Antes de que yo tomara la decisión de emigrar, ya se habían ido varios millones de venezolanos del país. Mi universo de familiares y amigos se reducía a pasos intimidantes. Mi hermana fue la primera de mi núcleo que en 2015 decidió marcharse, dejando atrás un hogar que parecía incompleto, nostálgico y desesperado por compensar con un chat grupal de WhatsApp la falta que había creado su migración hacia Buenos Aires. Su partida trajo grandes transformaciones en nuestra dinámica familiar. Durante sus primeros años fuera, mi hermana demandaba ocasionalmente un apoyo telefónico para recargar fortalezas y motivación frente a su nueva vida en otras fronteras. Fueron años marcados por la tristeza de estar lejos de casa, de añorar sabores típicos y gastronomía local, del resguardo y cariño de la familia, del entusiasmo y vivencias con amigos entrañables, del disfrutar los paisajes caraqueños. Pero quienes permanecíamos en el país, constantemente le intentábamos explicar que, a pesar de estar en Caracas, echábamos en falta esas mismas cosas que ella, aún sin haber emigrado.
¿Cómo es posible extrañar Venezuela, viviendo en Venezuela? Sin tener muy claro lo que en aquel momento experimentaba, solo podía decirle a mi hermana que la ciudad y el país que alguna vez compartimos y vivimos, inevitablemente se había transformado.
Esta experiencia personal resultó vital para mí y dio lugar a mi investigación desde la disciplina antropológica sobre el fenómeno migratorio venezolano. La mirada con la que llevé a cabo la investigación fue un tanto distinta a la tradicional: mi intención fue observar los procesos migratorios entre 2018 y 2020 pero desde el punto de vista de aquellas personas que han permanecido en el país.
Responder a la pregunta de qué pasa con las vidas de las personas que se quedan en el lugar de origen en el contexto de grandes desplazamientos humanos, resulta vital.
Los estudios migratorios históricamente han descrito a quienes no se mueven como sujetos que son “dejados atrás” o “sujetos pasivos”, frente a la categorización de los emigrados cuyos perfiles son descritos como “valientes” o “aventureros”.
Sin embargo, la realidad social indica que, así como emigrar resulta ser producto de un proyecto (casi siempre colectivo) marcado por una toma de decisiones desde la cual se establecen aspiraciones, la inmovilidad también supone un reto, una planificación colectiva y una capacidad de anteponerse a las dificultades que las circunstancias suponen.
Reflexionando sobre las formas de permanecer frente al paisaje migratorio venezolano, fue que elaboré el concepto de “migración inmóvil”. Por lo tanto, esta categoría de análisis sirve como herramienta para intentar explicar las experiencias de vida de aquellos que se quedan en Venezuela y que, a pesar de no haber cruzado ninguna frontera, son personas que de igual manera atraviesan grandes transformaciones en tiempo y espacio y que por ende, también pueden ser consideradas migrantes, más concretamente: migrantes inmóviles.
Cuando una persona se va de su país, se asume que padecerá grandes cambios en su vida: dejará atrás a sus seres queridos y asumirá el reto de rehacer su vida en otro lugar del mundo lo cual genera como consecuencia procesos de desterritorialización y desarraigo. Pero permanecer (voluntaria o involuntariamente), particularmente en el contexto venezolano, también supone afrontar una serie de retos similares.
En primer lugar, el migrante inmóvil debe enfrentar las consecuencias de la diáspora, pues sufre un despojo de sus entornos afectivos que altera considerablemente su entorno social. Y en segundo lugar, es fundamental tener en cuenta que cada uno de los factores de la crisis venezolana que han obligado y/o motivado la migración móvil de millones de personas a otros países, son realidades que deberán continuar enfrentando quienes permanecen en el lugar de origen.
La diáspora y su ausencia
Si hoy la diáspora venezolana supone un total de 6.805.209 personas alrededor del mundo según la Plataforma RV4, eso significa que el país ha perdido por la emigración un 20 por ciento de su población total. Esto ha ocasionado que quienes viven hoy en Venezuela muy seguramente tengan a algún familiar, algún vecino, o a un compañero de trabajo que se fue, y afrontar estas ausencias materiales e inmateriales demandan un gran esfuerzo físico, pero también emocional.
Una familia que ahora es transnacional, debe reajustar la distribución de responsabilidades en sus rutinas, sus participaciones económicas en los presupuestos que disponen y sus mecanismos de comunicación para garantizar la continuidad de sus lazos.
