Si se quiere estudiar narrativa venezolana hay que leer a Carlos Sandoval. Primero, porque es autor y coautor de dos clásicos ineludibles: De qué va el cuento. Antología del relato venezolano 2000-2012 (Alfaguara, 2013) y Propuesta para un canon del cuento venezolano del siglo XX (Equinoccio, 2014). Segundo, porque debe haber pocos críticos en nuestro país que persigan con tal acuciosidad todo lo que se escribe en Venezuela (la de adentro y la de afuera), y menos que pueda ponerlo en relación con la narrativa universal sin perder de vista la especificidad de una tradición que se conoce al dedillo. Tercero, por su responsabilidad con el oficio. Que su blog se llame Servicio crítico, ya es toda una declaración de principios.
La reciente internacionalización de autores connacionales merecía entonces esta conversación con el estudioso y —sobre todo— sus precisiones.
Me gustaría que hablaras de la narrativa venezolana de los últimos veinte años. Podrías decirme cuáles son sus características generales, si es que las hay.
Siempre es difícil establecer balances de conjunto sobre la producción literaria del lapso del cual formas parte –en condición de crítico– y que además se halla en progreso, pues muchas de esas materializaciones son producto de autores que quizá aún no han mostrado toda su potencialidad creativa. No obstante, como hipótesis general de lectura podría señalarse que en el cuento y la novela nacionales, es decir, los escritos y publicados por venezolanos dentro y fuera del país o por extranjeros establecidos entre nosotros, y haciendo un corte metodológico que arranque en 2000 (luego de la ruptura que significó el ascenso de la llamada “revolución bolivariana”), observamos tres gruesas líneas. Primero, una vuelta a la politización de las historias como en los sesenta cuando mucha de la narrativa más vistosa hacía esfuerzos por mostrar las supuestas bondades del sistema instaurado en Cuba desde 1959. Hoy los argumentos se cimentan en el ataque o defensa de lo que ya ha adquirido estatuto de representación simbólica: el chavismo. La segunda línea es la irrupción de un nuevo grupo de narradores que sin ánimos de establecerse como “generación” (y permíteme el uso del término pese al cuestionamiento teórico-crítico que ha recibido en los estudios literarios contemporáneos) comenzaron a copar el campo de la literatura con una actitud más profesional en el manejo de una variedad de registros que antes tenían poca presencia en la narrativa venezolana: la ciencia ficción, lo fantástico, las fantasías maravillosas, lo distópico, las apropiaciones de las estrategias de los seriales de televisión en la estructura de las piezas, el cómic y las redes sociales (además, por supuesto, de la influencia del cine). La tercera línea es la persistencia de un tipo de narrativa (sin distingo de autores venidos de períodos anteriores o surgidos en el lapso) en la que el tratamiento de asuntos de mayor trascendencia que el mero recuento de las dolencias sociopolíticas del medio o del simple manejo técnico de ciertos temas y estrategias composicionales devienen motivo básico de su expresividad. Una narrativa que incide en problemáticas, digamos, de más amplio calado humano. Es posible la intersección o mezcla de las líneas uno y dos (en literatura no existe pureza), de dos y tres, pero no de uno y tres.
¿Crees que esta narrativa se distingue con claridad de la anterior?
Comparada con la narrativa inmediata anterior, la de los noventa (fines del siglo XX), sin duda hubo una ruptura en las propuestas y los alcances, incluso en la producción de algunos autores –por ejemplo, Laura Antillano, José Balza, Israel Centeno, Carlos Noguera– que en un esfuerzo por dejar clara su postura ante los acontecimientos políticos operaron notables cambios en sus poéticas. Por otra parte, los llamados narradores de los noventa perdieron peso en el campo literario, desplazados por el arribo de nuevos nombres y obras, pero también por una suerte de (es lo que parece) autoimpuesto repliegue. Salvo el caso de Centeno, de Juan Carlos Chirinos, Rubi Guerra, Miguel Gomes, Oscar Marcano, Juan Carlos Méndez Guédez, Ana Teresa Torres, los otros nombres que integraban el conjunto publican –cuando lo hacen– de manera muy esporádica o acceden a un remoto premio o se les incluye en alguna antología.
La diferencia entre la narrativa venezolana del siglo XXI y la de finales del XX estriba no solo en el olvido de algunos autores y obras, sino en que temas, estructuras y poéticas también cambiaron.
