Sobre la primera novela de Karina Sainz Borgo (nacida en Caracas en 1982, radicada en Madrid desde 2006) se ha hablado más de lo que pasó en la industria y en los medios, que del texto mismo. Porque La hija de la española ya estaba generando titulares meses antes de ser publicada en Lumen en marzo de 2019, apenas se supo que se habían vendido sus derechos de traducción para veintidós idiomas. Y el interés continuó a medida que ganaba el International Literary Prize, era finalista del Kulturhuset Stadsteatern Stockholm y nominada al LiBeraturpreis. Llovían reseñas positivas en NPR, Time y The New York Times de la versión inglesa. La versión francesa, publicada por una editorial bandera de esa lengua, Gallimard, ganó la categoría de novela extranjera del Grand Prix L’Héroïne Madame Figaro 2020.
A los lectores venezolanos, de adentro y afuera, nos impresionaba la fogosidad de este éxito y nos intrigaba que la industria editorial global estuviera reaccionando así a la primera novela de una venezolana, que traduce en un desesperado registro apocalíptico, como de una pesadilla, el trauma que muchos de nosotros hemos registrado con diversos grados de intensidad y de comprensión: el de ver tu mundo arder. Pero lo que estaba pasando con ese libro no solo tenía que ver con su tema o con el origen de su autora; es decir, no solo tenía que ver con nosotros. No, lo que ha pasado con La hija de la española es impresionante para cualquier primera novela de cualquier parte. Y será interesante ver qué ocurre ahora con El Tercer País, que salió justo dos años después y en la misma editorial. Será interesante ver si ahora se le presta más atención al texto que a la tormenta de entusiasmo (y de marketing) que lo circunda.
Escrita durante los frenéticos meses de entrevistas, ferias y sesiones fotográficas de promoción de La hija de la española, esta nueva novela arrancó con buen pie. Nació en un relato, “Tijeras”, que ganó el venerable premio de cuento O. Henry y fue seleccionado por la célebre escritora nigeriana Chimananda Ngozie Adichie para la edición de Granta que reúne a los ganadores. El Tercer País es el nombre del cementerio improvisado en el núcleo del mundo de refugiados, guerrilleros, contrabandistas y demás sobrevivientes en el que Karina Sainz Borgo hace coincidir a sus dos protagonistas: una mujer que asume la tarea de enterrar a quienes no tienen cómo pagar su entierro (el inverso de las colombianas que instalaron refugios para salvar la vida de los caminantes venezolanos) y otra que acepta sus servicios y se une a ella, atrapada en una frontera que es como un purgatorio (el inverso de los millones de venezolanos que siguieron caminando hasta que cambiaron su primer país por el segundo).
Desde Madrid y por email, Karina contestó mis preguntas en torno a un desafío del que muchos tendremos que seguir hablando por años: cómo procesar lo que nos pasó, desde afuera, para que nos entiendan los demás o al menos nos entendamos nosotros mismos.
Un dilema con el que se enfrenta quien quiere narrar una gran conmoción social es si hacerlo de frente, llamando a los actores y los lugares por su nombre, o tangencialmente, como lo has hecho tú en El Tercer País, que nunca nombras a Colombia o a Venezuela. ¿Cómo ha sido para ti narrar un proceso histórico que uno tiene tan cerca, tanto temporal como geográfica y emocionalmente?
Me gustan las alegorías. Tienen un poder evocador y simbólico tremendo. Me formé como periodista y tiendo a razonar y resolver como tal: aportar una fecha, un marco geográfico, un tiempo: certezas, certezas y más certezas. Pero las novelas no explican ni reconstruyen la realidad, como sí debe procurarlo un reportaje. Las novelas tienen su propia lógica. Son en sí mismas un mundo y un artefacto autónomo. En Esperando a los bárbaros, de J.M. Coetzee, no necesitamos conocer dónde queda el pueblo fronterizo del imperio, ni saber a cuál imperio se refiere, porque la trama es más importante y lo que realmente deseamos saber es si atacarán las tribus y cuándo. Sin que Coetzee la mencione, el lector es capaz de saber, si conoce mínimamente la trayectoria del escritor, que se trata de Sudáfrica.
