La ciudad jardín es una ciudad cuartel

Ha pasado más de un siglo desde que Juan Vicente Gómez decidiera hacer de Maracay la sede de su poder. Pero la huella castrense de la capital aragüeña sigue viva, y se extiende fuera de ese valle

La mayor Plaza Bolívar del país

Foto: Aragua Virtual

Cuando tenía cuatro años mi mamá trabajaba para el gobierno del estado Aragua. Mi preescolar, exclusivo para los hijos de los empleados, estaba en una esquina de la antigua gobernación, que en esa época tenía su sede en un grande y hermoso edificio blanco frente a la Plaza Bolívar de Maracay.

El gran palacio del gobierno que hoy es regional. Hay que reconocer que tiene su cosa.

Foto: Pinterest

Íbamos a varias excursiones y actividades, pero la que más recuerdo fue la que hicimos al Museo Aeronáutico de Maracay. Lo que me quedó no fue ver los aviones tan de cerca, sino una estatua de bronce de Juan Vicente Gómez, con su uniforme militar austero y bigote prusiano, viendo al cielo y señalando.

Gómez fue quien creó el primer ejército nacional verdadero que tuvo Venezuela, moderno para lo que era principios del siglo XX. Lo hizo para acabar con los caudillos decimonónicos y sus huestes de campesinos, pero con eso estaba también trayendo innovaciones como la Academia Militar, una Escuela Naval, y de Aviación Militar, una fuerza armada profesional con equipos y aviones de guerra. Por los siguientes 27 años sería el amo absoluto de una Venezuela en el abandono mientras él y su círculo interno gozaban de la naciente renta petrolera. Sólo su muerte en 1935 puso fin a la dictadura más larga que el país ha visto hasta ahora.

Siempre recuerdo esa mañana en el Museo Aeronáutico como la primera vez que tuve consciencia real del concepto de historia y de mi fascinación por hombres como Gómez, quienes con un chasquido de dedos o asintiendo la cabeza levantaban ciudades o derrumbaban vidas. Porque, mientras fui creciendo, me di cuenta de cómo mi pequeño mundo era —y todavía es— designio de Gómez.

El trono de mimbre bajo los chaguaramos

Maracay es un concepto gomecista. Un caserío campesino entre el lago de Valencia y la Cordillera de la Costa con escasa historia y dependiente de la caña y el añil, fue convertido de un día para otro en una Versalles tropical, llena de cuarteles, arsenales y barracas en medio de un valle. Tiene sus ventajas estratégicas: queda a una hora de la costa, está a mitad de camino entre Caracas y Valencia, y conecta los valles del norte con los llanos centrales y el oriente con el occidente.

Como Luis XIV de Francia, Gómez prefería que la supremacía de su poder se reflejara en el campo, rodeado de tierra y trabajo, y mantenerse alejado de las intrigas de un puñado de capitalinos arrogantes que, a pesar de tildarle de campesino ignorante, estaban obligados a cruzar los valles de Aragua para rendirle pleitesía en su trono de mimbre bajo los chaguaramos.

Un pequeño Versalles al pie de la Cordillera de la Costa

La transformación de Maracay fue gradual. En 1916, ya convertida en capital del estado Aragua, tenía un hipódromo y un zoológico privado, donde dicen que el Benemérito miraba por horas al hipopótamo. Ya estaban el molino de papel, el Lactuario y los telares, las tres industrias más antiguas de la ciudad, que eran de la familia Gómez.

Entre 1928 y 1930 se desarrolla la Ciudad Jardín, un proyecto de renovación bajo la dirección del ingeniero francés André Potel, que contó con obras de arquitectos tan meritorios como Carlos Raúl Villanueva y Carlos Guinand Sandoz.

Para 1930, el 9% del presupuesto nacional estaba destinado de hacer el Versalles de Gómez una realidad, con un hotel de lujo, un hospital, dos teatros, un club militar y una plaza de toros, entre otros.

Uno de los teatros, culminado en 1972, fue donde me gradué de bachiller. El Hotel Jardín sirvió de gobernación (y de mi preescolar) y como la Plaza Bolívar de frente, la plaza dedicada a Bolívar más grande que existe, son obras de Villanueva que datan de 1930. La élite gomera de viejos hacendados y noveles petroleros se hospedaba allí, cuando visitaban la capital de facto de Venezuela para pedir audiencia a El Benemérito. 

