Tengo que confesar que de niño no fui un lector ávido. Tampoco me atrapaba escuchar historias. Mi encuentro con la lectura y la literatura fue fortuito: cuando tenía nueve años mi papá llevó a la casa unos atlas sobre los estados de Venezuela y, entre ellos, coleado, estaba Harry Potter y la piedra filosofal. Esa fue mi puerta de entrada a la novela y, aunque no lo entendía mucho y no pronunciaba los nombres como después supe que era, ese libro fue justo lo que necesitaba: una historia que despertara mi imaginación y mi apetito de mundo extraños.
El segundo tomo de Harry Potter lo leí gracias a que la hija de la jefa de mi mamá me lo prestó. Ese volumen todavía está en mi biblioteca. Pero las películas de la saga se estrenaron antes de que pudiera conseguir algún compañero de colegio que me prestara los siguientes, así que hasta ahí llegué. Sin embargo, el germen de la lectura ya estaba sembrado en mí.
A los 17 años, por primera vez, pisé una librería con dinero para gastar en un libro —en realidad, mis padres me habían dado ese dinero para comprar ropa.
Como siempre he sido introvertido y no conocía mucho la ciudad, me fui al Sambil —el único centro comercial al que sabía llegar solo— y entré a TecniCiencias, la otrora gran cadena de librerías que tenía sucursales en muchos puntos del país y ahora solo está presente en dos estados. Quería una historia para leer durante las vacaciones de diciembre.
Ya dentro, y con el dinero contado, la escogencia se basaba en reducir al mínimo el índice de decepción. Me decidí por un thriller médico que todavía conservo como prueba de que, a la hora de la verdad, supe elegir. Lo triste es que la tienda donde compré ese libro, trece años después, ya no existe.
En veinte años la mayoría de nuestras experiencias en librerías se ha reducido por muchos factores, todos ellos relacionados con la aguda crisis política y social que tiene sumido al país en otras urgencias. A la que se suma la pandemia.
Estantes que son portales
Jorge Luis Borges dijo que siempre imaginó el paraíso como una especie de biblioteca. Yo agregaría que, si hay un portal a otros mundos, este debe estar camuflado en los estantes de una librería. Cuando he querido olvidarme de todo —y de todos— un libro siempre ha sido la mejor opción.
Mi educación sentimental también está íntimamente ligada a los libros. Nada me hacía ir tan rápido a una librería como la certeza de que mi corazón se rompía en pedazos. Pensaba entonces en una versión de Neruda, si nada nos salva del amor, al menos que los libros nos salven de la soledad. Con la literatura también se puede conocer la otredad, ser testigo de una historia que no se protagoniza, pero donde uno se topa con sus propios rastros.
Hoy la industria editorial venezolana pasa por una situación más que compleja. La hiperinflación ha incrementado de un modo absurdo los costos de producción y los libros no son ni un negocio rentable ni un bien prioritario.
Hace más de cinco años que las grandes casas editoras internacionales —como Random House y Océano— se fueron del país por las estrictas medidas del control cambiario. Si a eso le sumamos que los pequeños emprendimientos editoriales tienden a morir —ya sea porque sus fundadores se van del país o porque no dan para vivir—, podemos concluir que la industria pasa por su peor punto menguante.
Aún en este panorama adverso, resisten algunas editoriales y aparecen otras, pero para llegar a ser un negocio que rinda frutos, los libros se comercializan a precios que la gran mayoría de la población no puede pagar. En Venezuela, un libro de un autor nacional publicado por una editorial extranjera puede llegar a costar diez veces nuestro salario mínimo, sin considerar el costo del envío.
A eso se suma el cierre de las librerías. Esto ha roto la conexión tradicional entre los libros y los lectores, quienes han perdido los festivales y las presentaciones donde se debatían ideas y se compartían visiones, amén de la sensación de pertenecer a un círculo literario en el que nos reconocíamos como una comunidad.
Todo lo anterior hace que los ejemplares impresos ya no sean viables en Venezuela y haya que recurrir a la edición en digital. Pero el cambio del soporte de lectura se ha impuesto más por supervivencia que por progreso.
Y pese a los intentos de venta online de libros y las múltiples iniciativas de comercio promovidas en redes sociales, la relación entre autores, librerías y lectores permanece rota.
Los libros de la gran cantidad de autores locales publicados en el extranjero no aterrizan de forma constante por estos lares. Quisiéramos leer a muchos, pero son pocos los que están a disposición de los lectores que aún residimos en el país.