En los noventa los agobios socioculturales del país hicieron que algunos narradores (Ricardo Azuaje con Juana La Roja y Octavio El Sabio en 1991, Israel Centeno con Calletania en 1992, José Balza con Después Caracas en 1995, José Roberto Duque con Salsa y control en 1996) miraran con cierta aquiescencia la posibilidad de un cambio de régimen en el desarrollo de sus historias. Así, la diferencia es obvia: mucho de lo que se ventilaba como parte de las anécdotas en el pasado reciente ahora es pasto del rechazo y hasta del odio. Acaso como consecuencia del inestable contexto de aquellos años algunos autores incursionarían en registros para ese momento algo excepcionales: la aventura y el policial practicados por Luis Felipe Castillo o lo paródico-ominoso trabajado por Israel Centeno en Exilio en Bowery (novela, 1998). Por supuesto que narrativa de aventuras hubo antes: Los piratas de la sabana, de Celestino Peraza, 1896, y en los ochenta del siglo XX Marcos Tarre Briceño se convirtió en un consecuente fabricante de novelas policiales, para citar un par de ejemplos. Solo señalo que aquellos esquemas expresivos concurrieron como propuestas ostensibles de ese período. Ahora bien, pese a que hubo una quiebra en nuestra narrativa relacionada con el ascenso al poder de Hugo Chávez, también es cierto que se ha mantenido cierta continuidad respecto de uno de los rasgos caracterizadores de buena parte de la novela y el cuento nacionales: su necesidad de retratar el contexto sociocultural. Así, puede afirmarse que muchas de las piezas publicadas en las dos décadas que llevamos del siglo XXI rinden tributo a esa singularidad; en ese sentido estamos ante una situación parecida a la de los años sesenta y, antes, a la del siglo XIX: la de disponer de un conjunto de títulos cuyo valor futuro solo consistirá en ser parte de un inventario bibliográfico.
Creo que este panorama narrativo no está completo si no hablamos de la crítica. Yo tengo la impresión de que está más formada que en el pasado, aunque haya menos medios donde publicar.
En el país ha habido siempre crítica, con las proyecciones y límites del momento histórico específico y de los practicantes de la disciplina. De modo que, desde el establecimiento político de la República en 1830, para no entrar en detalles respecto de la etapa colonial donde hubo una crítica sui géneris en los trabajos de algunos curas como el padre Navarrete o de ciertos cronistas, la actividad analítica sobre textos literarios se lleva a cabo de manera incesante. No obstante, todo hay que decirlo, es cierto que en el pasado la disciplina era acometida por intuitivos talentos –Jesús Semprum, Fernando Paz Castillo, Pascual Venegas Filardo–, pero a partir de los años setenta y gracias al establecimiento de los primeros posgrados en literatura, la crítica literaria se profesionalizó. En esto ayudaron algunos excelentes críticos venezolanos formados en el extranjero (Guillermo Sucre, Francisco Rivera) y algunos inmigrantes que arribaron al país (Segundo Serrano Poncela, Pedro Grases, Hugo Achugar, Ángel Rama, Nelson Osorio).
Como quiera que sea, la situación de la crítica literaria venezolana resulta, pese a todo, boyante.
Tenemos colegas que ya ocupan por derecho propio un lugar en el tablero de la disciplina no solo en Venezuela, sino en importantes contextos académicos: Beatriz González Stephan, Luis Barrera Linares, Arturo Gutiérrez Plaza, Rafael Castillo Zapata, Javier Lasarte, Miguel Gomes, Mirla Alcibíades, Luis Miguel Isava, Álvaro Contreras, Violeta Rojo, Gisela Kozak Rovero, entre otros (y antes a Domingo Miliani, Oscar Sambrano Urdaneta, Carlos Pacheco, imposible hacer el inventario). Como quiera que sea, la crítica literaria venezolana actual se halla en un momento peculiar en el que la disciplina es ejercida con profesionalismo y sistema, y su alcance es tal vez mayor pese a las restricciones de los medios de publicación tradicionales en el país. Las redes sociales, debe reconocerse, ayudan en esta difícil coyuntura y también la divulgación de trabajos en plataformas de otros países.
A diferencia de otros críticos, tú has investigado y leído la obra de nuestros narradores independientemente de su posición política, lo cual es importante en un momento histórico tan catastrófico. ¿Podrías hablarme de autores poco difundidos por su posición cuya obra consideres importante y decirme por qué?
