Todos alguna vez nos hemos creído una mentira. Y todos, al descubrirlo, hemos experimentado el desconcierto por identificar lo falso en aquello que dábamos por cierto. ¿Cómo y por qué nos pasa? Creemos porque las mejores y más grandes mentiras se fabrican partiendo de pequeñas verdades. Nos desconciertan porque tenían el sabor de lo cierto y porque, por eso, son las peores.
Nadie se cree una mentira que parte de lo falso de manera evidente. Por eso, los fabricantes de fake news han cambiado sus métodos. A partir del escándalo en torno a Facebook, la empresa Internet Research Agency, afincada en San Petersburgo y ligada a la inteligencia rusa, dejó de pagar por la publicación de propaganda en la red social. La divulgación de una determinada versión de la inmigración, o de las cuestiones raciales o del derecho a tener armas, a cambio de sumas de dinero, eran en sí mismas un indicio de que tales versiones no son hechos, sino relatos malintencionados dirigidos a intoxicar el debate electoral en los EEUU.
También han disminuido las granjas de bots. Con el tiempo, las plataformas y nosotros hemos aprendido cómo son los patrones de comportamiento de cuentas no humanas en las redes y comienza a parecernos inauténtico y poco atractivo todo aquello que se parece a una foto de perfil falsa, una cuenta de creación muy reciente o las pautas utilizadas por los clusters de cuentas que replican un mismo contenido de forma orquestada. Y proliferan los cazadores de fakes que ponen al descubierto bulos y otros engaños, dificultando el trabajo de aquellos dedicados a engañar en redes.
¿A qué método recurren entonces? Pues han pasado de intentar confundir a través de falsos perfiles y cuentas, a intentar hacerlo mediante la instalación de narrativas. Es decir, mediante la construcción de historias que entretejen hechos ciertos con hechos falsos —pero verosímiles—, para asegurarse un aumento del poder de convicción de estas historias, y de su potencialidad para ser repetidas y compartidas viralmente por sus receptores.
Con un agravante. Para ser más eficaces, los fabricantes de mentiras recurren al machine learning. Un ordenador, a través de ensayo y error, les dirá qué narrativas tienen las potencialidades de ser más creíbles y compartidas viralmente. Y para ser más discretos y dar menos tiempo a que las instituciones vigilantes reaccionen, utilizarán canales de mensajería, como WhatsApp, en vez de usar las redes sociales.
Las fake news como arma
Claro que siempre ha existido quien por error nos informe mal y siempre ha habido políticos que afirman tener más capacidades de las que realmente tienen. ¿Por qué entonces son tan graves las fake news? Porque, lamentablemente, hay detrás de ellas una suerte de lógica de guerra. Es decir, son mentiras diseñadas con mala intención. Creadas por entusiastas del autoritarismo, con la intención principal de hacerle daño a la democracia de calidad o a los intentos de reconstruirla.
Son mentiras diseñadas con la finalidad de ocultar los atributos que hacen factible la democracia y, en cambio, hacer evidentes aquellos que si se llevan al extremo la destruyen y destruyen toda posibilidad de establecer consensos en torno a un proyecto común que la legitime.
Las fake news pretenden sorprender en su buena fe a los seguidores de la democracia, desenfocarlos de sus objetivos; impedir que el esfuerzo democratizador se materialice.
En tiempos en los que las grandes potencias con gobiernos contrarios a la democracia liberal se esfuerzan cada vez más por intoxicar el lenguaje de la democracia, cuando en Venezuela la mayoría de la población lucha por la restitución de ese sistema, conviene mirar con atención tres conceptos que los fabricantes de bulos quieren que aceptemos. Son perspectivas que falsifican el contenido de componentes fundamentales de la democracia, al punto de impedir la construcción de consensos viables fundados en la verdad.
El mito de la democracia conflictiva
Los bulos quieren que creamos que la democracia solo es un conflicto, en el sentido populista de que hay bandos y sub bandos antagónicos. Quieren polarizar y dividir a la sociedad y convertir en obsesión la necesidad de diferenciarnos políticamente.
Pero esta es una media verdad. La democracia es conflicto y también consenso. Es cierto que por naturaleza es un sistema de competencia por el poder, en el que distintas personas y grupos de personas con distintos intereses y compromisos logran convivencia. Sin competencia y conflicto, no habría democracia. Pero cualquier sociedad que prescriba la hostilidad política al extremo de irrespetar y deslegitimar al adversario, corre el riesgo de que esa hostilidad se vuelva demasiado intensa, produciendo una sociedad tan incompatible que la paz civil, la estabilidad política y la inclusión y el respeto por el otro se ven comprometidos.
