El 12 de marzo se cumplieron seis años de la muerte de Rodolfo González, mi papá. Se suicidó en El Helicoide diez meses después del allanamiento de su casa en Macaracuay y su detención arbitraria por la denuncia anónima de un patriota cooperante. Cuando murió aún no había comenzado el juicio por los delitos que se le imputaban y sigue sin empezar hoy, seis años más tarde. En teoría, mi mamá (a quien también detuvieron las primeras cuarenta y ocho horas) sigue con un proceso penal abierto, pero no han vuelto a convocar una audiencia desde fines de 2017. Esa incertidumbre sigue pesando sobre ella y sobre muchos otros venezolanos detenidos por motivos políticos durante las protestas de 2014, 2017 y 2019.
En medio de esta vorágine de noticias que sacude al país casi a diario, la mayoría de los que fueron detenidos políticos y sus familias pasan al olvido, salvo por las campañas de organizaciones de derechos humanos o de sus familiares. Sobre los que han sido liberados sabemos poco: son grandes incógnitas cuántos siguen con medidas cautelares, cuántos juicios se iniciaron, cuántos forman parte del enorme contingente de refugiados que recorre América del Sur y cuántos siguen en el limbo como mi mamá. Pese a ello, “los presos políticos” como concepto abstracto son parte importante del discurso político. Se convoca a marchar o a no votar en su nombre. Proponer diálogo entre los actores políticos se entiende como una traición a estas víctimas.
En realidad no sabemos lo que piensan la mayoría de los presos y los muertos por la represión. Son otros los que hablan en su nombre.
Así que yo soy un caso atípico. Soy socióloga y escribo de vez en cuando, así que es pública mi posición. Además, pese a esas presiones de discursos polarizantes, sigo apostando por la vía de los acuerdos para salir sin violencia de esta dura crisis y sin abrir más heridas que luego tarden décadas en sanar. No es una posición que genere simpatía en la opinión pública, todo lo contrario. Y no es una posición producto solo de lecturas de historia y política, está relacionada con mi historia personal. Aunque sé que es una elección arbitraria, creo que la mejor forma de explicar lo que creo, debe empezar hablando de los años de mi doctorado.
La experiencia vasca
Llegué a Bilbao apenas dos meses después de la muerte de Miguel Angel Blanco. Ese secuestro y asesinato de ETA marcaron un antes y un después de la política vasca. Hasta entonces, la sociedad vasca guardaba silencio ante el terrorismo. En aquel tiempo pensé que era por miedo, pero la mejor descripción de ese clima está en Patria, de Fernando Aramburu: las víctimas eran sospechosas (“algo habrán hecho”), pero sobre todo, la presión del entorno, del qué dirán, impedía a muchos tener empatía. De alguna forma, el dolor acumulado del franquismo justificaba los atentados contra la policía o representantes del gobierno español. Pero en julio de 1997 ETA secuestró a un joven concejal del Partido Popular en Ermua, un pequeño pueblo en la frontera de Guipúzcoa y Vizcaya. Luego, un anuncio radial pedía el acercamiento de los etarras presos a las cárceles vascas y, de no cumplirse esta petición en 48 horas, Miguel Angel Blanco, de apenas 29 años, sería asesinado.
Con la consigna “Miguel Angel, te esperamos” se inician las manifestaciones en Ermua, en las capitales vascas y en toda España. Son las primeras manifestaciones en la que los vascos se atreven a protestar contra la violencia con la cara descubierta. Manifestaciones pacíficas y vigilias coexisten con protestas frente a las sedes del partido pro-ETA Herri Batasuna y ataques a las herriko tabernak en San Sebastián y Bilbao. Es la primera vez que se enfrentan en las calles manifestantes por la paz con los que apoyan las demandas de ETA y deben ser separados por la policía. Pese a las protestas que, según algunas fuentes, son las más grandes en la historia de Bilbao, Miguel Angel Blanco fue ejecutado el 12 de julio de 1997. Sin embargo, fue el inicio de un clamor abierto por la paz del que resultaría la primera tregua unilateral de ETA el 19 de septiembre de 1998, una esperanza que duró apenas 15 meses.
