Cuando se comparan notas sobre la situación de la libertad académica en América Latina y en Norteamérica salen a relucir las divergencias entre dos realidades. En un foro que organicé por la plataforma Critical Éducation Critique (CéC) en abril pasado (y que pueden ver aquí), invité a colegas de la Universidad de Ottawa a discutir el tema desde un punto de vista comparativo. La libertad académica está bajo asedio en todo el mundo, pero no por las mismas razones.
Dos colegas de la universidad de origen latinoamericano, Catalina Arango (Colombia) y Salvador Herencia Carrasco (Perú) presentaron el panorama de las violaciones contra la libertad académica en la región. Venezuela tiene uno de los balances más desoladores: desfinanciamiento de las universidades públicas, éxodo de profesores, represión, encarcelamiento y asesinato de estudiantes por parte de fuerzas policiales y militares. Colombia tiene una situación complicada por la represión de las protestas estudiantiles, pero también por el acoso sexual y la violencia de género contra profesoras y jóvenes universitarias. En Brasil el gobierno de Bolsonaro ha presionado a las universidades públicas con la amenaza de cortar el financiamiento de programas en ciencias sociales y humanidades, porque son más críticos hacia sus políticas. En México, la desaparición y asesinato de un grupo de estudiantes muestra la gravedad de la violencia que se vive en ese país, que también aflige a periodistas y políticos.
François Charbonneau, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Ottawa, hizo una presentación sobre la llamada ideología woke, que marca la agenda de un movimiento que se expande en EEUU y Canadá. La palabra woke viene del inglés “awake” (despierto), e incluye a profesores, estudiantes y militantes que han “despertado” y adoptado los postulados de la “justicia social crítica”. Sus acciones reivindican la “cancel culture” (la denuncia y exclusión de cualquier obra u autor actual o histórico que represente la “opresión”), defienden la limpieza del lenguaje de toda palabra o expresión que puede ser considerada “ofensiva” (sin tomar en cuenta el contexto), y van contra todo lo que represente el establishment masculino, heterosexual, blanco, occidental y colonialista, origen según ellos de todas las discriminaciones e injusticias que se viven en el mundo.
¿Qué significa defender la libertad?
La palabra libertad adquiere sentidos distintos dependiendo de dónde uno se ubique en el hemisferio occidental, especialmente cuando se trata de la libertad universitaria. En México o más al sur, es cuestión de defender la vida (que no asesinen a estudiantes), que no abusen sexualmente de una profesora o una estudiante, que no cierren programas críticos de las políticas de un gobierno, o que a un académico le paguen un sueldo digno (en Venezuela hoy los profesores ganan entre tres y cinco dólares mensuales). En Canadá, el caso que conozco más de cerca, defender la libertad quiere decir evitar que la ideología woke imponga la censura y el pánico en las universidades.
Un ejemplo de mi propia universidad ilustra esta absurda realidad, en un país que tiene una democracia bastante desarrollada, una organización política territorial descentralizada, un poder judicial independiente y unos indicadores sociales relativamente buenos. El pasado octubre una joven profesora fue objeto de una sanción porque pronunció la palabra nigger, lo que eufemísticamente se suele llamar “la palabra que empieza por N”, en un curso de historia del arte que daba por Zoom debido a la pandemia. Pero ocurrió en este contexto específico: la profesora Verushka Lieutenant-Duval quiso ilustrar cómo grupos marginalizados de la sociedad se apropian de ciertas palabras que tienen originalmente un significado denigrante para criticar el orden establecido y darles una connotación más combativa. Usó como ejemplo cómo los raperos se valen de la palabra que empieza por N, y el movimiento LGBTQ se apropió del término queer. Una estudiante denunció a la profesora porque había herido su “sensibilidad”.
Lieutenant-Duval fue llamada a botón por parte de las autoridades de su facultad, que decidieron suspender el curso por unos días, abrir una nueva sección para los estudiantes que no se sintieran cómodos en seguir el semestre con esta profesora e iniciar un procedimiento para investigar la situación. El rector intervino en las redes sociales, defendiendo el derecho a expresar su malestar de quienes se sintieran insultados por el uso de la citada palabra, y señalando el riesgo que corrían los profesores que decidieran usar en clase términos que podrían ser considerados como racistas u ofensivos (incluso en un contexto pedagógico).
