“Había en el aire una comicidad trágica”
José Rafael Pocaterra
Hace poco una excompañera del taller de poesía de la Universidad Católica Andrés Bello me propuso hacer una antología de narrativa venezolana que probablemente nunca terminemos ni se publique. Pero yo me tomé medio en serio la propuesta y con el café de las mañanas, me puse a pensar en cómo podría ser esa antología.
Primero tendríamos que definir lo que entendíamos por narrativa y decidir si esa definición iba a apegarse a los géneros clásicos o a una visión transgenérica. Después de eso habría que establecer un momento temporal que abarcar, corto o largo. Luego decidir si la antología iba a expresar una tesis particular sobre la historia y cultura venezolana a través de una selección que insinuara una tesis o si, al contrario, nos contentaríamos con una muestra más o menos arbitraria de nuestros gustos estéticos.
Con esas preguntas dándome vueltas en la cabeza vi el segmento “el cuento de cuando me perdí en la montaña el Ávila”, del espectáculo de stand up que Led Varela presentó en Caracas en 2016, y pensé que esos casi 30 minutos de relato oral deberían estar incluidos en cualquier antología esencial de la narrativa venezolana.
Es un relato que cierra como uno de Raymond Carver, con una frase lapidaria y abierta como las que para Cortázar eran el comienzo de la literatura para el lector cómplice: “No supimos apreciarlo”.
Y lo dice para hablar de un delincuente que compartió con él un jugo de guayaba que le robó a una señora, mientras estaba esposado a una camilla del Hospital Domingo Luciani.
Es sin duda, un cuento a la altura de los mejores, como los Cuentos grotescos de José Rafael Pocaterra o los Cuentos cómicos de Salvador Garmendia. Un relato que, al igual que “Tan desnuda como una piedra” de Garmendia, va a pasar a formar parte del canon literario y, lo que es más importante, de esa masa de contenidos difusos y reincidentes que es el imaginario colectivo de un país.
Pero es en pleno siglo XXI, lo cual implica varios cambios formales y mediáticos de los que quisiera hablar.
La larga vanguardia de la oralidad
Lo más evidente es que no es propiamente un cuento escrito, a pesar de que Led es guionista, es decir: un escritor, aunque muchos universitarios e intelectuales tengan otro concepto de esta palabra. Pero ese esquema narrativo, organizado por el autor, no se realizaría plenamente sin la interpretación en vivo o performance, que está más cerca de la improvisación y la actuación. Entonces, es una escritura que fija unas pautas en la intimidad y sobre la marcha en otras presentaciones, pero que no se realiza sino en la improvisación y la representación. A su vez, esta queda fijada en el tiempo sólo por la grabación y la edición, como el último borrador de un manuscrito que se diagrama y se imprime, y muchos son los ensayos que como borradores se pierden con el tiempo. Algunos hablarían de lo efímero. Esto le da a esta forma de escritura una resonancia (literalmente hablando) que no tiene la palabra escrita.
Hace tiempo que la oralidad es considerada literatura, y no hablamos solamente de la tradición oral al estilo de los poemas homéricos que se recitaban junto al fuego, o de las leyendas de Florentino y el diablo. Mucho se ha hablado sobre esta diferencia entre escritura y oralidad, pero sin duda que para la Vanguardia fue un gran tema el de trascender la linealidad del lenguaje, como fue el caso de Tablada, Tzara o Apollinaire, y de conseguir que la escritura se asemejara cada vez más al ritmo disruptivo de la oralidad.
De esto hubo mucho en Venezuela con las obras de los miembros del Techo de la Ballena, pioneros de la stand up comedy y deudores del Dadaísmo.
Cuando uno lee libros como Dictado por la jauría de Juan Calzadilla, ¿Duerme usted, señor Presidente? de Caupolicán Ovalles, la obra de Víctor Valera Mora y algunos otros, encuentra continuas disrupciones del ritmo oral, fragmentaciones del sentido, que atenuadas por el tiempo y matizadas por la experiencia política podemos ver hoy en los comediantes que están de moda en Venezuela, quienes quizás de un modo más intuitivo que racional los están adaptando a las exigencias tecnológicas actuales.
Un comentario sobre los venezolanos
La estructura del cuento de Led Varela es sencilla. Empieza con un pequeño preámbulo en el que habla sobre la veracidad del hecho, e incluso muestra una foto de cuando lo rescataron que salió por Radio Caracas Televisión. Desde ese momento, el ambiente se carga de patetismo y una intuición de lo absurdo. Eso me hizo recordar algo que decía Salvador Garmendia en una entrevista: “La comicidad y el ridículo son unos elementos que están presentes siempre en todos los actos humanos, especialmente en aquellos más graves y aparentemente más profundos”. A partir de ahí Led empieza a resaltar ese ridículo en las preguntas absurdas que le ha hecho la gente sobre ese accidente tan grave, que lo llevó a confrontarse con la idea de su muerte, y de ahí empieza paso a paso su narración cronológica, hasta llegar al no menos absurdo final de su rescate, recuperándose en un pasillo del Hospital Domingo Luciani.