Mencionas Esperando a los bárbaros y recuerdo que en esa novela el punto de vista lo es todo: cómo el funcionario blanco ve a la muchacha nativa, cómo evoluciona su percepción, es el eje de la historia. En El Tercer País (y en La hija de la española), el punto de vista es siempre el de una mujer intentando entender su circunstancia y tomando decisiones a partir de lo que va comprendiendo. ¿Cómo fue tu proceso para meterte dentro de esos personajes y ver su mundo a través de sus ojos?
La primera persona es uno de los registros que más me gusta: tiene fuerza, convence, conmueve y refuerza la idea de que el lector y el protagonista saben lo mismo. Era el tipo de voz que pedía La hija de la española, porque es una historia tensa, en la que todo puede pasar. En El Tercer País no podía jugarme toda la novela a un narrador en primera, porque necesitaba más puntos de vista, ya que hay varias tramas, así que al narrador en primera persona le añadí el registro de una tercera persona que está focalizada en uno de los personajes: Aurelio Ortiz, el alcalde. Él actúa como una cámara: emite desde el presente y es capaz de viajar al pasado. Creo que ese tipo de decisiones las llevé a cabo siguiendo mi intuición y, por supuesto, atendiendo a mis referentes literarios y lecturas, desde Ovidio hasta Rulfo, a quien (con todo el sentido común y mucho respeto) procuro rendir un homenaje.
La frontera colombo-venezolana es un mundo por sí solo, pero tú además construiste un mundo ficcional, y me hizo preguntarme si tus novelas, así como otras cosas que se están escribiendo, no forman un tercer país que no es físico sino literario: no la Venezuela que dejamos, ni el país que nos acogió, sino un país hecho de memoria y emoción, un lugar intangible donde procesamos el duelo del país perdido.
Desde Joseph Roth hasta Chaves Nogales existe una experiencia literaria a partir del exilio o el insilio que sobrepasan lo testimonial. Aunque se escribe con las vivencias y memorias propias, los autoritarismos y los conflictos tienden a arrollar a los individuos y las sociedades. Hay autores como Nabokov que vivieron en un exilio encadenado y consiguen mecanismos muy elaborados para hablar de los entresijos de su tiempo sin notariarlos. Siempre he encontrado algo de eso en novelas como Risa en la oscuridad o Ada y el ardor.
En Ada o el ardor, de hecho, Nabokov construyó un paisaje que parece una fusión de Rusia y Estados Unidos. Es como un largo sueño, y hay algo también onírico en tus novelas, que podrían estar describiendo un sueño muy difícil. ¿Te ha pasado que Venezuela y España se te mezclan en los sueños? ¿O que se te confunden el pasado que ocurrió con el que pudo haber ocurrido?
Los únicos sueños que recuerdo al levantarme suelen ocurrir en Venezuela. Incluso cuando parecen no desarrollarse allí, siento que es Venezuela. Hay imágenes que se repiten: una casa en ruinas y laberíntica, paredes con la pintura blanca abombada por la humedad, un salón repleto de escombros, también jardines llenos de maleza y alimañas. Hubo un sueño que tuve no hace mucho que no he podido quitarme de la cabeza: intento entrar en mi antigua casa y un delincuente sale de la nada, apunta con una pistola y me dispara en la frente. Caigo, tendida, pero en lugar de sangre, de la herida sale jugo de guayaba. Así que puedo decir que en mis sueños me desangro en un charco de jugo de guayaba.
Con todo lo que ha pasado con La hija de la española, me pregunto cómo una experiencia tan poco común como esa para quien publica puede impactar tu relación con ese texto. Porque es fácil que al cabo de un tiempo un autor piense “pude haber escrito ese libro distinto, pude haberlo hecho mejor de esta otra manera…”
Excepto de manera puntual para alguna presentación o un taller, no he vuelto a leer La hija de la española. A día de hoy desconozco cuántos factores influyeron para que generara tanto interés. Hay algo en Adelaida Falcón que emociona a los lectores más disímiles.
Vista en perspectiva, La hija de la española es una historia de la pérdida: de la madre, del país, de las certezas, de los proyectos propios, la pérdida de la identidad individual tras ser arrasada por un rodillo autoritario y una situación que sobrepasa a quien la vive.
Eso propició, o así lo pienso a veces, que la historia pudiese conmover incluso a quienes se acercaron a ella con escepticismo. No todos han tenido una infancia en Ocumare de la Costa, pero todos, como Adelaida, hemos perdido esa infancia y eso de alguna manera nos deja a la intemperie. Y cuando digo infancia me refiero más bien a la idea de Arcadia. Aquello que fue y ya no será más.
