La migración forzada y nuestros proyectos de vida

El “sueño venezolano” se ha visto afectado por la necesidad de migrar. Ese sueño, el proyecto que no sabíamos que teníamos para nuestras vidas, es nuestro derecho. Un derecho por el que vale la pena luchar

El impacto emocional entre quienes se van y quienes se quedan es intangible pero tan serio como el impacto económico, social y educacional

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto

“La migración nos rompió. Nos mató de formas simbólicas. Ahora convivo con sillas ausentes. Me conformo con una pantalla y con enviar remesas para mitigar la culpa de mi abandono”, afirmó una fuente anónima para Los Migrados, una apuesta periodística por revelar cómo la migración forzada ha cambiado la vida de los venezolanos, ahora colmados de una sensación de desarraigo. Ese es un precio a pagar por escapar de violencia y de una economía caótica que, en conjunto, encarnan razones de peso para hacer las maletas —o simplemente irse caminando. Pero el equipaje carece de capacidad para transportar los sueños familiares, las aspiraciones profesionales y todo lo que representa el derecho a un “proyecto de vida”. 

Al menos seis millones de personas han salido de Venezuela buscando protección y estándares dignos en otros países. Los que se van en la actualidad también están motivados por una “reunificación familiar”, como identifica la última Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi). La mayoría de ellos, desgraciadamente, permanecen con un estatus vulnerable, con un “sello en la frente”. E incluso muchos de los afortunados, los que ahora son exitosos y alimentan nuestro orgullo nacional, se ven reducidos a celebrar sus logros junto a seres queridos a través de una video llamada. 

Muchos, de un modo u otro, recordamos a menudo que esto no era lo que habíamos planeado. Con frecuencia añoramos esa carrera a la que tuvimos que renunciar, o las hallacas hechas por todos los miembros de su cadena de producción, o los cumpleaños en los que todos sepan cantar “ay, qué noche tan preciosa”. De nuevo, todo lo que representa nuestro derecho a un “proyecto de vida”.

¿Qué es el derecho a un “proyecto de vida”?

Cuando la profesora  Cecilia Bailliet pidió un Uber para que la llevara a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en Costa Rica, nunca se hubiera imaginado la conversación que estaba por tener. Su conductor resultó ser un exjuez de Venezuela que, al igual que ella, daba clases en una Facultad de Derecho. Ese conductor tuvo que poner sus ambiciones profesionales en pausa para mantener a su familia y velar por su seguridad. Él, sin embargo, sería totalmente capaz de comprender las repercusiones de su derecho a un proyecto de vida…

La noción jurídica de un proyecto de vida fue acuñada por el autor peruano Carlos Fernández Sessarego a finales del siglo XX. Partiendo de conceptos filosóficos que describen a los seres humanos como un ser temporal, él ha argumentado que esa es la característica que nos hace “proyectarnos” hacia el futuro en función de nuestros objetivos individuales. El propósito del autor es poner de relieve el “daño” silencioso que sufrimos cuando se nos niega esa posibilidad de proyección. Fernández Sessarego se refiere a ello como “un componente del daño genérico a la persona”, y reclama su protección en el derecho nacional e internacional dado que sus efectos significarían un “vacío existencial” para quien lo padece. 

Esta no es sólo una propuesta teórica. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha concordado con considerar la posibilidad de desarrollar un proyecto de vida como un derecho humano, ergo, con la obligación de salvaguardarlo. De hecho, la Corte Interamericana fue la precursora en su inclusión dentro del derecho internacional. En el caso Loayza Tamayo, la Corte reconoció que un proyecto de vida tiene en cuenta la propia vocación, las circunstancias particulares y potencialidades de cada uno, lo que permite fijarse, de manera razonable, metas específicas y alcanzarlas.

En sentido estricto, prosigue la Corte, éstas son “la manifestación y la garantía de la libertad” que tienen “un importante valor existencial para la dignidad humana” y “nunca puede ser cuantificada”. Así fue ratificado en más de diez sentencias posteriores a esa; pero, como admitió el exjuez Antônio Cançado Trindade, su ampliación jurídica se ha frenado debido a falta de consenso entre los magistrados sobre la dirección que debe tomar.

En cualquier evento, lo que la Corte ha querido decir, en palabras simples, es que para poder proyectarse en el tiempo, hay que poder decidir y, para poder decidir, hay que ser libre. Sólo con la libertad es como nosotros, como seres humanos, podemos emprender una serie de proyectos, contando aquellos que son fundamentales para nuestra existencia.

A los venezolanos se nos ha impedido nuestra libertad, como muchos otros derechos. Lo que es peor, muchos se han visto forzados a renunciar a la oportunidad de vivir en nuestro propio país. Y todos los que se quedaron también han sido forzados a despedir a sus familiares y amigos.

¿Cómo podríamos sopesar el trauma? ¿Cómo podríamos comprender realmente las implicaciones de nuestro paradero? 

La cultura “convivencial” de los venezolanos

Casi todas las semanas —si los servicios de electricidad e internet de Maracaibo me lo permiten— llamo a mi abuela desde Oslo, donde ahora vivo, para saber cómo está. Ese “casi” no aplica para su justificado lamento. Sin excepción, en algún punto de la conversación, ella incluye la misma frase: “De quince nietos, sólo dos quedan aquí conmigo”. Me limito a consolarla, pero en paralelo me pregunto por mis antiguos hábitos.

Todos los domingos toda mi familia se reunía en casa de mi abuela para almorzar. “Bendición, abuela” (bis, bis, bis) gritábamos los niños mientras corríamos hacia un cuarto para jugar con los primos. Tengo un vívido recuerdo del olor a parrilla en el jardín, de las piezas de dominó retumbando en la sala y de un coro integrado por mi madre y mis tías que exclamaba “¡a comer!” desde la cocina. Durante más de veinte años aquello fue un ritual sagrado. Inevitablemente, sin excepción, en algún punto de mis actuales domingos cruza por mi mente exactamente la misma frase: “De quince nietos, sólo hay dos que quedan allá con mi abuela”.

