Todos hemos escuchado, al menos una vez, el grito de las tripas en un estómago vacío. Un trueno que reclama la ausencia de comida y rompe el silencio de la boca cerrada. Para la mayoría de nuestros lectores, el rugido de los estómagos se debe a un descuido: pasarse la hora de almuerzo para seguir trabajando, o levantarse tarde y no desayunar. Para el 56,9 % de los niños encuestados por Caritas Venezuela en 2018, ese trueno es una tormenta —hasta el punto de que algunos de los más vulnerables han apodado al mango callejero como ‘‘el silencia barrigas’’.
A ese dato de hambre del informe de Caritas se suman los que la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi) recoge desde 2013. Ambos registran incrementos importantes. Si tomamos en cuenta que, dentro de la población en general, en 2019 hay casi un tercio de desnutrición infantil —lo suficiente para declarar una hambruna según los parámetros de la OMS—, y en vista del rezago cognitivo asociado a la desnutrición infantil, ¿se puede afirmar que la sociedad venezolana en el futuro asumirá un “peso muerto”?
La expresión la usó el periodista Hugo Prieto mientras entrevistaba a Susana Raffalli, nuestra nutricionista más influyente. Prieto es un periodista responsable que seguía en la entrevista la argumentación de Raffalli, una especialista que ha asumido además una posición de activismo para denunciar el impacto de la emergencia humanitaria compleja en la alimentación de los más vulnerables. Ambos están tratando de hacer ver la gravedad del problema. Una gravedad evidente. Sin embargo, varios factores deben considerarse para definir el impacto que podría tener esta situación en el país a largo plazo y sobre todo debe preverse cómo la política y la sociedad asumirán este rezago, si acaso fuera inevitable.
Me explico. Los académicos ciertamente afirman que la desnutrición durante los primeros dos años de vida de un niño —lo que se suele llamar el período crítico—, se correlaciona con un retraso cognitivo en la edad adulta, el cual aparentemente es irreversible: es la cicatriz invisible del hambre que afecta el desarrollo del cerebro. Esto es lo que se denomina el rezago cognitivo. Pero, ¿qué consecuencia tendrá para la Venezuela del día después, cuando haya la posibilidad de hacer políticas públicas para la reconstrucción, ese rezago cognitivo aparentemente irreversible?
No es fácil saberlo. Para estimar el futuro, tenemos que examinar situaciones similares en el pasado y considerar diversos estudios.
Ciertos casos revelan cuán difícil es estudiar y predecir las consecuencias a largo plazo de una circunstancia de desnutrición infantil como la que vivimos.
La hambruna que se produjo en los Países Bajos al final de la Segunda Guerra Mundial, entre 1944 y 1945, no produjo ningún retraso cognitivo (medible) en los niños afectados. Si lo hubo, se superó completamente. Por supuesto, dicha crisis no fue similar al caso venezolano. No fue igual la intensidad de la hambruna ni el período de tiempo que duró (cinco meses en Holanda, seis años en Venezuela). Además, las instituciones políticas y el desarrollo general del país parecen haber contribuido a mitigar los efectos a largo plazo. Pero a pesar de las diferencias, el caso enseña algo importante: el rezago cognitivo podría ser reversible.
En Ghana, un país en desarrollo, hubo una hambruna entre 1982 y 1984. A partir de datos disponibles de pruebas de coeficiente intelectual, un estudio de Impaq International y la Universidad de Dakota del Norte midió el impacto de la desnutrición infantil en el desarrollo cognitivo de los niños durante los quince años posteriores a la hambruna. Lo que encontró fue esto: en los niños afectados de menos de 2 años el cociente intelectual disminuyó en un 6 % y, en la muestra estudiada, en promedio, hubo un año de retraso en el rendimiento escolar en las pruebas de inglés y matemáticas. Si eso pasara en Venezuela, la desnutrición de este período agravaría el rezago escolar que ya existe, según la encuesta Encovi 2018.
Pero los resultados varían dramáticamente entre países, y al parecer no hay una ecuación directa entre desnutrición y cerebro que conduzca inevitablemente a un rezago cognitivo. Por ejemplo, un estudio transnacional en el que participaron científicos especializados en nutrición —publicado en The Lancet, una de las revistas académicas más prestigiosas en medicina— señala que en lo que respecta al desarrollo cognitivo de los jóvenes, la nutrición es solo uno de los factores que debe considerarse. Esa investigación analizó la literatura sobre los países en desarrollo y descubrió que la desigualdad de género, la baja educación materna, el acceso reducido a servicios en combinación con riesgos biológicos y psicosociales de violencia y depresión, pueden limitar el desarrollo en los niños y, todo ello junto, causar un retraso cognitivo.