La saga Lieutenant-Duval explotó en las redes sociales y en los medios y la política canadienses. Un grupo de 34 profesores de la universidad (entre los que me encuentro) firmamos una carta pública en defensa de la profesora, de la libertad de expresión y académica, y ratificando nuestras convicciones en la lucha contra el racismo y cualquier forma de discriminación. El grupo fue acusado en una petición en línea, promovida por cuatro profesoras de ciencias sociales, de defender las estructuras del “supremacismo blanco”. Twitter se encendió con falsas acusaciones de racismo y llamados a prohibir el uso de ciertas palabras o expresiones en clase.
La situación que se presentó en la Universidad de Ottawa ha ocurrido en varias universidades canadienses y en los Estados Unidos. Es una tendencia que avanza en América del Norte. Busca imponer el lenguaje, las lecturas y la forma de enseñar “correctas”. También se mete en la educación secundaria. En Toronto se sancionó a una profesora de francés por haber propuesto la lectura y el análisis de un poema del escritor Jacques Prévert. Un alumno la denunció ante los medios porque el poema sería una “apología” de la esclavitud, lo que es, para cualquier lector capaz, totalmente falso (más sobre este caso aquí). La profesora recibió una carta disciplinaria por parte del consejo escolar.
Un clima de intimidación ideológica
En Venezuela la libertad académica está amenazada porque las universidades públicas se vacían de sus docentes y estudiantes, por programas que luchan por no cerrar, por una infraestructura que se cae literalmente a pedazos, por el vandalismo y el robo contra las instalaciones y los laboratorios, por la represión y la violencia impuestas desde el Estado.
En Canadá la libertad académica sufre desde el seno mismo de las universidades. El caso Lieutenant-Duval y otros similares han creado un clima de intimidación y de “estado general de sospecha” (como dijera algún personaje del chavismo). El asunto se complica en el contexto de la enseñanza a distancia y en línea por la pandemia de Covid-19. Zoom y otras plataformas no facilitan una discusión razonable sobre temas delicados. La falta de comunicación cara a cara no ayuda a aclarar los malentendidos ni a responder a las inquietudes de los estudiantes.
Los profesores deciden no tocar algunos temas, evitan ciertas lecturas, no usan ya términos “problemáticos” en clase.
Algunos evitan entrar en discusiones con sus estudiantes (un ejercicio necesario de crítica pedagógica) para no herir sensibilidades y no crear “espacios inseguros” (otra obsesión de los woke es crear “safe spaces” o “espacios seguros”).
Pero hay un problema de fondo que va más allá de la enseñanza en línea. Los defensores de la corrección política, que tienden a asociar toda relación social a los conflictos raciales, asaltan el espacio público con un discurso militante, fundamentalista y excluyente. Recurren a la mentira y siembran el terror psicológico en las instituciones de educación superior de Norteamérica. Dicen defender la equidad y la solidaridad, pero sus acciones conducen a la adopción de políticas y normas que no aseguran la igualdad, que incrementan la polarización ideológica, limitan la libertad y finalmente crean un clima opresivo y de desconfianza en la comunidad universitaria.
Muchos jóvenes estudiantes, bajo la influencia de la ideología woke, se han convertido en una especie de “puritanos hedonistas”. Como buenos representantes de su época que son, ponen sus egos en primera plana mientras se definen como virtuosos moralistas (a su manera, claro). Hacen mucho ruido. Tienen los medios para hacerlo y creen que lo hacen por una causa justa. Lo mismo cree cualquier fundamentalista religioso o político.
La razón ha pasado a un segundo plano, y en ocasiones, es simplemente tirada en el cesto de la basura. Que sus argumentos no resistan un desmenuzamiento lógico, ni se sustenten en los hechos ni en la historia, no les importa mucho a estos militantes de la causa woke. Expresan sobre todo un resentimiento, una rabia, una emoción que tiene gran impacto en un ecosistema de comunicación dominado por las impresiones de las imágenes que circulan en las redes sociales.
Sus mentores son profesores formados en las ideas posmodernas, neomarxistas y perspectivas que ellos llaman “críticas”. Contradictoriamente, estos académicos proponen suprimir la crítica cuando no cuadra con su esquema de valores. Más que rigurosos estudiosos de la sociedad y de la experiencia humana, son adoctrinadores con un programa político para tomar el poder y acabar con las instituciones que ellos consideran estructuras del patriarcado supremacista blanco. Este panorama no augura nada bueno para la educación universitaria en Norteamérica.