Los proyectos migratorios son colectivos, en parte porque existe una interdependencia entre quien se marcha y quien se queda. La remesa es un ejemplo que evidencia la relación dialógica de los proyectos migratorios transnacionales: quien se marcha, a través del soporte económico contribuye a la permanencia de otros, al mismo tiempo que quien permanece también contribuye a la movilización de quien se ha marchado y da origen a la necesidad de la remesa.
Sin embargo, la ausencia de quienes se han ido, no solo es percibida por los miembros de las familias transnacionales; también la sufren otras personas en la migración inmóvil que a pesar de tener a sus familiares cerca, han visto marchar a sus amistades y seres queridos. Es un duelo generalizado.
En este sentido, la migración inmóvil debe ser entendida como una experiencia colectiva, donde, así como existe un discurso que habla, entre otras cosas, de la nostalgia del terruño entre los connacionales en la diáspora, quienes permanecen en el lugar de origen, también desarrollan una narrativa (heterogénea, por supuesto) sobre la pérdida de sus entornos afectivos.
La amenaza de las contingencias
Que la cifra de migrantes y refugiados ya casi alcance la cifra de 7 millones en menos de 10 años, sólo se puede explicar debido a la grave y compleja crisis humanitaria. Quien huye, busca dejar de estar sometido a sus dramas. Pero quien se queda, convive diariamente con la inflación, el desabastecimiento, la inseguridad alimentaria severa de los sectores más vulnerables de la población, la violencia y el autoritarismo, las carencias o cortes de servicios básicos y la debilidad de la asistencia sanitaria.
Convivir con estas contingencias amenazadoras, se traduce en una cotidianidad marcada por la obligación de sortear grandes dificultades, las cuales requieren de tiempo y recursos para ser resueltas, así como también de suficiente energía para gestionar las nuevas necesidades que la crisis impone. Frente a esto, los migrantes inmóviles apenas tendrán tiempo para sí mismos, ya que las circunstancias demandan de una dedicación exclusiva para resolver una serie de obstáculos que en contextos “normales” se dan por contado.
Abrumados por la velocidad del cambio
Autores como Daniel Knight y Rebecca Bryant señalan que en tiempos de crisis las contingencias del día a día son de tal magnitud que neutralizan las acciones preventivas y las capacidades que tenemos de anticiparnos a las posibles amenazas del futuro. Por ello, cuando un contexto determinado anula la posibilidad de mantener la cabeza fría que hace falta para prever escenarios y planear respuestas ante ellos, nos hacemos conscientes de una temporalidad del presente que está mediada por la ansiedad y la incertidumbre.
Las personas que entrevisté en mi investigación indicaron repetidas veces sentirse agotadas, no solo por el esfuerzo físico de tener que defenderse de las contingencias amenazadoras, sino también por el peso psicológico de la frecuencia con las que ocurrían.
Carmen, de 55 años, me dijo: “El país que dejó mi hijo hace cinco meses, ya no tiene nada que ver. Ahora se lo tengo que describir porque él ya no entiende nada; porque estamos cambiando a una velocidad tremenda, como si una locomotora nos estuviera pasando por encima. ¿Qué voy a extrañar? Pues el mes pasado y el antepasado”.
Vivir una crisis como la venezolana, supone que los cambios provocados por las contingencias ocurren a una velocidad más acelerada que las capacidades que tienen los sujetos inmóviles para comprenderlas, asimilarlas, adaptarse y sobreponerse a ellas, escenario que provoca que los individuos reconozcan la ruptura de su normalidad, tomando conciencia de la incertidumbre del presente que en ocasiones puede interpretarse como una temporalidad “extraña” o “no familiar”.
Evolución de la crisis: nuevas percepciones y nuevas actitudes
Las percepciones sobre la crisis han ido cambiando tanto como el país. Si para el 2018 la población en Venezuela aún se encontraba procesando el despojo provocado por la diáspora y reclamaba el desamparo político-estructural que vivía la nación, en 2020 las actitudes habían cambiado considerablemente debido a la normalización del flujo humano fuera del país, pero también por las nuevas aspiraciones y expectativas políticas de la ciudadanía frente al Estado. Entre los momentos críticos que obligaron a hacer reajustes en las actitudes con las que se empezó a asumir la vida en Venezuela, en mi investigación destaco la mutación radical que supusieron los apagones nacionales de marzo de 2019.
