En La tercera ola. La democratización a finales del siglo XX, Samuel Huntington afirma que la estabilidad de las democracias depende de dos condiciones. La primera, la capacidad de las principales élites políticas —líderes partidistas, militares y empresariales— para trabajar juntos en los problemas que enfrenta su sociedad y en abstenerse de explotar esos problemas para su propia ventaja material o política inmediata. La segunda, la capacidad de la ciudadanía para distinguir entre el régimen político y la responsabilidad del gobierno o los gobernantes de turno.
Estas dos condiciones se dieron en la transición del 58, de ahí el brillo del período democrático bipartidista en Venezuela. Sin embargo, varias lecturas sugieren que el exceso de confianza de las élites en la fortaleza del sistema fue un error; no debió asumirse como consumado el proceso de consolidación de nuestra democracia.
Intentaré ilustrar cómo se evidencia ese exceso de confianza de las élites en las mencionadas capacidades de la ciudadanía de entonces.
Sobre la habituación de la ciudadanía al proceso democrático de elección popular, por ejemplo, Huntington afirma que en 1983, la opinión pública venezolana estaba bastante desilusionada del desempeño de sus gobernantes electos, pero no del sistema de elección. Dice que la gente diferenciaba muy bien al gobierno del método de selección del gobierno. Tanto, que solo alrededor del 15 por ciento apoyaba una alternativa específica al régimen democrático (aunque 34,2 por ciento creía que la situación justificaba un golpe). La conclusión de Huntington es que, a pesar de la incapacidad de los gobiernos electos para abordar eficazmente los problemas que enfrentaba el país, “los venezolanos estaban más comprometidos con la democracia en 1983 que en 1973”.
En 1989, la crisis económica, derivada en gran parte de la caída de los precios del petróleo, había disminuido la capacidad del gobierno para cumplir con unas expectativas que se mantenían constantes. Sin embargo, continúa Huntington, esto no representaba una amenaza para la democracia venezolana, habíamos aprendido a canalizar el alto nivel de frustración con mecanismos legales y pacíficos para mantener el sistema (segunda capacidad). Psicológicamente, afrontábamos la crisis con protestas legales, adaptándonos o renunciando a nuestras demandas, o emigrando.
En 1960, nueve de diez países sudamericanos de herencia ibérica eran democracias. En 1973, solo dos: Venezuela y Colombia. Juan Carlos Rey afirma en un artículo de 1991 que: “Dados esos antecedentes, y el cuadro general de gobiernos dictatoriales que hasta hace poco prevaleció en América Latina, el caso venezolano, a partir de 1958, no sólo resultaba extraordinario, sino que ha podido ser considerado —para otros países de la región (o incluso fuera de ella)— como un modelo de transición y de consolidación democrática exitoso”.
Y es que hasta entonces el entusiasmo era justificado. Mi diagnóstico es que la democracia venezolana había por fin logrado —o al menos lo aparentaba — la supremacía del orden civil sobre el militar. Además, y por ello, el ambiente internacional le otorgaba una merecida legitimidad que permitió mantener a raya el intervencionismo de las potencias del momento en aquel difícil tiempo de Guerra Fría.
Las variables dependientes del rendimiento económico político también iban muy bien: aumentó la escolarización, surgió cierta sociedad civil representada en sindicatos, medios independientes, gremios y cámaras empresariales; se fundó un sistema coherente de partidos con políticas programáticas e ideología y un liderazgo capacitado, propenso a construir consensos y coaliciones, honesto y con gran compromiso democrático; todo, acompañado de un sentido de respeto al Estado de derecho y la independencia de las instituciones.
Hasta aquí, las expectativas de ascenso social de la población se mantuvieron y, por tanto, la confianza en el funcionamiento del sistema. ¿Qué pudo haber fallado? Asdrúbal Baptista aporta una respuesta.
El dólar barato: regalo envenenado
Puede decirse que la crisis política comenzó en la década del setenta. Principalmente con la dificultad para comprender y responder a los cambios en el comportamiento de nuestro modelo económico. Hasta entonces estábamos habituados a una espiral de crecimiento sostenido de cincuenta años (1920-1970). Pero un determinado accidente en el mercado de las materias primas hizo que los ingresos por renta petrolera comenzaran a fluctuar, a veces de forma dramática, haciendo imposible tanto sostener el gasto y la sensación de ascenso social en los períodos de caída, como mantener y fomentar la producción de manufacturas y la competitividad en los períodos de auge.
Como reveló Baptista en su investigación Bases cuantitativas de la economía venezolana, pasamos de una renta de crecimiento estable a una de comportamiento volátil, con caídas y subidas vertiginosas. A semejante transformación se debía responder con un cambio de objetivos económicos que nuestras élites no procuraron (primera capacidad). En ese momento nuestros gobiernos debieron haber recurrido al ahorro como medida para estabilizar el gasto público. Sin embargo, persistieron en fomentar un estado de abundancia, aumentando el gasto cada vez que podían. Ahorrar habría significado no gastarlo todo en épocas de auge, para poder gastar lo necesario en épocas de escasez. Pero ninguno de nuestros líderes quiso gobernar fiscalmente a contracorriente, ni que la austeridad fuese la marca de sus administraciones.