Habitar en Venezuela es la opción que la mayoría de sus ciudadanos habríamos tomado como el curso natural de nuestras vidas. Esta suposición está respaldada por innumerables demostraciones de los migrantes forzados y sus familiares que permanecen en el país. “Todos los días me pregunto, ¿cuánto tiempo pasará hasta que pueda regresar?”, expresaba un migrante, y podemos añadir como prueba contundente el resto de los testimonios recopilados recientemente por Los Migrados

Además de las claras compatibilidades legales, existen estudios sociológicos locales que ilustran cuán profundas son las consecuencias de impedir a los venezolanos —en forma colectiva— disfrutar de su derecho a un proyecto de vida. Ellos proveen la respuesta a por qué es tan vital que la población de Venezuela regrese, o al menos, se reúna con los suyos. 

El investigador y sacerdote Alejandro Moreno explicó que los venezolanos de comunidades populares transmiten como ejercicio original y básico el “vivir en relación”. Esa “es la práctica primaria de la persona popular, en el que su vida tiene lugar sin previa elección”. Esta práctica proporciona el espectro de posibilidades para su proyección en la vida. El personaje popular venezolano es una relación que ocurre incesantemente. En Venezuela, la vida no se plantea tanto en términos individuales sino como algo que se vive en conjunto; lo que obviamente condiciona el proyecto de vida de sus nacionales.

Según el padre Moreno, para los venezolanos, especialmente para los de origen popular, su mundo “es la vida-entre-hombres que se hace realidad sobre todo en el barrio y la familia. Salen de ella, para pasar por el mundo de la producción, como una necesidad inevitable e ingrata, pero su mundo de vida es la convivencia, por eso se le califica propiamente de Homo convivalis”. O bien se puede decir: emigran, como una necesidad inevitable e ingrata, dejando atrás su mundo de convivencia, que es su vida.

Estos argumentos hacen que la diáspora venezolana sea particularmente dolorosa. La convivencia es intrínseca a los venezolanos, y su ruptura es una trágica violación de nuestros derechos humanos. El fenómeno de la migración forzada contiene pérdidas irreparables para cada venezolano que, obligado a huir, se ve privado de los elementos mínimos para proyectarse. Nuestro modo más común de vivir ha sido corrompido. Nuestra identidad y nuestra cosmovisión, nuestro núcleo familiar, nuestros hogares, nuestro propio estilo de vida y todo aquello que, como sostenía Moreno, es en suma nuestra convivencia.  

Reclamar lo que nos quitaron

Como se desprende de la anécdota de mi familia, no son víctimas exclusivamente los que se van, sino también los que se quedan. Su eje también ha sido fragmentado. En conclusión, la relación entre el daño al derecho a un proyecto de vida tanto de los venezolanos en el exterior como de los que están en su país es simbiótica, y el Estado venezolano debe rendir cuentas.

Hay que exigir justicia por las familias desmembradas, por los años de formación profesional que no se pueden ejercer, por la herencia de nuestros antepasados que no podemos disfrutar, por sencillamente no tener el placer de servir a Venezuela, o por cualquier otra de las múltiples formas en las que se manifiesta un proyecto de vida convivencial. 

Ahora bien, es necesario asumir con sensatez que la abstracción jurídica llamada proyecto de vida se topa con dificultades prácticas en su ejecución. Más allá de la imposibilidad coyuntural de acudir a la Corte Interamericana desde su denuncia efectiva por parte del Estado venezolano en 2013, es improbable que alguna otra instancia judicial procese un caso únicamente bajo dicho argumento. 

Eso no quiere decir que no haya medios alternativos para alcanzar una solución. A corto plazo, puede ser un alivio para nuestros proyectos de vida establecer en un día fijo de la semana una llamada grupal para ver cómo crecen los hijos de tus viejos amigos; o planificar un encuentro familiar en algún punto intermedio, valiéndose de la boda de un primo segundo como excusa perfecta. Incluso podríamos atrevernos a ser parte de la aventura emprendedora y lanzar la primera “arepera” de tu nuevo pueblo (por favor, incluyan mandocas en el menú). No obstante, igualmente se nos exige pensar en prospectiva, en solidaridad, al demandar nuestros derechos. 

La Misión Internacional Independiente de Investigación establecida en suelo venezolano y los avances en la investigación preparada por el fiscal de la CPI son recursos valiosos, pero los agentes de la sociedad civil no podemos conformarnos con ellos. Los mecanismos de justicia transicional, por ejemplo, podrían abordar posibles soluciones para los daños causados. Las violaciones de los derechos humanos no prescriben, por lo que, a pesar de los tremendos obstáculos, no debemos descansar hasta conseguir enjuiciar a los responsables y, simultáneamente, crear reparaciones adecuadas para todas las víctimas. Hasta conseguir crear, de alguna manera, las condiciones adecuadas que satisfagan el alto umbral de nuestra cultura convivencial. 

El daño al proyecto de vida de los venezolanos no es objeto de medidas de alivio en ninguno de los planes de respuesta diseñados por la comunidad internacional para enfrentar la crisis migratoria regional. Es comprensible, dada la urgencia de los desafíos de ofrecer refugio, alimentación y asistencia de salud a los venezolanos en los países de tránsito o destino. Pero, como nación, no debemos pasar por alto ni subestimar el valor de este derecho nacido en la academia y jurisprudencia latinoamericana. Este derecho, este sueño, mi abuela reunida con todos sus nietos, es algo por lo que vale la pena luchar.