¿Hablamos lo suficiente del desastre de diciembre de 1999, de lo que solemos llamar “la tragedia de Vargas”?
¿Y qué significa “hablar lo suficiente” de eso, que pasó hace 20 años, en medio de todo lo que está ocurriendo ahora? ¿No debimos haberlo dejado atrás ya, cerrar ese duelo? ¿No es algo que concierne solo a la gente de las zonas afectadas? ¿Tenemos derecho los demás —los que no perdimos a nadie en esa desgracia— a reabrir esas heridas, a reavivar ese dolor?
Tantas preguntas desagradables que siguen estando ahí, como polvo en una esquina que no logramos recoger. No es un tema cerrado, un luto que se procesó, y mucho menos una lección que se aprendió, aun cuando es uno de los eventos catastróficos más importantes de la historia del país, sin duda el más devastador que hemos presenciado quienes nacimos después del terremoto de 1967. Miles de familias venezolanas fueron marcadas para siempre por las vidas que se perdieron y por lo que pasó después con los sobrevivientes. El mismo paisaje quedó herido, en el nuevo dibujo de la linea costera, la destrucción urbanística, la pérdida del pueblo de Carmen de Uria.
Hablamos poco hoy de La Tragedia, tal vez porque han pasado tantas cosas desde entonces, y tenemos tantos otros desastres que resolver en este horrible presente, que la conciencia colectiva venezolana es como la cabeza de un viejo boxeador: ha llevado tantos golpes que se le nublan los recuerdos.
Y tal vez porque el recuerdo se formó mal desde el principio: envuelto en desinformación, en propaganda, en indiferencia por los que sufren.
Mil, diez mil, ochenta mil
Todo era muy confuso en ese momento: las preguntas sin respuesta comenzarían a acumularse desde el minuto cero. En los medios apenas nos dábamos abasto para entender y para relatar la situación. El voluntariado privado se organizaba rápidamente, desde cadenas humanas hasta motos y helicópteros. La gente subía a pie desde el litoral o desde las comunidades de la carretera vieja, arribando exhaustos y embarrados a Catia como en un grabado de Bellerman. El alcalde Ledezma pedía por radio a la gente que atestaba la capital gastando las utilidades, que esperaran un poco, para aliviar el tráfico y facilitar el trabajo de los socorristas que traían heridos y heridos a los hospitales de Caracas. Recuerdo el ambiente frenético de los refugios improvisados y los efectos en el norte de Caracas, donde también hubo daños y víctimas. El peso de la idea de que nuestra montaña sagrada se había derramado sobre nosotros.
El chavismo, absolutamente enfocado en esos días en lograr que su nueva Constitución fuera aprobada el 15 de diciembre, para emprender el asalto definitivo a la institucionalidad, apareció tarde en escena, justo cuando el desastre se había consumado en la noche del 15 al 16, sin que por ejemplo se hubiera organizado una evacuación antes de los derrumbes, y cuando lo hizo fue para hacer cuatro cosas que no ha dejado de hacer desde entonces: negar la realidad, ayudar a cambio de un precio demasiado alto, cometer abusos, y robar.
En el aparato estatal de ayuda, militarizado desde que se decretó la emergencia el día 17, hubo también legítima solidaridad y heroísmo por parte de civiles y militares que se dedicaron a ayudar a la gente por orden del gobierno, pero también fueron los días en que el chavismo mostró por primera vez su capacidad para matar del mismo modo en que lo hicieron los gobiernos democráticos que se jactaba de haber superado para siempre: cuando los cuerpos de seguridad salieron a detener los saqueos que siguieron al desastre, se extendieron las denuncias de abusos y unos patrones que luego se normalizarían con los grupos de exterminio de las policías, las OLP y las FAES.
