“Era el tiempo en que reinaba Ietsumu, el cuarto shogún del gobierno Tokugawa, y Kamui, considerado traidor, continuaba su vacilante jornada escapando de los asesinos que lo perseguían”. Era 1984 y en el primer capítulo de El ninja fugitivo estaba descubriendo de golpe la era Tokugawa, a los ninja y el Japón feudal.
Esas “comiquitas japonesas” siempre regalaban un nuevo mundo: espadas tan rápidas que solo se veían las heridas o los destellos, entrenamientos obsesivos bajo la lluvia, batallas de robots gigantes, imperios subterráneos, la luna amarilla recortada en una noche psicodélica, barcos piratas en el espacio sideral, leones blancos y gatos cósmicos… el diseño era diferente, la técnica de animación única y los ideogramas estaban mezclados con los dibujos de una manera que difícilmente pueden hacerlo las letras. En lo fantástico y lo banal mostraban otra forma de vivir y de morir.
La fiebre llegó para no irse jamás. Vivíamos en Venezuela y también un poco en Asia y Estados Unidos. Todo lo que salía de la pantalla del televisor se colaba en nuestro mundo y tomaba vida propia. Si no bastaba la memoria, los juegos y los dibujos, estaban los juguetes, las barajitas y los cuadernos.
Cómo nace un otaku
En las “comiquitas” de las tardes, repetidas una y otra vez debido a la insondable pichirrería de las televisoras, lo que me interesaba eran los Looney Toons, la eterna lucha de Tom y Jerry y, claro, esas series animadas japonesas. Sus valores de producción eran tan bajos como los del peor invento de Hanna Barbera y sin embargo eran absolutamente fascinantes por el movimiento, las emociones violentas, los efectos de sonido y claro, la violencia que los cartoons de Estados Unidos ya no tenían.
Ni siquiera recuerdo cuál fue la primera que vi. Tal vez Capitán Centella (Gekko Kamen) o Leo el León (Jungle Taitei), ambos de los sesenta y, por tanto, de la infancia de la animación japonesa. Pero la locura comenzaría realmente con Mazinger Z y el festival de los robots, que una productora americana había ensamblando después de una intro común, con episodios de series distintas como Steel Jeeg, Great Dragon Gaiking y Magne Robo Gakeen. A nuestro alcance solo teníamos una pequeña fracción de las series del género mecha sobre robots gigantes que se producían entonces, y lo mismo pasaba en tiendas con los juguetes que esas series pretendían vender. Nunca llegaron clásicos como Gundam o Getter Robo. Hubo algunas series de las que nunca pude ver el final hasta que fui adulto.
A finales de los ochenta, cuando finalmente tuve un Betamax y luego un VHS, empecé a volverme otaku.
Un otaku en Japón es alguien obsesionado con alguna cosa, pero en Occidente se les dice así a los fanáticos del manga, el cómic japonés, y el anime, la animación.
Ser otaku es ser un coleccionista y un espectador serio, que puede acceder a los contenidos que lo fascinan donde sea y cuando sea; por eso, para mi generación la mayoría de edad como parte de ese público solo se alcanzó cuando nos emancipamos de la grilla de programación gracias al VHS.
Y esto pasó por algo que en Venezuela no sabíamos: en EEUU, hijos de asiáticos estaban mostrando el anime más reciente a sus amigos estadounidenses gracias al VHS. Algunos empezaron a poner subtítulos a videos que no habían sido doblados al inglés. Así nació el fansub —el subtitulado de series hecho por un aficionado— que inició todo un circuito de difusión del anime de los fans y para los fans que con Internet se desarrollaría mucho más, antes de que la empresa privada viera que había un negocio que explotar: las plataformas de distribución como Crunchyroll y la idea del soft power japonés llegaron mucho después que el fandom creara una red de distribución global. Fue un proceso similar al de los fans de los cómics, que crearon las convenciones y el cosplay y con ellos todo un modo de vivir y de jugar que es también una industria.
