Lo natural es lo que, en el mejor de los casos, la risa es capaz de percibir y alcanzar […]
El encuentro de lo natural y lo sociable es lo que predican los escritores cómicos.
Stanley Cavell
Pasan los días y Crema Paraíso, la novela de Camilo Pino que acaba de ser publicada por Alianza Editorial, no deja de darme vueltas en la cabeza. Cada vez más tengo la impresión de que, en la narrativa que se ha escrito en los últimos tiempos en Venezuela, ella marca un giro sabio, por el cambio de talante y por el género que introduce.
Aparece en medio de lo que podríamos ver como cierto boom de la literatura venezolana, con varios autores publicando en editoriales internacionales y ganando premios, un boom puede que anhelante de aquel otro donde la figuración nacional no fue muy destacada y puede también que demasiado centrado en nuestra historia reciente. Como si para los venezolanos no hubiera más que un evento y un tono posibles. Nuestra narrativa ha sido tomada por la denuncia, por el suceso y hasta por la propaganda, sea cual sea su calidad.
Crema Paraíso sale de ese círculo (¿virtuoso, vicioso?) sin salir de la coyuntura. Si te toca un mundo rudo —parece decir— mejor que seas realista y tengas sentido del humor. Si te falta el realismo, te puede dar por idolatrar de un modo un poco ridículo. Si te falta el humor, te tomará la amargura.
A su manera, los protagonistas de Camilo, un par de seres disparatados, terminan por esquivar esos escollos.
Digo “esquivar” porque el centro de la novela es un viaje. Uno que reúne a un hijo medio perdido y a un padre medio senil en una aventura absurda en la que vencen más como equipo esperpéntico que como héroes. Bueno, lo más adecuado, hay que decirlo, porque lo que llaman realidad en esa aventura, es algo grotesco.
El viaje les da la oportunidad de reunirse; de reconocerse, recomponerse y seguir. El equilibrio, el desequilibrio y el nuevo equilibrio que se suceden en las comedias, acompañado de esa libertad propia de un género que lo convierte todo en un paraíso de sorpresas, disparates, azar y genialidad. Un paraíso como la vida misma.
No faltan en la novela los contextos históricos y sociales. El primero es La Habana de Fidel Castro, amada u odiada por los intelectuales latinoamericanos entre los sesenta y los noventa del siglo pasado. El segundo, una sociedad más competitiva en la cual la riqueza es la medida única del éxito y la gente ya no tiene demasiado tiempo para las idealizaciones ni interés en ellas.
Pero los narradores —a medias el hijo y a medias el padre— impiden que los seres que aparecen en esas páginas se disuelvan en el colectivo, o sean meros pretextos para hablar de los horrores de la historia. Ni por un segundo ceden —es tanta su sanidad— y se apegan todo el tiempo a lo que son, a su sinsentido y a su grandeza, a sus particularidades, y a cómo la aventura las va transfigurando.
Se apegan a ello y, como el poeta Dubuc, también a ver su reflejo: “Esta historia comienza y termina frente a un espejo. Un espejo pequeño con un marco de plástico gastado. Un pobre espejo, clavado encima de un lavamanos viejo. La primera imagen es la cara de un hombre de mediana edad a punto de romper en llanto. El hombre soy yo hace cuarenta años […] y me digo en voz baja para no despertar a Emiliano: ‘Poeta menor’”.
Más de cien páginas y cuarenta años después, el mismo poeta, que ahora sabemos triunfante, y adivinamos medio demente y obstinado de su comodidad, sigue hablando consigo mismo a través del mismo artilugio: “Dije que esta historia terminaba con un espejo, el mismo que tenía guindado en el baño de mi apartamento en Bello Monte […] Solo que ahora está roto en pedacitos. Creo que finalmente entiendo por qué lo guardé tanto tiempo […] la cara del viejo que soy repartido en trocitos del presente; el mejor poeta vivo de Occidente en su momento de mayor madurez, con el control absoluto de sus dones. Me veo y entiendo todo: este espejito contiene mis poderes”.
Crema Paraíso podría contener los nuestros, digo yo. Mirarnos así, con las aspiraciones de grandeza rotas pero sin complejos y sin amargura, persistentes y auténticos ante una comprensión afectuosa, es la preciosa lección de humanidad que nos deja la novela.
Léanla. Es la iniciación que necesitaba Emiliano, el reposo que se merecía el poeta y a nosotros nos hará mucho bien.