Durante mis años en Bilbao y San Sebastián fui testigo de las protestas y los enfrentamientos. Al igual que todos, era potencial víctima, pues en esos años hubo atentados contra periodistas y hasta en la sede de la Universidad del País Vasco. Así que mi miedo caraqueño a los asaltantes se transformó en miedo a los maletines abandonados en un ascensor o en el contenedor de basura. Tanto miedo, que llamaba a la policía a denunciar la posible bomba sin atreverme a dejar el nombre. O caminaba rápido, sin mirar, cuando después de una noche de marcha me encontraba con la kale borroka pintando sus grafitis en alguna calle de San Sebastián.
Habría que añadir a este contexto que desde muy joven me preocupaba la injusticia y me ponía, sin dudarlo, del lado de vulnerables y perseguidos. En este caso, los perseguidos ya no eran los nacionalistas, sino aquellos que se atrevían a defender otras ideas políticas y para quienes eso significaba una amenaza de muerte, los obligaba a evitar zonas de su ciudad, a andar con guardaespaldas, incluso, a abandonar su propia tierra. Observaba esa intolerancia asombrada, ante los recuerdos de convivencia que traía de Caracas con amigos o familia adecos, copeyanos y exguerrilleros que diferían mucho en sus opiniones políticas, pero convivían, discutían y hasta bromeaban sobre ello. Personajes como Fernando Savater o Jon Juaristi, que debieron abandonar el País Vasco por esa persecución, fueron autores que busqué y leí con profundo interés.
El choque con la Venezuela de 2002
Podríamos decir que me había vacunado contra la polarización en aquellos años y por eso fue grande mi alarma cuando volví a Venezuela a mediados de 2001. No solo por las marchas o la represión, sino por los pleitos y alejamientos dentro de cada familia o los cacerolazos hacia chavistas incluso en la universidad. Todo me recordaba lo que había visto en Euskadi, esa distancia insalvable que una vez había visto como inconcebible, había echado raíces también en Venezuela.
Nunca voté por Chávez, me parecía imposible votar por un militar que había dado un golpe de estado, sin importar cuál fuera su discurso. Pero eso no significaba apoyar a ciegas cualquier aventura de la oposición. Por ello, en abril de 2002, cuando toda la familia junto con media Venezuela celebraba la autojuramentación de Carmona, me fui a dormir preocupada por ese decreto absurdo que acababa de destituir todos los poderes públicos.
No milité en un partido político porque no soy buena para la disciplina partidista. Tampoco estuve cerca del poder, en parte porque por años había decidido centrarme en la vida universitaria, el doctorado, las clases, los congresos académicos. En parte también porque tenía niños pequeños y ya era bastante pasar la jornada completa trabajando como para además añadir las exigencias de cualquier activismo. Pero todo eso cambiaría desde que finalizó mi período como directora de escuela. La creciente necesidad de generar otros proyectos me llevó a incursionar en las redes sociales y a escribir en un blog.
Al principio mi actividad en redes sociales estaba centrada en una audiencia de sociólogos, para discutir en formatos más amigables sobre mis temas de investigación o mis clases. El trabajo fue dando frutos y la audiencia fue creciendo. Llegaron las invitaciones a escribir en diversos medios digitales y también las posibilidades de consultorías. Pero era difícil mantener la formalidad de esas cuentas en tiempos convulsos y contener el impulso de opinar con vehemencia. El clímax fue con las protestas en 2014. Un artículo publicado en mi blog, “No somos mayoría”, se hizo viral, fue replicado en diversos portales e impreso unos días después en Tal Cual. Allí mostraba mi desacuerdo con #LaSalida y proponía que cualquier solución política implicaba ganarse el favor de las mayorías. Durante 2014 solo marché el 12 de febrero, en los meses siguientes estuve en desacuerdo con esa obstinación de enviar a cientos de civiles desarmados a una batalla, perdida de antemano, contra los cuerpos de seguridad.
