“Señores pasajeros, queremos informarles que por fallas técnicas nos vemos obligados a aterrizar de emergencia en la isla de Cu…”
Justo ahí se cortó la voz del piloto. Todos empezaron a hablar a la vez. Alguien gritó: “¡Cuba, nos van a poner a cortar caña!”. O tal vez fue después que lo dijeron: mis recuerdos pueden haberse alterado. Pero estoy seguro de que antes de que el piloto nos hablara yo había notado, desde el puesto de ventana que tal vez me gané por portarme bien, que veníamos perdiendo altura y que esa isla a la que nos acercábamos no era Venezuela. Y que había inquietud entre los adultos.
Yo tenía nueve años, era julio o agosto de 1982, y volábamos de Miami a Maiquetía, en un DC-10, creo, de Viasa.
Entonces el piloto dijo eso, con voz tranquila pero apurada, sin terminar el nombre de la isla, y mientras los demás hacían conjeturas en voz alta sobre adónde íbamos a aterrizar y por qué, el avión descendía hacia un pequeño aeropuerto junto al mar.
Mi mamá estaba tranquila y logró que ni mi hermano de seis años ni yo nos asustáramos. Pero hubo gente que no tuvo la misma entereza. Cuando aterrizamos con algunas sacudidas y el avión se detuvo en la punta de la pista, un par de aeromozas a duras penas disimulaban el pánico. Había mucho ruido y las instrucciones no se escuchaban bien, pero recuerdo que una de ellas, con reflejos amarillos en el pelo, me tomó de la mano, me jaló hasta una puerta abierta diciéndome “ven, mi amor”, y me ordenó que me quitara los zapatos y me lanzara por el inmenso tobogán amarillo que acababa de inflarse. La manera en que su mano apretaba mi brazo, y en que me hizo llegar en un instante al rectángulo de luz caribeña que se abría sobre la penumbra de la cabina, me decía que tenía que hacer caso de inmediato y que algo raro estaba pasando. Pero la sensación que prevalecía en mí era la de una aventura inesperada y divertidísima, mientras con un zapato en la mano y otro puesto bajaba zumbando sobre el plástico amarillo, pisaba la superficie caliente de la pista y me detenía un par de segundos a ver a los demás lanzarse torpemente por los toboganes. Por fin mi mamá y mi hermano me encontraron y alguien, tal vez mi mamá, me dijo que había que correr, que había que alejarse del avión rapidísimo.
Del aeropuerto, a muchos metros de distancia, venían furgonetas Volkswagen a buscarnos, que conducían señores grandes, gordos, negros, desconcertados. En una de ellas nos apretujamos y llegamos al terminal. La palabra que faltaba se completó entonces de boca en boca en esos minutos entre el avión que había que abandonar a la carrera y el aeropuerto en el que había que refugiarse: Curazao.
Nos condujeron a todos a un cafetín que miraba a la pista, donde pasamos muchas horas. El piso de abajo olía a cloacas. Las paredes eran verdes o azules. En algún momento, cuando la tripulación se reunió con nosotros, alguien dijo “bar abierto” y los adultos se dedicaron a beber Polar en pequeñas latas plateadas. Mi mamá fue a hablar con el piloto —en mi memoria está sobre un taburete y tiene un whisky en la mano sonriente, barrigón y con bigote— para felicitarlo por el aterrizaje, y volvió contándome que no era una falla mecánica la que había interrumpido nuestro viaje de regreso, sino una alarma de bomba. Les habían avisado luego de salir de Miami que podía haber un explosivo en el equipaje. Eso explicaba los nervios del procedimiento, la orden de correr, el avión al extremo de la pista con su cola anaranjada que brillaba en la tarde caribeña, la avioneta amarilla de la Disip que había llegado después.
A medianoche nos metieron en los asientos vacíos de un 747 cuya blanca enormidad, manifestándose en la noche, me impresionó. En Maiquetía estaba mi papá esperándonos. Me decepcionó que no hubiera reporteros de televisión aguardando, con micrófonos de goma espuma anaranjada, para que relatáramos nuestra increíble aventura.
Tuvieron que pasar muchos años para que yo entendiera del todo lo que había pasado. En aquel momento, esa clase de alarmas debían tomarse muy en serio. La misma Viasa había tenido que lidiar antes con situaciones similares, como en Beirut en 1972, y no había sido esa la única amenaza. Estaba el antecedente del atentado en 1976 contra el vuelo 455 de Cubana de Aviación, que se había gestado en Venezuela.
Pero ahora creo comprender por qué esa anécdota ha pervivido en mi memoria: me parece que fue un presagio.
Claro que un presagio es un artificio del sesgo retrospectivo, como cuando a la muerte de alguien decimos que el día anterior parecía saber que estaba por morirse y hablaba como despidiéndose. Para convertir un acontecimiento del pasado en el indicio de una profecía, basta con reinterpretarlo a la luz de lo que ocurrió después: es una trampa cognitiva, un truco más al que nos agarramos para intentar darle un sentido a las cosas, como si la realidad fuera una novela con pistas ocultas que solo con avanzar en sus páginas podemos aprender a detectar. Pero también podemos usar la figura del presagio como metáfora, como una marca en el tiempo en la cual fijarnos para entender la forma y la mecánica de las transformaciones.
Cuando mi mamá, mi hermano y yo veníamos de unos días en Florida —de desayunos de sandwichs de bologna en un hotelito chato y marrón, de un calor en las colas de Disney que era insoportable incluso para dos chamos de Valencia— , en ese vuelo feliz fracturado por el susto de un peligro real pero que hasta entonces creíamos ajeno, faltaban apenas meses para el Viernes Negro. Una familia como la nuestra ya no podría hacer un viaje así. Y faltaban apenas siete años para el Caracazo y diez para el 4 de febrero. La “ilusión de armonía”, para volver al famoso título de Naím y Piñango, estaba ya en su crepúsculo. Viasa conocería pronto la crisis, la privatización y el fin; recorrería el camino de aerolínea bandera a aerolínea quebrada. Su sede en La Candelaria quedaría vacía y sería invadida. La prensa contaría la historia de su decadencia financiera y con los años se convertiría en lo que es hoy, una iconografía nostálgica en Pinterest, un símbolo idealizado del país que fuimos o creíamos ser.
En ese avión no había una bomba. Pero la alarma decía una verdad. Mi inocencia de ver la emergencia como diversión iba a desaparecer en los chamos del futuro. La mano aterrada de esa aeromoza que me sacó del avión transmitía un miedo que con los años se nos metería a todos en el cuerpo. La gente que pensaba que nos llevaban a Cuba no resultó ser tan paranoica. Y el mensaje inconcluso de ese piloto parece reflejar la absoluta incertidumbre sobre el porvenir que hoy nos tiene día a día insultándonos entre nosotros mismos.
Cuántas otras alarmas sonarían en esos años que no escuchamos o no quisimos atender. Cuántos otros presagios ignorarían nuestros padres porque había bar abierto, y pensaban que llegaría un 747 a rescatarlos.