Como en un episodio de Family Guy, las disrupciones temporales vienen abruptamente, en medio de la secuencia narrativa. Eso le permite soltar una breve reflexión o irse por las ramas con un tema totalmente ajeno al relato, como el que parte de una navaja que le había regalado su papá y que desemboca en el deseo de matar a una anciana. En esos episodios absurdos hay siempre cosas inventadas, con las que Led condimenta sus historias. La teoría de otro comediante según la cual «it’s funny because it’s true«, como dijo hace poco en una entrevista, a Led le parece falsa.
¿Tiene además su lenguaje algo que pudiéramos llamar literario? Creo que sí, dentro de los objetivos que se plantea Led al escribir esta rutina, pues el carácter histriónico de su lenguaje agencia la comicidad que se despierta en el espectador y a su vez entre el público y los miembros de una sociedad. Por eso es en jerga venezolana, en un código que sugiere la verdadera comicidad. El Ávila, por ejemplo, se vuelve “una vaina maldita que te quiere asesinar, ¿me entiendes? Es una masa de naturaleza coñoemadre que le sabe a culo tu existencia y te quiere matar, ¿me entiendes? Todo te pica, en todo te hundes, todo te corta”. Y ahí mismo viene la prolepsis reflexiva: “Yo cuando estuve ahí entendí el odio que tenemos los seres humanos por la naturaleza. O sea, yo estaba ahí y decía ‘coño, quemaría toda esta mierda, esta maldita montaña la dejaría pelada, ¡nojoda!’. Que uno llegue directo así pa’ La Guaira y que ‘¡sí, llegué! No está esa montaña de mierda’”. Y en seguida sigue el hilo narrativo.
También se expresa continuamente mediante onomatopeyas (recurso muy apreciado por Adriano González León en País portátil y muchos de sus cuentos), como desconfiando del lenguaje y de todo lo implícito en este. Y me pregunto si no es acaso por la misma razón que detalla Horacio Oliveira, el personaje que en un diálogo de Rayuela, dice (¿o escribe?): “¿Qué remedio queda? Están ahí, el lenguaje está ahí y es una gran maravilla y es lo que hace de nosotros seres humanos, pero ¡cuidado! antes de utilizarlo hay que tener en cuenta la posibilidad de que nos engañe, es decir que nosotros estemos convencidos de que estamos pensando por nuestra cuenta y en realidad el lenguaje esté un poco pensando por nosotros, utilizando estereotipos y fórmulas que vienen del fondo del tiempo y pueden estar completamente podridas y no tener ningún sentido en nuestra época y en nuestra manera de ser”.
Todo eso genera un humor que no es típico de nuestra literatura escrita. Sin embargo, hay escrituras que se han acercado a estos rumbos, como la de Mardon Arismendi o la de Víctor Alarcón en un par de cuentos que he leído. Aunque quizás la carcajada venga gracias a las ventajas del soporte multimedia, que permite hacer llegar al espectador una cantidad de elementos gestuales que no se producen fácilmente en la escritura pero sí en lo oral.
Cuando leemos nunca oímos la voz de la persona que puso esas palabras en el papel, de modo que se nos escapan todos los sentidos que podríamos inferir de su entonación y de su ritmo. También se nos escapan los equívocos de ese lenguaje, sus fallas, tan fuertemente cargadas de contenido, como sabían Freud y Lacan. De modo que el comediante, a diferencia del escritor que se sienta ante una página en blanco y desde esa distancia se relaciona con su público, tiene que aprender y dominar, en la medida de lo posible, las sutilezas de este lenguaje vivo y sus relaciones corporales.
Es el lenguaje encarnado que nos aproxima como espectadores de otro modo a este nuevo texto.
Pero volviendo al sentido del humor, el de Led nos permite burlarnos de nuestras máscaras, complejos y vanidades. Es, en esencia, la misma intención que tuvo la picaresca española, y en especial ese raro y cómico libro que es El Lazarillo de Tormes. Claro que Led no tiene la misma intención moralizadora que tuvo el anónimo autor de este libro, pero sí la de entretener y criticar sugiriendo en lugar de impartir preceptos. En medio del relato van apareciendo reflexiones sobre la venezolanidad: como cuando lo llaman de Inparques para corroborar que está perdido y sin saber dónde está le dicen “ya vamos saliendo para allá”; o cuando desde un helicóptero lo confunden con un indigente y prefieren dejarlo en la montaña. Así, poco a poco, a través de pequeños hechos aparentemente aislados, Led va planteando en esa historia una crítica al comportamiento de muchos venezolanos. Pero con grandes dosis de humor que permiten, como decía Cortázar, disminuir “la importancia aparente de muchas cosas” y a su vez indicar la verdadera importancia que las convenciones ocultaban.
Sería oportuno recordar, en ese libro antológico que pensaba hacer con mi amiga, la ausencia de la literatura oral que está creando el nuevo y muy popular humor venezolano, para tener en cuenta que quizás no toda nuestra literatura finalmente termina en escritura convencional.