Recuerdo la obsesión que tuve con la serie de La Blue Girl y luego con Urotsukidoji, que alquilaban en la librería del Ateneo de Caracas. Recuerdo ver Akira (1988) en la casa de un compañero de la universidad y allá mismo, en el Ateneo, ver la secuencia de apertura de Ghost in the Shell (1995) y entender que, de una forma o de otra, iba a dedicar mi vida al anime. Habíamos empezado de adolescentes viendo las tramas comparativamente más maduras de Robotech y Cobra, y como jóvenes adultos nos tomábamos en serio todo ese mundo: nunca dejamos a Mazinger como algo de la infancia. Las teorías culturales de izquierda que nos enseñaban en la UCV, que reducen todo a alienación o ideología imperialista, no significaban nada. Años después, cuando tuve estudiantes, muchos de ellos otaku, y les enseñaba sobre cultura pop o semiótica no era difícil explicar ni que las imágenes existen en sí mismas ni que la cultura pop es, ante todo, una red de cooperación, una forma de amistad.
Ellos habían vivido eso desde siempre.
Buscando a Goku en El Silencio
Los ejecutivos de las televisoras no entendieron cuánta gente movía el anime hasta que Televen transmitió —aunque con retraso— series como Caballeros del Zodiaco (Saint Seiya), Samurai X (Rurouni Kenshin) y Dragon Ball.
No creo que se vuelva a ver algo parecido a la fiebre de Dragon Ball. Recuerdo a la gente paralizada en la planta baja de Faces, en la UCV, viendo la batalla entre el Androide 17 y Picollo. Los malandros de La Vega estaban fascinados con cómo Gohan malandreaba a Cell. Con esas tres series el anime terminó su ciclo en la televisión venezolana y pasó al cable —la era gloriosa del canal Locomotion— y al DVD.
Como Internet y el DVD entraron casi el mismo tiempo en Venezuela, pronto fue posible usar sitios de almacenamiento para subir series enteras a la nube. Para 2006 ya no nos era indispensable el DVD. Y sin embargo, por unos años, la cultura del “quemadito” inundó las ciudades venezolanas. En los bazares de la piratería como Saigón, bajo las torres de El Silencio, o en la Ciudad Universitaria, se podía encontrar desde la pornografia más salvaje hasta los clásicos de Criterion Collection y, por supuesto, paquetes con discos de DVD con series y sagas completas. Tal vez esa materialidad del disco y de la cubierta, de la búsqueda y de la exploración, le dio más vida útil al DVD. En esos años la fiebre importadora trajo muchísimos juguetes y cómics, no necesariamente baratos; la ventana para el coleccionista se abrió de par en par.
Del torrent a Netflix
El manga tiene un gran problema: son demasiados títulos y las series pueden tener cientos de fascículos. Afortunadamente para los otaku venezolanos el precario internet ha funcionado lo suficiente como para poder acceder a sitios web con páginas de manga digitalizadas o de grupos especializados en “tradumaquetear”, es decir, escanear, traducir y hacer un archivo descargable. Otra industria desarrollada por el propio público que se basa más en estímulos afectivos que en dinero.
El otaku venezolano que entiende inglés puede acceder mediante torrents —archivos que permiten descargar documentos desde las computadoras de otras personas y también compartirlos— a muchísimas series que se han publicado por décadas, o simplemente leerlos traducidos al español en ciertos websites. En la práctica esa es casi la única manera para hacerse un conocedor del manga en América Latina. Digitalizadas, las imágenes que salieron en Japón impresas en manga inician todavía otro ciclo de circulación como memes, avatares, motivos en franelas, fondos de escritorio, etc. Algunas se venden como merchandising en las convenciones otaku que todavía se celebran en Venezuela a pesar de todas las dificultades, donde se hacen competencias de cosplay y los nuevos otakus pueden conocerse e intercambiar.
Hoy, fuera de Venezuela, los servicios de streaming como Netflix y Crunchyroll manejan modelos de negocios que ofrecen una variedad de series completas a las que se puede acceder en cualquier momento, y el fansub se hizo más eficiente: muchos episodios son subtitulados horas después de ser estrenados en Japón.
Dentro del país, los otaku dependen de las idas y venidas del internet y de la electricidad, y de rezar para no quedarse sin sus colecciones digitales si un salto de voltaje les quema la memoria del computador.
Miles de libros, juguetes y cómics quedaron abandonados por quienes migraron, creando un mercado de segunda mano para un país con su población mermada y con él la oportunidad para ser descubiertos por otras personas. Tal vez el desastre, a su manera, abre nuevos caminos.
La historia de lo que ha pasado con los hobbies de los venezolanos en estos tiempos —de todo lo que hace de la vida más que mera subsistencia, digna de ser vivida— está por escribirse. Los que nos fuimos, restablecimos fácilmente contacto con muchas de nuestras pasiones, pero para quienes se quedaron, ser otaku es una suerte de resistencia.