Por otro lado, en democracia se necesita el consenso porque, por definición, la democracia no es un sistema que pueda o deba imponerse por la fuerza.
La división social, una ciudadanía incapaz de ponerse de acuerdo, es el presupuesto idóneo para que los líderes autoritarios se impongan, ya que una sociedad dividida es incapaz de reconocerse y construir nuevas mayorías que desafíen al poder constituido. La democracia supone conflicto, sí, pero no irremediable. Este debería existir solo dentro de límites cuidadosamente definidos y universalmente aceptados. Las divisiones partidistas deben ser moderadas por sólidos consensos institucionales.
Pero hay que estar atentos. Polarizar y dividir a la sociedad es la estrategia de los líderes populistas y autoritarios para alcanzar y mantener el poder. Pero una vez en el gobierno, se ofrecen como única garantía de paz. Otra mentira podrida, porque allí donde el conflicto se reduce con métodos autoritarios, amenazando, intimidando y reprimiendo, no puede decirse que haya consenso ni paz ni unidad ni democracia.
El mito de la democracia directa
En segundo lugar, los líderes populistas carismáticos quieren que creamos que la mejor democracia es la directa, en la que los propios ciudadanos toman ciertas decisiones soberanas, prescindiendo de todos sus representantes electos —menos del líder fundamental, claro está. Pero esta es otra verdad a medias, usada para poner el voto popular por encima de los derechos humanos y demás restricciones al poder ejecutivo.
Es cierto que la celebración de elecciones es el nivel más básico de democracia, y que la soberanía popular se ejerce a través de mayorías electorales; pero en los sistemas democráticos la soberanía tiende más bien a tener un valor relativo. Hay temas como la vida, la igualdad, la libertad o la libre personalidad, entre otros muchos, cuyos reconocimiento y protección no pueden estar sometidos a los vaivenes de la soberanía, es decir, de las mayorías electorales. Una democracia de calidad no puede sostenerse a punta de plebiscitos y apelaciones a la opinión pública.
Los derechos humanos y la dignidad de la persona están por encima de la noción de soberanía.
La función del “gobierno de la Ley” es limitar al poder y proteger a las personas de los abusos de las mayorías políticas. Por eso es un error poner toda la legitimidad de la Constitución en su origen electoral. De allí la magia de las constituciones no escritas: nadie las votó, pero están allí, protegiendo la vida y la integridad de la gente como principios sólidos e inamovibles. Ha sido un objetivo de los falsificadores usar la idea de soberanía para concentrar más poder en los ejecutivos, saltándose los controles legales y los derechos humanos.
La soberanía popular no es “supraconstitucional”. La experiencia andina, la que partió de la constituyente venezolana en el año 98 y sus copycat ecuatoriano y boliviano, ha demostrado que muchos plebiscitos constitucionales, lejos de proteger y aumentar el poder de los ciudadanos, han servido para concentrar más poder en los gobiernos: acumular poder en “congresillos”, suprimir temporalmente la función de jueces y legisladores, nombrar poderes públicos con mayorías militantes, extender períodos constitucionales de líderes carismáticos, establecer la reelección indefinida, etc.
El mito de la elección inútil
En contextos propiamente autoritarios también suelen esparcirse ciertas especies de fake news. Por ejemplo, que las elecciones en dictadura son parte del decorado o, mejor, que son el mecanismo por excelencia del opresor para retener el poder. Es decir, que no hay nada que hacer, que no merece la pena luchar. Pero esta también es una media verdad. Lo cierto es que, aunque se trate de elecciones injustas, bajo ciertas condiciones mínimas, estas también puede emplearlas la oposición como arenas de lucha. Será una disputa asimétrica en la que el gobierno partirá con ventaja, pero no será del todo inequívoca, pues dará a la oposición la oportunidad de organizarse, movilizarse ingeniosamente e impugnar al régimen.
En otras palabras, las elecciones en sistemas autoritarios electorales sirven a los partidos gobernantes para sostener al régimen, sí; pero también sirven a los actores de oposición para subvertir el orden autoritario o, al menos, para contribuir a desestabilizarlo con formas pacíficas. Un proceso electoral en condiciones injustas puede ayudar a deslegitimar un poder arbitrario si se explican con claridad las circunstancias en las que se participa y, en conjunto con otros factores, lograr que los apoyos que lo sostienen pierdan cohesión y transferir parte de estos a la causa democrática, para lograr la inclusión, las elecciones libres y justas, y la pluralidad.
