Igualito que pasa con las personas, pasa con las naciones: el tiempo las transforma, quieran o no. Puede que el aislamiento a la fuerza logre preservar a un país en un frasco de represión sistemática de todos los aspectos de su vida, como en Corea del Norte o en Cuba, pero ni siquiera allá han podido evitar que entre los muros del totalitarismo se filtre uno que otro cambio desde la inundación de transformaciones que es este mundo.
Entonces, todas las naciones van cambiando, y todas lo han hecho en las últimas décadas en menor o mayor medida, pero esa velocidad, digamos, natural del cambio se acelera con un evento crítico, que puede ser algo como el reventón petrolero en la Venezuela de 1914. Ciertas circunstancias liberan fuerzas que hacen que una nación cambie más rápida y violentamente. De nuevo, igualito que con uno: hay eventos que te obligan a madurar antes de tiempo o que te traumatizan y te discapacitan.
En veinte años de “revolución bolivariana” no hemos tenido una guerra ni una epidemia ni una catástrofe natural, sino versiones a escala de todas ellas, y unos cuantos guamazos más. Hoy, Venezuela se nos está transformando en otra cosa con la rapidez y escándalo de un derrumbe en una carretera culebrera de la costa.
El cambio se aceleró de manera proporcional a la intensidad de la catástrofe, y ahora nos toca lidiar con eso del mejor modo que podamos.
Lo cual comienza con entender en qué consiste la transformación de nuestro país. Cosa bien complicada porque no es como identificar las 11 diferencias entre dos viñetas en la página de pasatiempos (¿se acuerdan de cuando leíamos periódicos impresos los domingos en la mañana?). Ojalá fuera tan simple como poder marcar con once equis lo que falta, lo que sobra y lo que es distinto entre una imagen de Venezuela en 1999 y una de 2019.
Pero no, es mucho más complejo, y de paso tiene dos grandes dimensiones.
La más evidente es la dimensión cuantitativa, la del cambio en la Venezuela tangible, en lo que se puede no solo tocar sino medir. Es inmensamente difícil … y eso que es la parte fácil del problema. Lo que queda de Estado venezolano oculta información, miente sistemáticamente y castiga a quienes intentan decir la verdad. De esto se habla bastante: de la falta de boletines epidemiológicos, la poca confianza que pueda haber en las cifras de criminalidad, y la imposibilidad de saber con precisión cuánto petróleo se está produciendo, cuál es el índice oficial de hiperinflación, o incluso cuánta gente hay en el país. Ahí es donde entran esos esfuerzos tan valiosos, sobre todo en las universidades y las ONG, como la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida, e iniciativas periodísticas como Monitor de Víctimas, que recogen tanto los números como los nombres de los muertos de nuestra violencia. La comunidad científica trabaja con las uñas para medir el impacto de la devastación de la biodiversidad del país, la de derechos humanos documenta los abusos en la cuenta de presos políticos de Foro Penal o el informe de Provea, y organizaciones como IPYS y Espacio Público se encargan de registrar el cercenamiento de nuestras libertades de información, como Transparencia Internacional Venezuela lo hace con la mutilación de los fondos que nos pertenecen a todos.
Ahí tenemos a la inteligencia venezolana fajada por conseguir recursos para investigar y hacer público lo que el Estado se niega a decir, muchas veces bajo amenaza de ese mismo Estado. Ha habido grandes logros en ese terreno, pese a las circunstancias. Sin embargo, la tarea no termina allí, porque lo cuantitativo no puede reflejar sino las magnitudes del cambio que estamos sufriendo.
Para echar el cuento completo necesitamos atender la otra dimensión de la transformación: la de lo que no se mide, en la Venezuela intangible.
Ahí no tenemos indicadores. No podemos hacer gráficos. Los métodos pueden ser parecidos —viajar, dudar, escuchar con atención, hacer y hacerse las preguntas correctas— pero los productos son distintos: en vez de reportes, hay que valerse de la experticia existente en las ciencias sociales y en las humanidades, en el periodismo y en las artes.
