Fue un año en el que nos tuvimos que enfrentar con la magnitud de nuestros problemas y nuestra soledad a la hora de enfrentarlos. El derrumbe de los servicios públicos siguió extendiéndose. La crisis ya crónica del combustible rompió la precaria burbuja de la normalización dolarizada y -habrá que comprobarlo luego- el viejo mito de la riqueza petrolera como salvaguarda de la nación. La pandemia produjo situaciones inéditas como cientos de venezolanos varados dentro y fuera del país, o confinados por un régimen que bautizó a los retornados como armas biológicas. Y el tema Venezuela pasa de moda en una agenda noticiosa global que no solo se acostumbra a nuestra tragedia, sino que tiene que lidiar con la primera coyuntura realmente global que experimentan varias generaciones: por primera vez en nuestras vidas, los venezolanos, los daneses, los canadienses y los japoneses estábamos angustiados al mismo tiempo por el mismo enemigo acuciante.
O al menos deberíamos estarlo.
Los próximos meses revelarán un poco más el impacto del covid-19 en Venezuela y en el mundo. Mientras tanto cerramos 2020 con unos cuantos hallazgos que no solo hablan del año que vivimos, sino del país que sigue emergiendo desde 2019.
La pandemia: opacidad y control
El subregistro de los casos de covid-19 ha sido prácticamente universal, pero Venezuela no tiene ni las capacidades técnicas ni la voluntad política de llevar una cuenta precisa. Lo más cercano a esto que hemos tenido han sido las cuentas que llevan los gremios de la salud de las víctimas entre médicos, enfermeros y trabajadores de los hospitales y las clínicas, y han sido pavorosas, de las peores del planeta según algunos voceros del sector. Aunque se hizo público que la enfermedad mató a un líder histórico del chavismo como Darío Vivas, así como a otros miembros de la alianza gobernante, el régimen de Nicolás Maduro ha ocultado deliberadamente el impacto del virus entre las fuerzas policiales y militares. Era de esperarse, porque como ha pasado con otros gobiernos autoritarios en el mundo, la dictadura en Venezuela aprovechó la pandemia para afianzar su control sobre la población, jugando con las erráticas medidas de confinamiento; instalando más controles territoriales calle por calle, desplegando a sus FAES y sus colectivos en esa tarea; y criminalizando con su lógica cubana del emigrante como traidor a quienes no tuvieron más opción que retornar para ser confinados contra su voluntad en una especie de Gulag provisional.
Ahora que entramos, al parecer, en la fase de adquisición y distribución de la vacuna de fabricación rusa, podemos esperar que ésta no solo sea objeto de contrabando como tantas cosas esenciales que escasean en Venezuela, y que por tanto se convierten en una fuente de ingresos para la gente del régimen. También podemos imaginar fácilmente al chavismo usando la distribución de la vacuna como un arma política, para premiar a los leales y castigar a los independientes, igual que hace con el esquema CLAP y el carnet de la patria.
La lectura del impacto de la pandemia en Venezuela no es obvia, pero podemos apuntar dos hallazgos. Primero, hasta ahora al menos, y hasta donde podemos saber, no ha ocurrido la matanza que podíamos vislumbrar en marzo. Segundo, mientras muchos líderes nacionales, regionales o locales pagarán un alto costo político por su gestión de la pandemia en las democracias, como acabamos de ver por ejemplo con Donald Trump, la dictadura de Maduro parece que saldrá indemne. Lo cual habla de su solidez en el poder, pese al catastrófico estado de sus finanzas y los resultados de su gestión de los problemas nacionales.
El fin del petroestado: bombas vacías y playas contaminadas
Más que la pandemia, las colas ante las bombas protagonizaron las preocupaciones de los venezolanos en 2020. La escasez de gasolina complica todo en un país cuya (discutible) modernidad fue construida en torno a la abundancia de hidrocarburos y a su propiedad estatal. Pero como si no fuera ya bastante que una población tan vulnerable como la venezolana encontrara aún más amenazada su capacidad para mover personas, alimentos y medicinas o para encender plantas eléctricas y cocinas a gas, la crisis del combustible desbarató varias ideas centrales de la mentalidad social y política venezolana.
2020 nos mostró que no hace falta que las reservas de petróleo se agoten para que se hagan inútiles. La incapacidad del régimen para suplir al país de combustible, sea produciéndolo o importándolo, ocurre día a día sobre ese subsuelo cuyas bondades son famosas en el mundo. 2020 también nos reveló que el petroestado venezolano no es eterno, que el chavismo es capaz de dejarlo morir, pese a que esa misma gallina de oro financió el auge de su poder. Y 2020 nos confrontó ante una idea igualmente difícil de manejar: que ni siquiera la metamorfosis de Pdvsa de empresa de clase mundial a cacharro abandonado que no deja de contaminar el entorno con aceite acaba con la dictadura de Maduro. Las manchas de crudo se pegan a los manglares de Morrocoy, las cosechas de pierden por falta de transporte, la gente ve su vida pasar en las colas administradas por los uniformados, el mismo Estado vende en dólares lo que hasta hace nada era prácticamente gratis, y el régimen sigue ahí.
