Quizás ya decidiste que te vas. O más bien entendiste que nunca te irás, porque no puedes o no quieres. Como sea, cada vez que alguien te habla de lo que compró afuera o de lo que pudo hacer, puede que te imagines el exterior del país como un lugar donde todo es posible, simplemente porque en esta Venezuela en la que tú estás todo es imposible hasta que se demuestra lo contrario.
Nadie puede culparte por eso. A todos nos pasa si no hemos vivido en otro lugar que no sea Venezuela; a mí también me pasó, por años, antes de irme. Pero la posibilidad de idealizar el exterior se acentúa a medida que se desploman las condiciones de vida en Venezuela, y con el aislamiento que crece con la partida de aerolíneas, las fallas de Internet, la creciente escasez de tantas cosas, tangibles e intangibles.
Hace muchos años vi esa especie de síndrome de Ícaro en jóvenes de La Habana que nunca habían salido de Cuba y que no pensaban en otra cosa que en poderlo hacer, porque sentían que fuera de su país nada les impediría lograr lo que la miseria totalitaria de la isla les había negado siempre. La misma censura que les impedía saber qué era en realidad el mundo exterior los impulsaba a fantasear con él.
Pero es una ilusión, claro. Sabes que no existe el país perfecto, por supuesto, y que ninguno allá afuera lo es. Lo que no sabes —uno nunca lo sabe— es cómo sería tu vida si estuvieras en ese sitio remoto en que estás pensando, o cómo será cuando estés en él. No puedes saberlo porque la vida es una vaina impredecible que se ríe con ironía de los planes que uno hace, porque emigrar es un cambio tan profundo en tu vida y en tu persona como lo es casarse o volverse padre o madre, y porque Venezuela se ha hecho tan disfuncional, tan oscura y tan precaria que es perfectamente natural que se adelgace en ti y en los demás la conciencia de lo que es un país, digamos, normal.
Voy a tratar de resumirte lo que podrías encontrar afuera. O al menos lo que yo encontré, respecto a lo que esperaba encontrar.
Mosca, todo lo que te voy a decir tiene que pasar por los filtros de distintos depende: depende de cómo sea cada experiencia en otro lugar, depende de cuál sea ese lugar, depende de con quién esté uno o lo que toque atravesar en el largo camino de la adaptación. Lo que te encuentras afuera depende de muchas, muchas, cosas.
Primero, más allá de supermercados repletos y escaleras mecánicas que funcionan, afuera hay gobiernos. A menos que te vayas a algo como Libia, Somalia o Afganistán, vas a encontrar un aparato institucional —democrático o tiránico, total o parcialmente corrupto— que gobierna, que resuelve al menos algunos problemas, que se rige por unas leyes y mantiene el lugar funcionando. Es decir, gente que, aunque robe o mienta o haga trampa, está ahí, más que todo, para gestionar un país, y no solo como una entidad parasitaria o una organización criminal.
Afuera hay fanatismo. O más bien, estupidez militante. Igualita a la que abunda en Venezuela. Para mí es el peor problema que tiene el mundo hoy, porque es un problema que impide resolver todos los demás problemas: gente a la que se le metió en la cabeza que la tierra es plana, que las vacunas causan autismo, que un 7% de inmigración musulmana es una amenaza directa a la sobrevivencia de cuatro mil años de civilización occidental… Gente que pertenece a sociedades educadas, alimentadas, y que sin embargo usa las herramientas comunicacionales del siglo XXI para defender —a muerte— ideas y creencias premodernas.
Afuera hay una verdad que te puede sorprender: los seres humanos se parecen mucho entre sí. Y los venezolanos no somos una subespecie, particularmente deficiente o particularmente superior.
En cualquier lado, incluso en Canadá, vas a ver a muchos tratando de saltarse las reglas, viviendo de los demás o del Estado, botando basura en la calle y dañando el espacio público, actuando como si solo ellos tuvieran necesidades y derechos. Pero verás también actos de solidaridad y de empatía que te conmoverán, como los que ves a diario en Venezuela. Verás que hay de todo, pues, que la gente es gente y que la diferencia son las instituciones, la historia, y algunos rasgos culturales clave, que de paso nunca pueden darse por sentados ni como determinantes de nada.
Afuera hay temas que no se están tratando en Venezuela, salvo dentro de reducidos círculos sin poder de decisión. Los techos verdes, los carros eléctricos, los derechos reproductivos, el movimiento Me Too, la economía circular sin desechos, las huellas de carbono, la gentrificación, el home schooling, la descolonización, el minimalismo, la decadencia de Estados Unidos y el ascenso de China, el regreso del fascismo, las personas no binarias, la inteligencia artificial. Y ahí sí vas a darte cuenta de cuán aislado y atrasado está nuestro país.
Afuera hay, en ciertos lugares, una libertad que desconocías. Parejas del mismo sexo tomadas de la mano, gente vestida como le parece sin que nadie la critique, toda suerte de estilos de vida y estéticas personales, y una diversidad que es impresionante porque refleja la complejidad, la apertura a la excentricidad, que una sociedad se permite revelar cuando las instituciones se dedican a resolver problemas y no a meterse en las vidas privadas de los individuos.
Afuera hay, en sociedades que parecen tenerlo todo, carencias que Venezuela no tenía. Por ejemplo, en Canadá hay una escena de arte moderno que no tiene para nada el nivel que tuvo en Venezuela hasta hace poco, y no existe una verdadera gastronomía.
Afuera hay cierta normalidad. ¿Qué es eso? Un orden de las cosas que permite separar lo predecible de lo impredecible, y en el que esto último no es lo que priva. Los bancos suelen funcionar, las oficinas públicas responden a los ciudadanos, los chamos van a la escuela, las leyes no cambian de un día para otro. Eso es rarísimo para uno, pero es lo normal.
Afuera hay placeres urbanos ancestrales que habías olvidado o que simplemente no conocías. Caminar tranquilo, andar en bicicleta por la calle y pararte a calmar la sed en un bebedero, sentarte en un parque de noche a ver los fuegos artificiales reflejándose en las caritas asombradas de los niños. Cosas sencillas que son hermosas e inolvidables.
Y al final del ciclo, lo que te puedes encontrar allá —aquí afuera— serán versiones distintas, novedosas y hasta misteriosas, por lo que tienen de inexploradas para ti, de dos dimensiones que creías conocer perfectamente bien: el lugar del que vienes, Venezuela, y la persona que eres. Si te atreves a tener curiosidad y a dejar atrás los prejuicios del rollo venezolano que te aturden los sentidos, habrás encontrado unas cuantas respuestas sobre por qué nuestro país está como está. Si te atreves a dejarte llevar por las circunstancias y a dejar atrás el peso de tus complejos o de tu ego, de tus quimeras, habrás descubierto unas habilidades y unas vocaciones que no sabías que tenías, habrás visto quién está realmente contigo en los momentos difíciles, y habrás aprendido a deshacerte de lo superfluo y a concentrarte en lo importante.
Lo que hay afuera es otro mundo. Otros mundos. Distintos, no opuestos. Otras vidas, con sus ganancias y sus costos. Si te lanzas, vas a encontrar miles de cosas que hoy no esperas. De las buenas, de las malas y de las que no sabes aún qué significan.
Y entonces, tal vez —ojalá— harás las paces con ese lugar que hoy consideras el peor del mundo.