Ahí tenemos interrogantes de otra naturaleza. Si por ejemplo nos preguntamos cuántas empresas han cerrado, también nos podemos preguntar si el colapso económico de Papá Estado nos ha hecho más propensos a emprender o a innovar. Además, hay que hacer las preguntas en otros lugares, tanto adentro como afuera. ¿Cómo ha cambiado Maracaibo desde que ha tenido que vivir con apagones de varias horas cada día? ¿Cómo se conduce ahora esa parte de la población que pasó de un consumo diario de 3000 calorías a uno de 500? ¿Cómo era la vida en pareja de los venezolanos que vivían en Venezuela rodeados de sus amigos y sus familias, ejerciendo los roles profesionales para los que se habían formado, y cómo es ahora, en otro país de acogida, solos con la persona con que se casaron en medio de una ciudad extraña, donde no conocen a más nadie y donde deben sobrevivir limpiando o haciendo delivery?
Esta dimensión intangible es inmensa. Los ámbitos en los que podemos explorar el alcance de la metamorfosis son innumerables.
Un ejemplo: el lenguaje. ¿Cómo se ha alterado el español que hablamos en Venezuela? ¿Cómo la migración interna, forzada por el colapso de servicios, puede estar diluyendo los acentos regionales o haciéndolos impactar el acento local, como tal vez esté pasando con tantos zulianos o merideños instalándose en Caracas? ¿Cómo el español que hablan nuestros migrantes absorberá léxico y formas de las otras variantes del idioma en Colombia, Argentina, México o España?
Otro ejemplo: la comida. ¿Qué pasa con la gastronomía de Lara o del Zulia, sin gas para cocinar ni disponibilidad de ingredientes tradicionales? Y aparte de la arepa asada hecha con Harina PAN made in USA, asada en un sartén de IKEA, rellena con queso feta griego, ¿qué le pasa a la cocina venezolana en la diáspora?
¿Un cachito en Madrid sabe igual que en Miami?
Otro: las mentalidades. ¿Cuál es el estado del viejo mito del país rico? ¿Cómo la nostalgia, o el contacto con la xenofobia hacia nosotros, afecta esa condición tan latinoamericana de tener al mismo tiempo un complejo de inferioridad que nos impide tomarnos en serio, y un delirio de herederos de los semidioses del panteón patriótico?
Y tantas cosas más. Todo debe haber cambiado: la sexualidad de los venezolanos, la práctica de la paternidad, la religiosidad, el sentido del humor, el sentimiento de arraigo, las relaciones intergeneracionales, la música que hacemos, la literatura que escribimos.
Ante la extensión y la profundidad de nuestra crisis, es absurdo, impensable creer que sigamos siendo los mismos.
¿Qué somos ahora los venezolanos? ¿Qué son todas estas Venezuelas, la de adentro y la de afuera, la tangible y la intangible?
La pregunta nos concierne a todos. Naturalmente, de las respuestas nos estamos encargando los interesados en conseguirlas, en la academia, en la cultura, en la calle, en el periodismo. Ya hay películas, novelas, ensayos, investigaciones, fotoreportajes que están acumulando perspectivas para avanzar en esa gran búsqueda de sentido para lo que estamos experimentando como nación.
Nosotros mismos, en Cinco8 y Caracas Chronicles, formamos parte de esa misión: explicar Venezuela pasa por entender cómo está cambiando, tanto en su dimensión tangible como en la intangible. Todo lo que publicamos, desde las galerías hasta las crónicas, parte de ese espíritu.
Tenemos mucho por hacer y necesitamos ayuda. Es un trabajo que tal vez nunca termine. Pero hay que hacerlo, porque si no sabemos cómo nos transformamos, no podemos saber qué perdimos. Qué ganamos. Qué debemos adquirir que nunca tuvimos. Qué debemos rescatar de lo que se nos quedó en el camino… y qué deberíamos aprovechar para dejar atrás.