Hannah Arendt advertía que las dos formas autoritarias más criminales del siglo XX, el nazismo y el estalinismo, estaban en gran medida basadas en grandes teorías de la conspiración. La lección de Arendt es que hay momentos históricos en los que la forma teórico conspirativa de ver el mundo se normaliza e incluso se convierte en retórica oficial de Estado. Para ella había una afinidad electiva entre estas retóricas y esa forma de autoritarismo extremo y total que en el siglo XX se dio por llamar totalitarismo.
La terrible primera mitad del siglo pasado parecía darle la razón a la pensadora. Arendt publicó su famoso Los orígenes del totalitarismo en 1951. Pero en lo que llevamos de este siglo la normalización y hasta oficialización de las retóricas conspirativas sigue siendo un fenómeno recurrente: la retórica del gobierno venezolano es básicamente teórico conspirativa y los resultados están a la vista. También lo son las retóricas de algunos gobiernos iliberales de Europa, por ejemplo de Hungría. Pero el mundo del trumpismo también es teórico conspirativo y por poco no se llegó a convertir en el discurso oficial de la más poderosa nación del mundo.
Lo que ocurre en la democracia de EEUU debería abrir los ojos a cualquiera sobre el peligro de las grandes teorías de la conspiración y las consecuencias políticas de estas formas de ver el mundo. ¿Por qué no lo es para muchos?
Yo creo por dos razones.
La primera es que las teorías de la conspiración no son necesariamente irracionales. Dan explicaciones sobre eventos complejos y angustiantes y, a diferencia de las explicaciones de las ciencias sociales, le garantizan al creyente que hay alguien, un sujeto, un grupo concreto, que es culpable de todos los males. Eso es muy poderoso y satisfactorio para el creyente. Por eso a veces me parecen muy pobres los intentos de moda por darnos tips sobre cómo tratar a conspiranoicos. En realidad las teorías de la conspiración son como las drogas: si son tan malas como dicen, ¿por qué hay tanta gente que las consume?
Llevando la comparación más lejos: igual que algunas drogas, las teorías de la conspiración satisfacen y nos hacen sentir bien: nos “empoderan” (aunque en realidad inmovilicen frente al estado de las cosas, como también apuntaba Arendt), nos hacen sentir parte de algo, pero, igual que las drogas, las consecuencias suelen ser muy malas. Desenganchar a alguien de las drogas no se logra simplemente confrontando a esa persona con las razones de porqué son tan malas. Necesitas mucho tiempo de terapia y en el caso de las teorías de la conspiración, desengancharse es un proceso doloroso de desengaño y revisión personal, que te fuerza a preguntarte: ¿en realidad pude ser tan tonto?
Nunca bastan las evidencias ni son suficientes las consecuencias más atroces, sino al contrario, esas consecuencias refuerzan la idea de la fortaleza de la conspiración (como también, no faltaba más, señalaba Arendt). En 1945 los soviéticos estaban a las puertas de Berlín, y todavía muchos creían que los judíos le había dado a Alemania una “puñalada por la espada” al final de la Primera Guerra Mundial, en 1918. Y algunos, hasta el día de hoy lo siguen creyendo.
La segunda, quizás relacionada con la primera: hay gente que es perfectamente feliz con las consecuencias de las retóricas conspirativas sobre las que nos advertía Arendt. Supuestamente, Hitler estaba consciente de la falsedad de Los Protocolos de los Sabios de Sión, pero aseguraba que era un libro necesario: el panfleto estaría lleno de mentiras, pero eran las mentiras correctas porque las consecuencias de estas mentiras eran antisemíticamente buenas. Pero no hay que ir tan lejos. Las cuentas en las redes sociales de varios famosos influencers venezolanos nos sorprenden publicando fuentes dudosas sobre un supuesto fraude electoral en los Estados Unidos, sobre el control que George Soros ejerce sobre el mundo o sobre un complot “progre” para obligarnos a dejar de creer en la Virgen María. Son cuentas de doctores de encopetadas universidades, de gente que alguna vez fue conocida en el mundo del espectáculo, la política o la academia venezolana. ¿Creen realmente en tantas bobadas? Posiblemente sí, pues aunque tendemos a creer que a más educación menos superchería, este no siempre es el caso (y ya en ello, no hay razón para pensar que un título de doctor te proteja de un repentino aflojamiento de tuercas, ¡al contrario!).
Pero hurgando en esas cuentas a veces se descubre que, crean o no que Soros financia a una pandilla de pedófilos socialistas que le robaron el triunfo electoral al enviado de Dios, a esta gente lo que en realidad les gustaría es ver un golpe militar en Estados Unidos, en Venezuela y en todo el mundo. Son autoritarios que quieren que las consecuencias de las teorías de la conspiración se hagan realidad.
Tendemos a quedar boquiabiertos con la tozudez de algunos: en noviembre decían que los abogados de Trump demostrarían el fraude; en diciembre, cuando eso no ocurrió, dijeron que el colegio electoral votará distinto; luego pasaron a decir que el Senado echaría para atrás el triunfo del “pedófilo” en enero, y finalmente pensaron que Trump daría un golpe alrededor de la toma de posesión de Biden. Nada de eso ha ocurrido y nada de eso ocurrirá, lo cual no demostrará que el influencer se equivocaba, ¡al contrario! Tenía razón al denunciar que el complot globalista es fortísimo. Pero lo peor, si Trump llegase a intentar un golpe (¿no lo ha intentado ya?) entonces “la fe” (sí, hablan de “fe”) se verá recompensada.
No nos engañemos: son ridículos, pero muy peligrosos. Sus seguidores sienten el refuerzo del rebaño y les tranquiliza que gente tan educada, exministros de transporte, filósofos de la USB, profesores de la UCV y la UCAB, y aún peores, piensen estas cosas. Si ellos, que hacen largos listados de títulos académicos y de libros publicados en sus perfiles, creen, ¿no será que algo de verdad hay en todo ello?