El Hotel Maracay en su apogeo

Foto: Telares Maracay

No olvido, cuando la conocí, la curiosidad que me daba la fuente del patio interno del edificio de la gobernación. Una señora de servicio me contó que habían encontrado la entrada a un calabozo lleno de esqueletos y que conectaba con un cuartel militar, al lado opuesto de la plaza, donde por mucho tiempo estuvo localizada la Escuela Básica Libertador.

Ni siquiera la muerte disolvió del todo la sombra de Gómez. La Primavera, por mucho tiempo el único cementerio de Maracay, tiene en una esquina un panteón con un enorme ángel negro donde reposan Gómez y su descendencia reconocida, ya que tuvo más de 50 hijos. Cada 17 de diciembre, aniversario de su muerte, se abre la verja negra de su mausoleo para que los últimos gomecistas entren, le recen, y le pidan favores y le prendan velas.

La cuna de la revolución

El principal legado de Gómez todavía vive en Maracay y en el resto de Venezuela. Lo oía cada mañana, cuando crecía en La Coromoto, y los soldados trotaban por nuestra calle mientras repetían un canto marcial indescifrable. Lo veía en las noches cuando regresábamos del cine por la avenida Casanova Godoy y de un portón lejano de uno de tantos cuarteles salía una alta mujer en minifalda bajando sola por la empinada avenida.

Y todavía se vive o, mejor dicho, se sobrevive.  No sólo en la fachada de fortaleza afrancesada frente a la Plaza Bolívar o en la Base Aérea Libertador, donde dicen que Tareck El Aissami vivía cuando era gobernador, ni en los restaurantes de carne y las camionetas del Círculo Militar de Las Delicias. 

Tampoco en los jóvenes flacuchentos uniformados de las escuelas y academias militares que salen los viernes a las avenidas, o en los vecindarios con nombres como La Barraca y Base Aragua, y sitios como la Redoma del Avión y el Parque El Ejército, que al menos nadie llama así.

Se siente sobre todo en una constante presión, en una presencia que se ha convertido en cotidiana e interna, cuando no debería ser. En las alcabalas y los puntos de control en las avenidas, en el recuerdo de la explosión de Cavim y la respuesta insatisfactoria de qué lo causó. En los rumores de los maltratos de las escuelas militares. 

Nos rodea, como una invasión física y espiritual. En los desfiles militares en transmisión simultánea de radio y televisión, en el culto a Bolívar y el desprecio al progreso, en la denigración de lo civil y democrático por ser débil y reflexivo, en la paz de cementerio, en la adoración e imitación de lo bélico, en la militarización de lo civil, en la esperanza del hombre fuerte con mano dura.

Mirando hacia atrás, hacia mi niñez en los 90, es fácil ver lo que vendría. La estatua de Gómez del Museo Aeronáutico no era de la era gomecista, como yo pensé por mucho tiempo, sino de 1995.

La misma década que se inauguró en Mérida el parque temático La Venezuela de Antier, donde puedes tomarte fotos con Gómez como si fuera Mickey Mouse, pocos años después de que, en la televisión, Rafael Briceño lo interpretara como alguien más parecido a un abuelo estricto que a un dictador sanguinario. 

Hugo Chávez también está vinculado en el designio que envuelve la ciudad y se extiende por el territorio nacional. Fue en el tronco muerto del Samán de Güere donde, a imitación de Bolívar en el Monte Sacro, los miembros del Movimiento Bolivariano Revolucionario 200 juraron, con una mezcolanza de reivindicación social y culto a líderes militares decimonónicos.

Y fue de Maracay que salió, el 4 de febrero de 1992, el Batallón “Bravos de Apure” de la 42 Brigada de Paracaidistas, bajo el comando del teniente coronel Chávez, en un golpe contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez. Ahora el himno de los Bravos de Apure es casi un himno nacional alternativo y Maracay es llamada por el chavismo como la Cuna de la Revolución.

Había pasado un siglo desde que Gómez sofocara a liberales y conservadores; sólo quedaba esperar que otros revolucionarios entraran victoriosos a la capital. La democracia que se había planteado en 1958, en gran parte una idea de antiguos perseguidos de Gómez, se había convertido en un experimento fallido, una fantasía que no podía ocultar por más tiempo la profundidad de la visión que tenía Gómez desde su ciudad cuartel: la del país como hacienda donde todo gira alrededor de la mano dura de un hombre uniformado.