En el país no hay “autores poco difundidos por su posición”, lo que ha habido –quizá todavía continúe ocurriendo– es sesgo en las valoraciones de amplios sectores de la crítica cuando se evalúa la producción narrativa. Quiero decir, los títulos circulan en los circuitos estatales o privados. Algunos de ellos son publicitados con holgura (sobre todo los del sector comercial). Sin embargo, al momento de establecer los análisis respectivos, la mayoría de los colegas solo atienden las obras publicadas por empresas cuyos catálogos incluyen narradores plenamente identificados con la denominada oposición política al chavismo. Hay excepciones, claro, pero son eso: excepcionales. Así, en casi ninguno de los análisis parciales sobre la narrativa de los últimos veinte años o en los intentos de comprensión global –e incluso en algunas antologías de cuentos– aparecen los nombres de narradores con obra estética sólida y destacada; verbigracia: Wilfredo Machado, José Roberto Duque, Armando José Sequera, Laura Antillano, Sol Linares, para citar cinco casos.
Me interesa lo que llamas «sentido moral» de la literatura y su relación con novelas venezolanas de los últimos tiempos. Hay un cuestionamiento de fondo sobre el que quisiera que hablaras.
Si la literatura es una manifestación estética sobre el comportamiento humano, aunque no un trasiego directo de la realidad factual, debemos reconocer, entonces, que las acciones que se desarrollan en las obras narrativas son modeladas por el modo como solemos encarar la vida individual y colectiva. No señalo nada novedoso: la Poética de Aristóteles ya indicaba cuál era la función del drama clásico para los griegos. Entiendo la narrativa –como muchos críticos– como una forma de conocimiento particular que revela trazas de lo que somos. Los cuentos y novelas funcionan sobre la base de costumbres sociales, lo cual no es más que decir que se activan en el horizonte de expectativas del lector gracias a la moral. Definida laxamente, la moral no es más que el «tipo de conducta reglada por costumbres o por normas internas al sujeto» (Norbert Bilbeny, Ética). En este sentido, varias de las novelas venezolanas recientes —que desarrollan argumentos en los que se cuestionan los manejos políticos de quienes detentan el poder o aspiran tenerlo o a sustraerse de aquél—, se resuelven de manera inmoral. Es lo que ocurre en La hija de la española (2019), por ejemplo, la novela de Karina Sainz Borgo, texto en el que las acciones de la protagonista son muy cuestionables (sobre esto indago en un breve artículo pronto a publicarse en la revista mexicana Carátula; allí adelanto parte de una investigación en progreso). Lo mismo ocurre en la novela Mujeres que matan (2019), de Alberto Barrera Tyszka, respecto de un asesinato que se lleva a cabo como mecanismo para obtener supuesta justicia por cuenta propia. Se trata, en fin, de resoluciones argumentales inmorales desde el punto de vista de su interpretación como metáforas de la sociedad que cuestionan, pero a la que terminan rindiéndose acaso sin darse cuenta de que sus personajes inciden en los mismos comportamientos que en esencia desean recusar.
Tengo la impresión de que buena parte de nuestra narrativa contemporánea tiende a ser muy reductiva en su manera de presentar los personajes oficialistas de las historias, que suelen ser unidimensionales. ¿Lo ves del mismo modo?