Sin embargo 𑁋igual que pasa hoy𑁋 el tema de los excesos de los policías y los militares fue desplazado por el del impacto humano y material de La Tragedia. En los medios comenzaron a circular estimaciones de socorristas, periodistas y hasta un alto ejecutivo de la Cruz Roja, en las que la cifra de víctimas fatales iba de mil a ochenta mil. Ningún desastre permite una contabilidad exacta de sus muertos, pero si el margen de error entre el escenario más conservador y el más audaz es de setenta mil, es evidente que hay una carencia significativa de responsabilidad o de capacidad para medir la magnitud humana del daño.
El antropólogo Rogelio Altez, que se ha dedicado a estudiar el impacto en la sociedad venezolana de los desastres —en particular los terremotos como el de 1812 y el de 1967— se dio a la tarea de mirar de cerca la poquísima evidencia disponible sobre el desastre de Vargas para examinar el problema de cuánta gente perdimos. Altez cruzó los registros de fallecidos identificados, las denuncias de desaparecidos y los registros de víctimas no identificadas con testimonios de supervivientes, socorristas y familiares de víctimas. También comparó las cifras de población de antes y después de diciembre de 1999. La población estimada de Vargas, antes del desastre, era de 308.313 personas; en diciembre de 2000, se censaron 230.566. La diferencia, 77.737 personas menos, es un poco más que el número de personas que debió haber alojado en los refugios el Fondo Único Social, unas 65.655, por lo que es razonable pensar que esa merma poblacional consistía en ciudadanos entonces refugiados fuera de Vargas. Altez alega que es temerario decir que hubo cincuenta mil fallecidos, porque de ser así las tres parroquias que recibieron el grueso del impacto del deslave, Caraballeda, Macuto y Naiguatá, hubieran quedado prácticamente despobladas; antes de diciembre de 1999 sumaban entre las tres 67.858 personas.
¿Cuánta gente murió entonces? En los registros de las medicaturas forenses, Altez contabilizó 521 fallecidos, los restos que se encontraron, y 331 desaparecidos. Entrevistando a familiares de las víctimas, se encontró con que el número de muertos o desaparecidos que reportaban se parecía mucho más a las cifras de las morgues y los cementerios que al total de víctimas que todo el mundo se imaginaba a partir de lo que había escuchado, entre quince mil y veinticinco mil muertos. Pero nada ni nadie hasta ahora ha permitido corroborar que el impacto humano haya sido tan alto.
Rogelio Altez también encontró en su investigación unos veinte casos de menores de quienes se decía que habían sido rescatados, pero que no volvieron a sus familias. Los chamos perdidos.
El problema no solo fueron las condiciones del desastre —ríos que se llevaban gente al mar, barro que tapió viviendas enteras, el efecto del trópico y del agua, la violencia que vino después— sino la falta de capacidades para recoger cuerpos y atender a los heridos.
Lo único cierto es que no tenemos una cifra sólida de cuántos venezolanos murieron. Sin embargo, compramos las cifras sin fundamento.
Agregamos a cada versión de la historia unos pocos miles o decenas de miles de muertos más, sin detenemos a pensar que no son solo números, sino personas. Asumimos que en Vargas murieron cincuenta mil personas porque normalizamos esas muertes como normalizamos los homicidios, que tampoco sabemos cuántos son al año.
Desde febrero de 1989, hemos vivido tantos acontecimientos catastróficos que nos acostumbramos a hablar en términos apocalípticos. Como campesinos medievales ante un predicador que anuncia el fin del mundo, dejamos de ver individuos para ver montañas de cadáveres.
Muchas preguntas, pocas respuestas
Igual que con el Caracazo, lo más probable es que nunca sepamos con precisión cuánta gente murió. Igual que con tantas otras cosas, lo más probable es que nunca sepamos cuánto dinero se perdió. Los daños son incalculables, porque entre nosotros “incalculable” significa no solo que es demasiado grande, sino que no tenemos la institucionalidad o la voluntad de calcular. Es por eso que duran tanto los mitos que tiramos sobre el vacío de conocimiento, porque nos medio explican lo que nadie nos ha podido explicar.