También en contextos autoritarios, los falsificadores quieren que quienes trabajan por la democracia le resten importancia a la unidad en las estrategias de lucha. ¿Por qué? Porque saben perfectamente que la lógica detrás de las transiciones exitosas a la democracia es reunir a la mayor cantidad de factores alrededor de la causa democrática, y dividir lo más que se pueda a quienes apoyan el autoritarismo, al punto de convertirlos en defensores de la pluralidad y en detractores de la imposición unilateral.
Al mantener inhabilitada a una parte de la oposición, los líderes autoritarios crean el dilema de si participar vale la pena, desincentivan y dividen al voto opositor y evitan que se convierta en mayoría. Entonces emergen quienes proclaman la supuesta existencia de un sector opositor moralmente superior, para el cual la única forma moral válida de lograr una transición a la democracia es castigando a los responsables de la arbitrariedad y obligándoles a reparar el daño.
Pero he aquí otra media verdad. Porque cuando la justicia convencional carece de la fuerza y la organización para imponer el castigo y la reparación, esta posición conduce a la parálisis y al estancamiento, y contribuye a mantener el statu quo. Y apuntalar un statu quo injusto desde una actitud rigorista no es muestra de una moralidad superior. En el fondo, los líderes autoritarios saben que con esa lógica se espera salir del autoritarismo como si se estuviera ya en democracia: y esto, puede que involuntariamente, esconde algo de cinismo, ya que suele llevar a que no se mueva un dedo hasta que “alguien” reúna la fuerza para imponerse.
Pero los líderes autoritarios saben también que el uso de la fuerza es un arma de doble filo para las causas democratizadoras. Cuando la fuerza se usa indebidamente, las causas a favor de la democracia se deslegitiman y pasan a ser insurreccionales, coercitivas y poco transparentes. Lo que termina siendo un balón de oxígeno para los gobiernos autoritarios.
Por desgarrador que resulte, lo cierto es que, en ocasiones toca asumir que cuando es imposible reparar el daño, corresponde a la política evitar que se siga produciendo, o al menos aliviarlo. Por tanto, si una transición a la democracia logra detener el dolor causado por el autoritarismo, si logra impedir la reproducción del sufrimiento que trae consigo la arbitrariedad, será también una transición que tiene una plena justificación ética prudencial. En Derecho, cuando resulta materialmente imposible reparar el daño, lo que se intenta es aliviarlo, reducirlo; impidiendo que se reproduzca.
Recuperar el compromiso por la verdades
No quisiera terminar estas líneas sin preguntar si quienes defendemos la democracia deberíamos descender a los métodos de los falsificadores o deberíamos ceñirnos a sus mecanismos naturales: la verdad y la persuasión.
Y para responder, remitiré a las respuestas de dos personajes que vivieron intensamente este conflicto entre verdad y falsificación desde sus respectivos roles en sus respectivos contextos.
Edward R. Murrow fue el primer titular de la Agencia de Información de los Estados Unidos, creada a principios de los años sesenta. Él había sido locutor de radio de la CBS y fue una de las personas que contribuyó a derribar a Joe McCarthy.
El argumento de Murrow fue siempre muy convincente: al perder la verdad, se pierde la lucha por la democracia y se desciende al nivel de los líderes autoritarios.
Por su parte, George Kennan, siendo consejero político de los EEUU en la Unión Soviética alrededor de 1947, escribió un largo y famoso telegrama sobre las intenciones soviéticas que, básicamente, enmarcó toda la estrategia estadounidense en la Guerra Fría. En su texto asentó lo mismo, que si los EEUU descendían a sus métodos, habrían perdido la causa por la democracia. Porque lo que sostiene y distingue a la democracia es el compromiso con la verdad y el compromiso con la persuasión como métodos para movilizar a las personas.
Si he puesto estos dos ejemplos es porque estoy consciente de lo dicho más arriba: la mentira es, por error o por un mal ejercicio de la libertad, inherente al ser humano y, por tanto, también en democracia hay líderes tentados por la mentira. Solo que la democracia permite que respondamos al poder, sabiéndonos protegidos en nuestra integridad, y permite que contribuyamos al enorme reto de construir consensos respetuosos de la verdad y lo humano.
Porque en el fondo, no se trata solo de lograr u obligar a que la gente crea en el sistema, sino de que sea el esfuerzo por persuadir con la verdad lo que nos distinga, al intentar arraigar el amor por la democracia.