Sin duda, sobre todo en lo que llamo “novelas y cuentos repentistas”, textos en los que sus autores, empecinados en llamar la atención sobre las difíciles condiciones que padecemos los venezolanos, descuidan el lenguaje, la forma y la verosimilitud narrativa. También ocurre en las piezas que hacen apología del “socialismo del siglo XXI”. Esto, por supuesto, obliga a que muchos de los personajes se comporten como simples marionetas de parcialidades políticas, meras víctimas o malotes de barrio que han tomado el poder. Figuras esquemáticas, poco profundas y hasta tontas en sus manifestaciones ficticias. Es comprensible que dada la urgencia por mostrar el lamentable rebajamiento en el que se halla el país, algunos narradores vacíen su preocupación, su rabia, su tristeza de manera expedita como aporte para sus respectivas causas ideológicas; pero la premura, se sabe, no es buen acicate para componer obras con vocación artística. Sin embargo, en el lapso también ha habido –y hay– otro tipo de manifestaciones narrativas que escapan de la vorágine política y pulsan realidades que superan, subsumiéndolo, el entorno social. De ese modo logran construir mundos ficcionales de profundas resonancias intelectuales, estéticas, que conmueven la sensibilidad. Así, las obras de Victoria de Stefano, Wilfredo Machado, Óscar Marcano, Juan Carlos Méndez Guédez, Juan Carlos Chirinos. Y entre los más recientes destacan los títulos de Carlos Ávila, Krina Ber, Rodrigo Blanco Calderón, Enza García Arreaza, Sol Linares, Carolina Lozada, Roberto Martínez Bachrich, Gabriel Payares, Jesús Miguel Soto. Mencionaré también algunas piezas sueltas: Los escafandristas (2014) y Los nombres (2016), de Fedosy Santaella; Los días animales (2016), de Keila Vall de La Ville; Curso (rápido y sentimental) de italiano (2019), de Slavko Zupcic; La vida alegre (2020), de Daniel Centeno Maldonado. Estoy muy consciente de que esta apretada lista (para algunos quizá reduccionista e injusta) no rinde tributo al desmedido esfuerzo de muchos de nuestros narradores que incluso ocupan lugar meritorio en el canon literario nacional. Se trata, simplemente, de una perspectiva crítica; una entre muchas.
También me parece que en nuestra narrativa suele haber mucha inconsciencia de nuestros prejuicios culturales, lo cual nos deja un poco desfasados respecto a importantes cambios de mentalidad contemporáneos. Me gustaría saber tu opinión.
Se sabe: la literatura es el campo de exploración del inconsciente individual y colectivo. En el caso de nuestra narrativa es obvio que esos territorios afloran de manera natural en las obras, eso que suele denominarse “idiosincrasia”. No tengo formación para responder esta pregunta. Quizá el desfase resulte más bien del evidente aislamiento en el que el país se encuentra en relación con otras sociedades latinoamericanas (comunicación, sanidad, estado de derecho; pese a las dificultades de esas naciones) y, a qué negarlo, con los llamados países del “primer mundo”. Venezuela se encuentra hoy retrasada –vivo en Caracas y mal que bien disfruto de internet y televisión satelital– en tecnología, infraestructura, educación, entre otras áreas. Carencias que muestra, ahora sí, mucha de esa narrativa. Probablemente estas creencias infundadas: “somos una sociedad joven”, “tenemos el país más maravilloso del mundo”, “somos ricos”, sean prejuicios. No lo sé.
¿Qué iniciativas ves en el campo literario en la Venezuela de hoy que destaquen por su carácter innovador o por su calidad?
Contra y pese a todo, entre el marasmo y la inoperatividad generalizada de varias áreas del país, hay islas de excelencia literarias, llamémoslas así, que permiten seguir respirando (respondo en julio de 2021) a gente que aún se resiste a hacer maletas. En el rubro editorial se mantienen (en modalidad electrónica y/o física) ABediciones (Universidad Católica Andrés Bello), Alfa, Archivo Fotografía Urbana, Dahbar Ediciones, Editorial Eclepsidra, Equinoccio (Universidad Simón Bolívar), la Fundación para la Cultura Urbana, Libros del Fuego, Oscar Todtmann, La Poeteca. Hace poco surgió Monroy Editores cuyo propósito es publicar, hasta donde sé, novelas breves. El Estado muestra, todo hay que decirlo, un menguado ritmo de producción: Biblioteca Ayacucho, El perro y la rana, Fundarte. Algunos concursos literarios continúan en pie: el de cuentos de la Policlínica Metropolitana (ahora llamado Julio Garmendia), el Premio Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana (lleva veinte años ininterrumpidos), el Premio de Poesía Rafael Cadenas (varias instituciones). Habría que reconocer, asimismo, el papel de algunos portales que brindan amplio espacio a la literatura venezolana: Letralia, Prodavinci, Trópico absoluto, ustedes (Cinco8). Por otra parte, la pandemia y la cuarentena dispararon una modalidad de cursos, conferencias, presentaciones a distancia que me parece se convertirá en práctica cotidiana. De modo que se siguen haciendo cosas: la literatura, perdonen el lugar común, siempre se abre paso.
Escucha a Carlos Sandoval discutir con Violeta Rojo el estado de la literatura venezolana en nuestro podcast La Conversa.