Sigo pensando que no es muriendo por la causa como se logrará un cambio político.
La construcción de un futuro próspero, democrático y pacífico no se logrará con enfrentamientos, sino promoviendo espacios de tolerancia y diálogo.
El camino difícil
La opinión de mi papá era muy distinta: él siempre fue un entusiasta de las protestas. Marchó el 11 de abril, era asiduo a la Plaza Altamira en los tiempos del campamento de militares disidentes, no se perdía una marcha y apoyaba las protestas de los estudiantes universitarios en todas las formas posibles. Como era de esperar, padre e hija teníamos muchas diferencias con una larga historia. Venían desde mi adolescencia y mi terco empeño en hablar de la injusticia. Como las de muchos otros venezolanos, nuestras posiciones políticas estaban sobrecargadas de emociones, quizás principalmente de miedo, por lo que discutir sobre política podía terminar en fuertes peleas.
Por diversos motivos personales, en 2014 mi padre no fue a tantas marchas como en otros años. Aun así, la delación de un patriota cooperante lo puso en la mira del Sebin y lo detuvieron. Pasé más de diez meses visitándolo y asistiendo a las audiencias en tribunales. Nuestras visiones políticas distintas seguían allí, pero la edad y la prisión me llevaban a bajar las tensiones, cambiar de tema y hasta tratar de comprender su mirada. Yo no imaginaba que aquellas discusiones serían las últimas.
Puede parecer irónico que una defensora de las vías institucionales y pacíficas, haya terminado con un padre muerto mientras estaba preso en el Sebin. Muchos pensarán que por ser hija de una víctima mi opinión política debería ser otra. Mis posiciones deberían estar marcadas por el dolor y la indignación, quizás por la búsqueda de venganza. Pero yo sigo pensando lo que pensaba antes de 2014, incluso es probable que ahora vea esas mismas ideas más claras que cuando tenía 25 años y me hacía adulta en el País Vasco.
Porque mi papá murió en el Sebin, sí. Pero en ese mismo pasillo, unos treinta años antes, murió torturado Jorge Rodríguez durante las investigaciones sobre el secuestro de Niehous. Y cada vez que veo en la televisión a Jorge y Delcy, los hijos de aquella víctima, recuerdo cuán fácil es pasar de víctima a victimario. Y esa es una de las cosas que con certeza no quiero ser.
Convertirse en el malvado del futuro es el camino fácil, el que no genera resistencia: juntarte solo con los tuyos y centrarte en no olvidar el agravio y la maldad de los otros. Vivir solo para increparlos, mirando al pasado. Quedarse allí en la posición de mártir es cómodo, incluso podría tener gratificaciones porque se sobreentiende que la víctima está en lo correcto. Pero creo que al final de ese trayecto podría terminar no reconociéndome en el espejo. Y me niego a convertirme en lo que tanto he cuestionado.
No creo en la violencia, no creo que las inmolaciones o el sufrimiento masivo sean vías para un futuro mejor. El fin no justifica los medios y la historia no absolverá a nadie. No creo ahora en invasiones o sanciones, así como tampoco antes creí en revoluciones. Creo en el poder de la palabra y de las creaciones humanas, así que apuesto al entendimiento y a la construcción de un país donde las violaciones de derechos humanos sean investigadas y haya justicia pero, sobre todo, donde nadie, incluso los adversarios políticos de hoy, vuelva ser a perseguido, encarcelado o torturado por sus posiciones políticas.
Muchas veces me insultan en las redes por eso. Mi mamá me regaña para que no escriba lo que pienso en Twitter o que no lo diga en un programa de radio. Como si por ser víctima, Lissette ahora no puede ser libre, ya no puede tener su propia voz. Quizás por eso mismo, necesito tanto escribir sobre todas estas cosas que nadie quiere escucharme decir.