La economía: empanadas en dólares y supermercados iraníes
En ese panorama, el régimen vive del oro y de la administración de la escasez, culpando de todo a las sanciones como sus maestros cubanos llevan haciéndolo por más de medio siglo, y la sociedad intenta producir como puede. Entre la pandemia y la falta de gasolina y electricidad, se acentúa el desastre económico en lugares como Margarita y el Zulia, mientras Guayana sigue en su fiebre del oro destructiva. En un país aislado al que no entran divisas en efectivo, se multiplican aunque sea en bicicleta los deliveries y las casas se convierten en talleres, en posadas, en tiendas; abundan las historias por contar de los heroicos emprendedores (y de los especuladores de siempre). El tercer año de hiperinflación trajo también los primeros indicios de institucionalización de la dolarización y más pruebas de la dependencia chavista de sus aliados turcos, iraníes y rusos, aunque los bodegones alimentados con los puerta a puerta desde Florida siguen siendo lo que la población más ve.
Emigración: el castigo a los retornados y los ahogados de Paria
Entre los hitos de nuestro drama migratorio en 2020, destacó el que la pandemia haya volteado durante varios meses la aguja de la brújula de los migrantes venezolanos: a medida que se extendieron las medidas de confinamiento en la región y se derrumbaron las fuentes de ingreso de miles de venezolanos en condición irregular (o no), estos se vieron forzados a emprender el largo y peligroso camino de regreso, cuando no pudieron mantener sus alquileres o los precarios trabajos con que sobrevivían en los destinos de acogida. Allí se encontraron con fronteras cerradas y con las jaulas del régimen que los trataba casi como a leprosos en el siglo XIX. Vimos entonces cómo fue necesario un evento de la magnitud del covid-19 para interrumpir el éxodo que había comenzado en 2017. Pero el colapso de los servicios terminó siendo más fuerte que la pandemia, y en los últimos meses de 2020 muchos venezolanos empezaron de nuevo a dejar el país. El evento más elocuente sobre cuán desesperados están los más pobres por buscar ingresos afuera, como sea, fue la tragedia del golfo de Paria, que revela como nada hasta qué punto los orientales están atrapados entre el derrumbe económico, la presión de las bandas delictivas, la xenofobia del gobierno trinitario y los peligros del mar. Las terribles noticias en nuestra frontera marítima desnudan un nuevo drama migratorio en el hemisferio al que comienza a prestársele atención con la tragedia de diciembre.
El acoso a las ONG
En 2019, para nuestro análisis de fin de año, tuvimos la suerte de acercarnos a Petare acompañados de la gente de Alimenta la Solidaridad. Ahí pudimos ver las dinámicas de vida en el barrio a finales de un año tan duro como lo fue 2019. Pero tan interesante como eso fue ver de cerca el trabajo de esta ONG, y una de las conclusiones que sacamos, más allá de la invalorable labor social que hacen, fue que ahí se estaban labrando camino un grupo de jóvenes políticos que estaba haciendo algo que más nadie en ese mundo —el de la política— estaba haciendo en el país. Obviamente no fuimos los únicos en notarlo, y esto lo deja claro la última ola de represión del gobierno hacia Alimenta la Solidaridad y Caracas Mi Convive.
Al igual que los ataques hacia Provea, Convite, Prepara Familia, y Acción Solidaria, y otras ONG que no dependen de lo que queda del Estado, el acoso a Alimenta la Solidaridad y Caracas Mi Convive son prueba de que el régimen no solo pretende administrar la emergencia con la misma lógica de secuestradores de los warlord africanos ante la comida que manda Naciones Unidas para atender las hambrunas; también ve en las ONG un potencial de competencia política que siente que debe extirpar de raíz.
La oposición: la travesía del desierto
La atención que presta la dictadura a las ONG sirve para entender cuánto logró en cuanto a exterminar a la oposición. Ya sin Palacio Legislativo ni apoyo en las encuestas, sin una buena presencia en gobiernos regionales, la oposición se divide y se aferra al apoyo externo. Da vértigo el arco entre aquel enero ya tan remoto en que Juan Guaidó saltó la reja para entrar a la Asamblea Nacional y su gira internacional, y este diciembre en que vimos cuán precario fue el impacto de la consulta popular como alternativa a las ilegítimas elecciones parlamentarias del 6 de diciembre, y cuán débil la fórmula que Guaidó y sus aliados encontraron para alegar que siguen siendo los aspirantes legítimos al poder.
Hemos visto a la oposición fragmentarse y recomponerse muchas veces, siempre ante la perspectiva de una nueva esperanza en la forma de elecciones. Pero nunca ha tenido peores posibilidades en estos 21 años de chavismo. Muchos de sus líderes están dispersos en el exilio, incluyendo a Leopoldo López; otros de sus militantes están presos o inhabilitados; sus bases están decepcionadas y perseguidas. Lo que hemos entendido como oposición está forzada por las circunstancias a reinventarse por entero: no vemos cómo pueda pedirle a los Reyes Magos el milagro de la resurrección.