¿Qué consecuencias trajo gastarse todo el excedente en los picos de abundancia de forma reiterada? Creo que este comportamiento de subir o bajar el gasto conforme subieran o bajaran los ingresos del petróleo hizo que en cada período de escasez se nos proyectara la misma película: la que el gobierno no podía pagar sus cuentas fiscales y comerciales y, para taparlas, además de endeudarse, devaluaba la moneda, generaba inflación, reducía las importaciones y aumentaba el desempleo.
Pero gastarse todo en los períodos de auge acaso tuvo efectos peores. ¿Por qué? Pues porque puso a la economía a lidiar con un problema crónico de sobrevaluación del bolívar que redujo el costo de las importaciones y elevó el de las exportaciones no-petroleras: un dólar barato que hizo del comercio de mercancías importadas una actividad accesible y rentable y, de la manufactura y la economía productiva, una actividad costosa y difícil.
El dólar barato también es responsable de que muchos concibieran al Estado como un botín y de que distintos grupos de poder persistieran en su objetivo de apropiarse, a como diera lugar, de los frutos de la renta. Entrado el siglo XXI lo vimos pasar con Cadivi, cuyo control de cambio barato contribuyó mucho a la desindustrialización que nos trajo a la precariedad del presente.
Otras alteraciones rentistas con pésimas consecuencias
Asdrúbal Baptista también reseñó otras alteraciones producidas por nuestra especial relación con la renta durante el siglo XX. Por ejemplo, señaló que nuestro patrón de acumulación de capital era: un 70 por ciento en manos estatales y solo un 30 por ciento en manos privadas (en EEUU es al revés).
Durante la democracia, además, consumimos más de lo que producimos: mientras el consumo crecía a razón de un 4 por ciento anual, nuestro producto solo crecía a razón del 3,1 por ciento.
Distorsionamos también las relaciones del mercado de trabajo con aumentos de salario (3,8 por ciento en promedio) que no obedecían a aumentos en la productividad (1,5 por ciento en promedio) y, continuando con el gasto, nos dimos el lujo de tener un empleo público excedentario del 56 por ciento.
No haber sabido migrar de un modelo rentista a uno productivo explica muy bien la raíz de nuestras desigualdades.
Hoy padecemos las consecuencias de un liderazgo que no supo adaptarse a los cambios de nuestro modelo económico. Cuando el comportamiento de la renta se volvió volátil, el Estado perdió su capacidad de generar puestos de trabajo y, para 2004, acumulábamos ya un déficit de 5,8 millones de empleos formales. Estos puestos de trabajo debió crearlos el sector privado, pero por los elevados costos de producir, en esa fecha, teníamos un déficit de inversiones de 12,3 por ciento del PIB (suponiendo una meta sostenida de inversiones del 26,3 por ciento).
Volvamos entonces a Huntington. Según él éramos una ciudadanía madura que había “aprendido a canalizar el alto nivel de frustración hacia mecanismos legales y pacíficos de mantenimiento del sistema”. El problema es que la lealtad ciudadana para con el sistema suele mantenerse por un tiempo y nuestra dirigencia abusó de dicha lealtad negándose a responder a los cambios del modelo rentista por más de 20 años, si se cuenta desde 1958 hasta 1998.
La lealtad y confianza ciudadanas solo duran mientras la esperanza de una vida mejor se mantiene.
Viejos síntomas en nuevas manifestaciones
Cuando la democracia y sus liderazgos permiten que las crisis se hagan crónicas, o estos pierden la capacidad para encontrar respuestas políticas y económicas a los problemas, ocurren cambios comportamentales en los que se revela poco a poco que se han roto las expectativas de cambio o ascenso social de la gente. Entonces esta duda de la legitimidad de sus líderes y del sistema y cunde un clima de desconfianza. Los ciudadanos comienzan a recelar de los actores políticos y estos últimos comienzan a desconfiar entre sí, como nos pasó en 1998. Los niveles de respeto, tolerancia y contención se reducen y las democracias se desconsoliden.
En nuestro caso, al sempiterno problema de la desigualdad hemos sumado otros muy graves que, cada vez más, hunden las expectativas de cambio: la deriva autoritaria, la desindustrialización, la incapacidad del Estado para generar bienes públicos, la fragilidad de las instituciones y su práctica desaparición… La diáspora es un síntoma más de las dudas de que un cambio ocurra. Pero considero que no hay uno solo de estos problemas que no requiera solucionar primero el de la desconfianza y la fragmentación de nuestras élites.
Es difícil restituir la confianza mutua en un ambiente de pobreza material e institucional, pero es el reto imprescindible para quienes deseamos una transición a la democracia.
Si algo podemos sacar del proceso de debilitamiento de nuestra democracia del 58, que creímos consolidada, es que los procesos de erosión de la legitimidad de un sistema, o de un liderazgo, pueden revertirse si las élites logran responder con oportunidad a los problemas, evitando que las crisis se hagan crónicas.
El error de la noble generación venezolana del 58 entonces, parece haber sido un exceso de confianza en que la democracia y sus liderazgos eran sólidos y estaban consolidados. No ofrecieron respuestas distintas según se sucedieron los cambios en la realidad económica de entonces, esos cambios que analizó Asdrúbal Baptista. Digamos que, desgraciadamente, se durmieron.