La crisis eléctrica y la desesperanza política a finales de 2019 fueron un punto de quiebre. Ahí las personas empezaron a organizarse en diferentes esferas de la vida social (individual, familiar, vecinal y colectiva) para construir redes de apoyo que de una u otra manera garantizaran la mayor cantidad de condiciones materiales que les posibilitara tener una vida digna. Se desarrollaron estrategias de resistencias como la compra de plantas eléctricas, la contratación de camiones cisternas, las campañas en GoFundMe para pagar tratamientos y medicamentos, y nuevos trabajos formales e informales en divisas extranjeras se gestaron para escapar de la hiperinflación.
Aunque inevitablemente estas estrategias dependen de las capacidades económicas de cada quien, y dan lugar a nuevos escenarios que profundizan las desigualdades sociales, estas iniciativas han trazado nuevos caminos hacia la emancipación de un Estado que renunció a sus responsabilidades constitucionales, provocando una reorganización de los métodos con los cuales la población exige un cambio político y estructural.
Los continuos reajustes de la comunidad imaginada
Los cambios que ocurren constantemente en Venezuela dibujan un horizonte de transformación continua, ante el perenne esfuerzo de la población por reorientar y actualizar constantemente la información sobre el tiempo y el espacio que se habita.
Es curioso que cuando converso con informantes, amistades y familiares en Venezuela, percibo un especial esfuerzo por proveerme de contexto que dé sentido a las anécdotas o comentarios que hacen sobre el país. Consideran que solo así comprenderé los cambios del día a día, como los precios de las cosas, los niveles de (in)seguridad, las formas de pago como Zelle, etc.
De hecho, en términos generales, cuando hablo con personas que permanecen en Venezuela, y se enteran de que yo ya no resido en el país, el trato cambia y se refieren a mí como un foráneo.
Esto no se debe a que los migrantes inmóviles piensen que a pesar del poco tiempo que el migrante inmóvil lleva en su nuevo destino, éste haya abrazado otros modos de vida. Sino que, dicha actitud es el resultado de un esfuerzo por señalar que, a pesar de haber compartido antes un espacio común y compartir un mismo gentilicio, ya no pertenecemos a la misma comunidad imaginada y ya no compartimos los mismos referentes, porque no tenemos en común la experiencia de vivir un mismo contexto.
Entienden, pues, que los imaginarios de quienes se han marchado, son los de un pasado cristalizado y que, por tanto, están hechos de memorias y experiencias lejanas. Lo que trae como consecuencia que los migrantes móviles e inmóviles dejen de compartir una misma narrativa basada en un lugar de origen en común.
Es normal escuchar a venezolanos en la migración móvil manifestar sus limitaciones para comprender lo que acontece en Venezuela. Pero es común ver a venezolanos en la migración inmóvil admitiendo que para ellos también resulta complicado asimilar lo que ocurre a su alrededor.
Es decir, no por vivir las contingencias que provocan los tiempos de crisis, las personas de manera automática se adaptan a las transformaciones de las nuevas realidades. Los cambios que acontecen en el entorno de los migrantes inmóviles implica también un esfuerzo por construir nuevos referentes con los cuales puedan identificarse —o no—.
Hay infinitas maneras de permanecer y por tanto, infinitas capacidades y estrategias de adaptarse a la crisis, lo cual genera distanciamientos considerables en las experiencias de vivir en Venezuela.
En 2022 los emprendimientos individuales de la ciudadanía, los lujosos bodegones y la liberalización focalizada de la economía (entre muchos otros factores), dibujaron nuevos horizontes de posibilidades. Estos cambios no son sencillos de digerir, ni son experimentados de igual manera: una abogada que es profesora universitaria a dedicación exclusiva vive su migración inmóvil de un modo muy diferente al de un abogado que redacta documentos de compra-venta y cobra en dólares. Estos contrastes son abismales, por lo que también serán abismales las diferencias en sus formas de justificar los cambios en la construcción social de sus realidades.
Por esta razón, la polémica frase “Venezuela se arregló”, generó grandes tensiones entre personas dentro y fuera del país, pero cuyo origen y controversia tiene un gran potencial de análisis antropológico para comprender lo que ocurre en la actualidad. Este debate, más allá de la operatividad política que subyace en su enunciado, resulta un ejemplo de las múltiples posturas que se tienen sobre la situación del país en cómo ésta se experimenta de manera diversa, desigual y grotesca, determinada por las realidades materiales de cada quien, y que al mismo tiempo materializa la omnipresencia del cambio y las diferentes maneras de percibirlo.