Tanto La hija de la española como El tercer país son novelas protagonizadas por mujeres, pero no es solo eso, sino que los conflictos que enfrentan y la vulnerabilidad que las rodea suelen estar asociadas a la condición de mujer. Sabemos que la crisis venezolana afecta particularmente a las mujeres y las niñas. ¿Tus novelas también exploran esa vulnerabilidad particular?
Mi relación con lo femenino viene dada por la educación que recibí. Me crié rodeada de mujeres que valoraban el trabajo, la inteligencia y detestaban la queja. Incluso aquellas que tenían menos posibilidades económicas buscaban la forma de que sus hijos fuesen mejores que ellas. Me formé en la discreción, la compostura, la contención y la capacidad de resistencia. Eso permeó en mi forma de ver y entender el mundo. Fue algo que me condujo naturalmente a Elisa Lerner (sus libros me resultaron cosmopolitas, desgarradores a la vez que elegantes), a Susan Sontag o Doris Lessing. Más que explorar una vulnerabilidad, procuro describir la naturaleza de quienes resisten porque no tienen otra opción.
Las etiquetas son problemáticas y las nacionalidades también; tú has dicho que además de venezolana te sientes muy española. Pero cuando se trata de tus dos novelas: ¿las ves como novelas españolas, como novelas venezolanas, o ninguna de las dos? ¿Te sientes parte de la “literatura española” o de la “literatura venezolana”?
No creo en las literaturas nacionales, creo en la literatura a secas. Existe una tradición de la que me siento parte, que viene dada por el idioma español, y a ella respondo de manera instintiva. He leído literatura norteamericana, británica, el XIX francés, literatura italiana o alemana, pero pocas cosas sujetan más que la propia lengua. Eso lo comprendí hace apenas diez años. Llegué a España con 23 años y desde entonces casi todas mis lecturas han estado marcadas por una relación distinta con el lenguaje: en el castellano descubrí palabras que parecían recubiertas de pan de oro y al mezclarlas con mi español encontré una caja de herramientas con el doble de tamaño. Creo que nunca se vuelve igual del siglo de Oro español, ni de los clásicos. Tamizada por la lengua, esa lectura incide en la propia escritura.
Otra etiqueta complicada es la “literatura de la diáspora”. ¿Tú sientes que los autores que están publicando en un sitio pero mirando en parte al sitio del que vienen tienen un aire común que viene de esa doble mirada, de estar parados en ambos mundos?
Lo creo. Me pasa cuando leo al Chaves Nogales de A sangre y fuego, también con Jorge Semprun, Bergamín, María Zambrano, Luis Cernuda, pero también con Cabrera Infante, Zweig, Joseph Roth, con Thomas Mann y su hijo. Klauss Mann, Doris Lessing, Natalia Ginzburg, J.M. Coetzee… e incluso con personajes como Thomas Bernhard. Todos tienen en común esa relación dolorosa con lo propio. Leyéndolos comprendí que la perplejidad y el dolor de personas nacidas en su país y que escriben y publican fuera, es un proceso complejo que me antecede y que he tardado mucho en comprender. El siglo XX fue el gran siglo del exilio, y a su manera también el XIX. Es tan universal y antiguo como el viaje.
A mí me pasó, y le pasa a muchos (no sé si a todos) de los que emigramos y de los que escribimos y migramos, que el emigrar me alteró mucho la mirada sobre el mundo que dejé atrás, sobre Venezuela. Lo que uno escribe ahora no lo podría escribir igual si estuviera allá, y por muchísimas razones. ¿Cómo has vivido tú ese proceso?
Cuando llegué a España escribía compulsivamente todo lo que me ocurría: a medida que lo volcaba era capaz de entender qué sentía. Con el paso del tiempo avancé en varios intentos de novela, textos técnicamente pobres, pero repletos de angustias. No ha sido un proceso del todo consciente, aunque a juzgar por los resultados parece evidente que estoy escarbando en esa dirección. Es algo que no puedo controlar. Hace poco leí una carta de Thomas Mann (el III Reich recién le había quitado la nacionalidad alemana) en la que él daba por sentado que Alemania existiría donde él estuviese. Escribió una frase que me impactó y que tiene que ver con el regreso: “Confieso que me aterran las ruinas alemanas”. Pues algo de esa electricidad recorre las cosas que escribo.