Estas tres investigaciones muestran la complejidad de predecir el futuro el impacto del hambre en la dimensión intelectual del crecimiento de los niños de una nación. Son muchos los factores que influyen en esa dimensión y todos se relacionan entre sí. El desarrollo cognitivo está muy interconectado con las condiciones socioeconómicas generales, y por ello debemos también considerar la situación de marginalidad social que amplifica los efectos de la hambruna en Venezuela. Entre esos factores, está la manera en que los pobres son vistos por la sociedad.
El rancho y la pobreza en la cabeza
Según Encovi 2017, al menos dos tercios de Venezuela vive en condiciones de pobreza multidimensional. Es decir, la precariedad no es solo del ingreso, sino también de las condiciones de vivienda, de trabajo y de educación, entre otros factores. Esta circunstancia de vulnerabilidad, actuará como multiplicador de los efectos de la hambruna infantil, como se ha dicho.
Pero todavía es más importante prestar atención nuestra visión de la precariedad económica: la exclusión activa de los sectores estructuralmente pobres por parte de los sectores más afortunados de la sociedad. Hay que tomar consciencia sobre cómo los venezolanos piensan y actúan en relación con las personas que habitan en barrios, y así facilitan u obstaculizan sus oportunidades de desarrollo. Hay que considerar la aporofobia interna.
Pensemos, por ejemplo, en la famosa expresión del “rancho en la cabeza”, una descalificación que responsabiliza a los vulnerables por sus carencias y desestima la responsabilidad política y social por las desventajas estructurales que supone su circunstancia.
Asimismo, ahora que los argumentos despreciativos basados en el color de la piel se consideran inaceptables, se habla de una “cultura de la pobreza” para referirse a quienes viven en los márgenes de nuestra sociedad, pero en esa expresión de nuevo subyace la idea de una diferencia fundamental entre los ciudadanos.
Con este tipo de expresiones, los venezolanos ignoramos que la pobreza es consecuencia de políticas públicas, del entorno económico que imposibilita la movilidad social y de otros factores que colocan a una parte de la población en situación de exclusión.
Al decir que la suya es una “cultura”, o que su problema esta en “la cabeza”, condenamos, nos lavamos las manos y rechazamos la responsabilidad compartida.
Sin embargo, la cultura no funciona en el vacío, cualquier sociólogo o antropólogo, que no sea un propagandista, lo puede explicar.
Ahora bien, si en el futuro a las expresiones del “rancho en la cabeza” o la “cultura de la pobreza” se une la del “peso muerto”, corremos el riesgo de que algunos sectores de la población —que no están tratando de hacer ver la gravedad de una realidad, como Hugo Prieto o Susana Raffalli— aludan al supuesto e inevitable retraso cognitivo de algunos venezolanos para justificar desigualdades que no son naturales, ni un destino inevitable para los más pobres, y no se sientan obligados a hacer nada por resolverlo.
Con estas expresiones se deja de ver al otro como un agente y se lo concibe a lo sumo como víctima. Si el daño es “irreversible”, si esos pobres están condenados, entonces hay quienes dirán que no hay necesidad de invertir en programas de alimentación pública, como de hecho se dijo en muchas discusiones en las redes sociales, al comentar las políticas de alimentación del Plan País de la Asamblea Nacional. Allí un grupo importante de usuarios calificó tales planes de alimentación como socialismo y chavismo.
Si el daño está previsto, premisa que la evidencia citada no sostiene, entonces habrá quienes argumenten también que no vale la pena ninguna inversión en mejorar el sistema educativo público. Si “el rancho está en la cabeza”, entonces no habrá ninguna razón para mejorar las condiciones paupérrimas en que viven los más vulnerables. No habrá tampoco que aplicar planes de alimentación para ese “48 % que no es capaz de adquirir alimentos sin un subsidio directo”, como señaló el sociólogo venezolano Luis Pedro España en la presentación del Plan País.
Entonces la opciones que quedan serían vigilar y aniquilar —como lo ha hecho el régimen de Maduro con las Operaciones de Liberación del Pueblo—, o “lanzar una bomba en los barrios y plantar araguaneyes”, como dice un comentario en un post de la cuenta satírica de Instagram Sifrizuela, refiriéndose al clasismo venezolano.
Considerar a estas personas un “peso muerto” depende de cómo nosotros, como sociedad, comprendamos lo que significa esa hambruna, tanto científica como socialmente, y cuál es el papel de nuestras acciones ciudadanas en ella, nuestra responsabilidad con ese país y con esas personas (que no son números ni porcentajes).
Debemos recordar, como han señalado tanto el premio Nobel en Economía Amartya Sen como el filósofo Michel Foucault, que el hambre generalizada siempre tiene un componente político. Como diría Sen en El desarrollo como libertad, “no hay hambrunas en democracias funcionales”.
Pero si como sociedad interpretamos las consecuencias de la hambruna como la creación de un “peso muerto” inevitable, entonces estaremos contribuyendo a crear un peso muerto. En ese caso, terminaremos por transformar las diferencias artificiales entre los venezolanos en diferencias biológicas insalvables. De ese modo nos disponemos a hacer cumplir la profecía.