbación del microclima y el ecosistema”.
Tanto las lagunas como los humedales de los parques nacionales Sierra Nevada y Sierra de La Culata son amparados, no solo bajo la figura Abrae, sino también por instrumentos como la Ley de Aguas de 2007) o la Ley de Bosques de 2013. Sin embargo, ni el más riguroso de los instrumentos legislativos tiene proscripción en un país que se desangra ante la mirada cómplice de un régimen ecocida; el derrame petrolero en Morrocoy, la deforestación en Margarita y el Arco Minero de oprobio así lo constatan.
Aunque para la fecha de publicar este texto se iniciara un programa de recuperación del cuerpo hídrico, que incluyera la paralización de obras civiles, el dragado de sedimentos o la reforestación periférica, ya hay un daño irreversible en la estructura edáfica, en la cobertura vegetal y en los nichos de algunas especies animales de la laguna de Urao.
Es preciso interiorizar el hecho de que la muerte de la laguna de Urao puede significar el preludio a la desaparición de las lagunas del páramo y un atentado al carácter megadiverso de Venezuela. Al respecto, señala el profesor Balza que “al no haber sanciones reales para quien incumpla lo que se indica en el papel con respecto al uso de las Arae, es difícil que escenarios como el de la laguna de Urao no se repitan a gran escala. Es como una fila de dominós consecutivos, al caer el primero caerán los demás”.
Parece, entonces, que lo único que hoy protege a las lagunas andinas, páramo adentro, es su inaccesibilidad y el temor a sus leyendas.