Pero no todo lo que rodea a La Tragedia son misterios. De nuevo como con el Caracazo, La Tragedia puede haberse diluido en la conversación nacional pero posee una huella escrita y audiovisual, en compilaciones periodísticas, en reclamos de justicia por parte de víctimas y organizaciones de derechos humanos, y en obras de arte, porque creó un subgénero, un tema transversal a muchos géneros, como lo han sido otros momentos en nuestra historia: el gomecismo, el petróleo, la corrupción de la democracia, el mismo Caracazo y como lo son, también, los veinte años de devastación chavista.
El deslave es central en novelas como Noche oscura del alma (Carmen Vincenti), Liubliana (Eduardo Sánchez Rugeles) y la muy reciente La inocencia de las sardinas (Etxenara Mendikoa), entre otras obras literarias. Acaba de salir el libro Negro oscuro, blanco trágico / Mañana vendrán las piedras, con textos del poeta Santiago Acosta y fotos de Efraín Vivas curadas por John Lange. Hay varias películas: El chico que miente (Marité Ugás, 2011), El rumor de las piedras (Alejandro Bellame Palacios, 2011), Hora menos (Frank Spano, 2011) y recién se estrena el documental de Bolívar Films Vargas, Venezuela: la fuerza de la unión (de Fernando Venturini). Esas obras procesan la gran historia mediante historias individuales, reales o de ficción pero alimentadas por testimonios. Y también está la herencia de La Tragedia en nuestra historia reciente, en tanto capítulo de esa saga sobre la falla de origen de la modernidad venezolana, que es la relación entre Estado y ciudadano.
Las investigaciones de Paula Vásquez Lezama muestran cómo el chavismo se apropió de los sobrevivientes de La Tragedia para instalar una política de la dependencia que vimos desplegarse en los veinte años siguientes: la operación militarizada del refugio que ella describe en su libro Poder y catástrofe creó esa ecuación de techo, salud y comida 𑁋siempre precarios, siempre de emergencia𑁋 a cambio de absoluta lealtad política, que fácilmente podemos distinguir en las misiones a partir de 2004 y en la bolsa CLAP de hoy. Chávez y su restauración militarista desarrollaron a partir de diciembre de 1999, un método de torcer el Estado hacia esa versión íntima del clientelismo que se aprovechó siempre de la emergencia 𑁋deslaves, tormentas, sequías, y ahora el colapso económico que el mismo régimen provocó𑁋 para tratar a los más vulnerables no como ciudadanos, sino como huérfanos hambrientos que les dejaron en una cesta en la puerta. No se trataba de sacarlos de la pobreza, sino de mantenerlos en la dependencia, y al mismo tiempo de tener contenta a la casta emergente de ladrones civiles y militares que tomaron lo que quisieron de la renta petrolera que se vertía en el camino.
Aunque no hablemos de La Tragedia, ella está ahí.
Sus efectos, aunque no se puedan cuantificar, nos alcanzaron a todos, a los de Vargas y a los que no somos de ahí. Lo que vimos en esos días terminaría siendo un esbozo de la vida en emergencia a la que nos acostumbraríamos después, bajo un régimen que disparaba en la oscuridad, ocultaba masas de información, y que movía a miles de venezolanos como si fueran peones de un juego de estrategia, de un cuartel a un urbanismo en medio de la nada.
La memoria de La Tragedia, gestada en el caos y torcida por la mitología del país que se fue al carajo, es un imponente ejemplo de la tragedia de nuestra memoria: una y otra vez comprendemos mal lo que nos pasa, una y otra vez dejamos las certezas atrás y nos quedamos con los mitos, una y otra vez vivimos desastres de los que nos negamos a aprender. Porque no hay indicios de que hayamos asimilado la lección de ese deslave sobre cómo relacionarnos con la naturaleza. Ni de que nos hayamos preparado para que en el cambio climático ese desastre no nos vuelva a pasar, sea con novecientos, con diez mil, o con cincuenta mil muertos.