Lesa humanidad
Un hito de gran importancia de 2020 que tiene que ver con el tema que acabamos de tratar y el que le sigue: la creciente conciencia en el sistema de Naciones Unidas y en la Corte Penal Internacional sobre las atrocidades de la dictadura. Ya no solo las ONG y otros voceros en Venezuela lo que hablan de crímenes de lesa humanidad. Son derrotas para el régimen en el campo de los derechos humanos que trascienden el ámbito de la propaganda, de la buena imagen que las dictaduras siempre tratan hasta cierto punto de propagar. Pero esto también crea posibilidades y preguntas a la luz de lo que puede traer 2021. Ya que las FAES son cada vez más señaladas en el exterior como el cuerpo que protagoniza esos abusos, ¿las disolverá Maduro a cambio de un alivio en las sanciones? ¿O con un poco de maquillaje basta y sobra?
De todas las opciones sobre la mesa, a la mesa como única opción
Las sanciones internacionales se convierten en el tema central de lo que tenemos por política, como en otras épocas ya lejanas lo fue el uso de la renta petrolera o la restitución de la democracia. Como en Cuba con el embargo. El régimen usará las sanciones como excusa para todas las carencias y justificación para la represión. De hecho, estas medidas afectan a la población (aunque claro que eso es y seguirá siendo fuente de debate), y también a gente del régimen, por lo que la prioridad de Maduro en 2021 será conseguir que baje esa presión sin que su poder sea amenazado. Ante el evidente fracaso de las sanciones como método para quebrar la alianza chavista como esperaba el gobierno de Trump, y el lamentable espectáculo de la llamada Gedeón, la administración Biden usará esas sanciones para negociar con Maduro alguna apertura que conduzca a elecciones verdaderas en el futuro. La oposición en torno a Guaidó, por su parte, ofrecerá algo que no depende de ella: reducir esas sanciones a cambio de sentarse en esa mesa de negociación para definir los términos del regreso a la democracia.
Como dijimos en nuestro último Political Risk Report de 2020, el chavismo nunca ha negociado, nunca ha cedido. Sabemos que esa negociación viene, pero no qué dará a cambio el régimen, aunque es fácil pensar que ofrecerá primero liberar a presos políticos como Roland Carreño o los ejecutivos de Citgo. Los cubanos, los iraníes y los rusos le están enseñando cómo resistir años y años bajo presiones internacionales sin hacer concesiones democráticas.
El pragmatismo como tabla de salvación
Ya lo asomábamos a finales de 2019, cuando el gobierno de Maduro sobrevivió a uno de sus años más complicados. Recordemos que por un momento, durante el primer semestre del año, el régimen estuvo descolocado por el casi rotundo apoyo nacional e internacional a la administración Guaidó. Pero ya en diciembre el ánimo local era otro. El madurismo se aferró al poder, como de costumbre, pero hizo algo inesperado: desapareció por unos meses y permitió que una minúscula economía se oxigenara. La consecuencia fue que aquellos favorecidos por esta “oxigenación” se fueran aclimatando a la idea de convivencia con el chavismo. Y para aquella mayoría que no se beneficiaba de los nuevos negocios, que veían como la alternativa política se iba desvaneciendo, quedaban pocos caminos. Concentrarse en la supervivencia o irse. De cualquiera de las dos formas, lo que se leía en las dos alternativas de los más débiles era el abandono total de la idea de un cambio político. Pero eso fue 2019.
2020 fue un año mucho más complicado para el mundo, pero no necesariamente para Maduro. La pandemia le ayudó a apretar tuercas y ganar tiempo para aprovechar los cambios de paradigma que trajo el covid-19 y, al menos, hacer una serie de cambios clave en el discurso chavista: la gasolina y los servicios no son gratis, el dólar no es malo y los ricos tampoco, y hay que privatizarlo todo. Plantear una suerte de oligarquía rusa a la caribeña a ver qué tal, y zanjar aún con más fuerza la brecha entre los que pueden y lo que no.
Se oye con frecuencia “las redes sociales no son el país”, y es verdad, pero es en Instagram y Twitter donde se despliega la comodidad de aquellos quienes viven en esta Venezuela pero con mejor conexión a internet que Miami, y también la ira de quienes no tienen vías institucionales para protestar, así como los esfuerzos de los medios de comunicación que quedamos para llegar a la gente. Fuera de esos espacios donde chocan la opulencia y la indignación, la desinformación y el periodismo, aguarda una realidad mucho más seca y menos discursiva, donde la mayoría pasa la página rápido y se enfoca en lo urgente: ¿cómo sobrevivo? ¿cómo me adapto?
Así seguirá siendo en 2021. Y el chavismo lo sabe.