Oscar Marcano, Rodrigo Blanco Calderón, Michelle Roche, Camilo Pino, Daniel Centeno, Antonio López Ortega, Gustavo Valle y Keila Vall son algunos de los narradores venezolanos cuyos libros han sido elogiados ampliamente por la crítica. Pero sus libros se echan de menos en las estanterías de las pocas librerías que quedan aún en pie.
Intemperie de librerías
Hace cuatro meses compré Chulapos mambo, un libro de Juan Carlos Méndez Guédez publicado por la ya desaparecida Editorial Lugar Común en 2012. Hasta el día de hoy, ese ejemplar figura como mi última compra de un libro físico. El día que lo compré, tras conversar casi una hora con el librero de Estudios de Caracas, llegamos a la conclusión de que las librerías siempre habían sido un refugio: para olvidarse de unas cosas y para adentrarse en otras. O hasta un refugio literal, como Lugar Común que abrigó a algunos manifestantes en las protestas de 2014 y 2017. Pocos días después de mi visita, la Librería Estudios cerró.
El cierre de las librerías tiene muchas razones. No solo son los costos como el alquiler de los locales, ni limitaciones como la pandemia. A veces también cierran por motivos humanos: han migrado los lectores y también los libreros, que intentan echar raíces en tierras más prósperas. Con ellos se ha ido gran parte de la tradición de los locales.
El colapso material de la industria editorial en el país puede que sea la más evidente, pero hay otras carencias más espirituales que lo acompañan. Uno echa de menos esas recomendaciones in situ de un buen librero, que podía torcer tu plan de compra. Y que podían ser muy discretas. Cuando iba a Templo Interno en el Centro Plaza, para saber si había elegido bien buscaba los ojos vigilantes de su librero, el poeta Alexis Romero, quien solo con ellos condenaba o aplaudía mi selección.
De la ida a las librerías se echa en falta la sensación de comunidad. Las personas reunidas ligadas por el amor por la literatura. El sonido de las páginas al pasar o el romance olfativo con un libro nuevo. La efervescencia silenciosa de esos locales y los pequeños gestos que nos unían. Es triste ver cómo se van perdiendo esos lugares, como de un día para otro cambian su fachada y se transforman en bodegones, farmacias o gimnasios.
Encuentros cercanos de muchos tipos
Las joyas de mi biblioteca son mis libros firmados. Tan familiar era el contacto con los autores que en una edición de su libro Jezabel, Eduardo Sánchez Rugeles me escribió “a José Gregorio, mi buen amigo de los Festivales de Altamira”.
Muchos momentos memorables de mi vida son los que me acercaban a escritores que admiraba. Cuando comprendía que eran de carne y hueso, como yo, y que las historias que muchas veces me conmovieron hasta el llanto, provenían de mentes como la mía haciendo sinapsis. Es decir, ni ellos eran especímenes de otro mundo, ya que yo podía verlos y entenderlos, y yo no estaba solo ya que la lectura me hacía sentir comprendido.
Recordar los festivales de la lectura en Chacao me hace caer en una nostalgia profunda. O en el lugar común de que todo tiempo pasado fue mejor. Aunque duraran solo unas semanas al año, daba gusto ver que las plazas se llenaban de gente convocada por la literatura. Los lectores y los escritores cogíamos aire para luego volver a la pulsión de leer o de crear, en unas cuantas palabras, universos enteros.
Aunque se sienta la ausencia del aura literaria que alguna vez tuvo el país, no se puede decir que la riqueza de esa forma de vida cultural haya desaparecido. La causa literaria resiste pese a los obstáculos.
La gente que lee no ha desaparecido, tampoco la gente que escribe. Quizá estamos más dispersos, o agazapados, pero siempre esperando un evento que nos haga volver a ver esos conocidos con los que quizás ni hemos hablado, pero reconocemos como cultores de una tradición que ojalá esté lejos de extinguirse: la de cruzar la puerta de una librería para hojear ejemplares, sumergirse en una historia o tan solo conversar sobre ellos mientras tomamos un café.
Una cita atribuida a Paul Valéry dice que los libros tienen los mismos enemigos que la humanidad: el fuego, la humedad, los animales, el tiempo y su propio contenido. Yo agregaría el olvido a esa lista de amenazas. Para protegernos de olvidar, sigo yendo a La Poeteca y al Buscón, a Kalathos o cualquier otro lugar donde se reúnan lectores. Me alivia comprobar que aunque muchos autores, libreros y lectores se han ido, las librerías siguen ahí como templos de la memoria de las cosas que ya pasaron y como promesa de las que aún pueden pasar. Siempre con ayuda de los lectores.