La reciente polémica en plena campaña electoral federal sobre las imágenes del primer ministro Justin Trudeau con la cara y el cuerpo pintados de negro o marrón (lo que se conoce en inglés como blackface), ha puesto el dedo en la llaga racista de la sociedad canadiense.
No es que Trudeau sea racista. Lo han librado de toda culpa la Liga de negros de Quebec y el escritor haitiano-canadiense Dany Laferrière. Pero su falta de sensibilidad sobre el asunto en el momento que ocurrió (2001), cuando era un maestro de 29 años que decidió disfrazarse de sultán de piel oscura para una fiesta de Arabian nights, indica un problema que podríamos denominar como la banalización del racismo. Que Justin, hijo de Pierre-Elliot Trudeau, el primer ministro padre del multiculturalismo en Canadá, no fuera capaz a los 29 años de darse cuenta del componente racista de su disfraz, es una muestra de esta banalización.
Una que los venezolanos conocemos también.
En la Venezuela de los años 50 y 60 del siglo XX los carnavales eran la ocasión para que muchachas de clase media y clase alta (y a veces, ciertos muchachos también) se disfrazaran de negritas. Vestidas con una malla negra, un afro en la cabeza, una máscara y unos exagerados labios rojos, las negritas iban a los clubes a bailar y pasarla bien, haciendo cosas que no harían sin estar detrás de la capucha y la bemba colorá. Era una forma de desinhibirse en una sociedad todavía marcada por una moralidad que no permitía a las “niñas bien” hacer ciertas cosas en público.
¿Por qué desinhibirse disfrazadas de negritas? Algún observador diría que se trataba de algo muy propio del carnaval, la celebración que pone el mundo “patas arriba” en la que los cuerpos se descubren, las identidades se confunden, y los que están “arriba” bajan, y los que están “abajo” suben. No podemos, sin embargo, ignorar que las esclavas negras en Venezuela eran víctimas de violencia sexual y otros abusos por parte de sus propietarios blancos. La relación entre las “niñas bien”, que asumen la identidad de negritas para desinhibirse en una fiesta de carnaval, y el uso de las esclavas negras como objetos sexuales es obvia.
Claro que es más fácil ver hoy en día el racismo implícito de este “inocente” divertimento de una clase privilegiada: muchachas blancas o mestizas que iban a las grandes fiestas en los hoteles caraqueños como El Ávila o el Tamanaco. Las luchas por los derechos civiles de los afroamericanos, contra el apartheid en Suráfrica y los movimientos sociales contra la discriminación (sea ésta por género, sexo, religión o raza) nos dan una perspectiva que las “negritas” en la Venezuela de entonces no tenían. Sin embargo, el racismo sistémico estaba bien instalado en la sociedad venezolana. En el lenguaje común se expresaba cotidianamente, cuando la gente halagaba a alguien porque era “un negro fino” o hacía el conocido chiste del negro con bata blanca: chichero; blanco con bata blanca: médico.
En la Venezuela que vivió bajo la “ilusión de armonía”, según el título del libro coordinado por Ramón Piñango y Moisés Naím (1984), se argumentaba que no había racismo. En un artículo titulado «¿Hay o no hay racismo en Venezuela?», publicado en 1993, la antropóloga Angelina Pollak-Eltz decía que en el país no estaba desarrollada la “conciencia racial”, aunque “en la esfera privada y familiar sí existen a veces algunos prejuicios raciales”. Incluso llega a afirmar que en la “nueva clase media, las relaciones raciales carecen de problemas y se conforman al lema oficial de democracia racial”.
Pero otros investigadores no comparten la misma opinión de la profesora Pollak-Eltz. Por ejemplo, los trabajos de Ligia Montañez (1993) y María Martha Mijares (1997) ya indicaban cómo se expresaba el racismo en los dichos y el habla coloquial en una sociedad en la que había un racismo oculto, e incluso un “endoracismo” (así lo llama Mijares) en las poblaciones afrodescendientes venezolanas que expresaban una baja autoestima por su condición de negros. Más recientemente el antropólogo japonés que vivió en Venezuela, Jun Ishibashi, concluyó en un artículo sobre la representación de los negros en los medios de comunicación y la publicad publicado en 2003 que “la proliferación de imágenes estereotipadas y la ‘anulación simbólica’ de la representación ‘negra’ en Venezuela, en comparación con el caso de los Estados Unidos, es el reflejo de la ausencia, hasta hace poco, del activismo contra el racismo”.
El chavismo ha instrumentalizado la denuncia del racismo de la peor manera, como parte de su discurso de odio y de su política de instrumentalización sistemática de conflictos subyacentes. Su máquina de propaganda repite que en el país existiría un enfrentamiento entre “supremacistas blancos” y los venezolanos de piel oscura, con manipulaciones burdas como la de “blanquear” una foto de los diputados de la Asamblea Nacional para contrastarla con la foto de los mestizos y negros miembros de la Asamblea Nacional Constituyente. La realidad es que, tanto en las fuerzas democráticas como en las afectas al régimen de Maduro, hay un abanico completo de colores de piel que representa bien al criollo mestizo venezolano.
La discriminación también ha penetrado el discurso chavista. Hugo Chávez fue acusado en su momento de haber emitido expresiones antisemitas. Y los arrebatos homofóbicos que repiten Maduro y sus aliados como Felipe Mujica evidencian una tara prejuiciada no resuelta entre aquellos que se llaman “progresistas”.
Como en todo acto de contrición, habrá que reconocer que las negritas de carnaval fueron nuestro blackface. Es bueno sacudirnos ciertos mitos de encima. La huella estamentaria colonial sigue ahí, aunque no sea tan fuerte como en otras naciones iberoamericanas. Nuestra sociedad mestiza también fue y es racista.
Comparte la versión en inglés de este ensayo en Caracas Chronicles