El 14 de agosto, levantó ciertas expectativas una declaración del Departamento de Estado de Estados Unidos, respaldada por algunos otros países, que ofreció levantar las sanciones si se dan avances creíbles en unas elecciones presidenciales y parlamentarias. Poco después el régimen de Nicolás Maduro empezó a excarcelar una lista de 110 personas, varias de las cuales eran presos políticos. Se supo que el gobierno turco, aliado de Maduro, y políticos de oposición que quieren participar en las elecciones parlamentarias de diciembre, como Henrique Capriles, participaron en los diálogos relacionados con esas excarcelaciones y las parlamentarias.
Todo esto ha vuelto a poner en debate la posibilidad de una negociación que dé lugar a una transición política. El problema es que una negociación o un acuerdo no parten del reconocimiento del otro, ni de la voluntad de reconciliación, sino del cálculo que hacen los actores políticos según sus luchas y relaciones de fuerzas.
Es decir, una negociación no es el fin de la lucha política sino su “continuación por otros medios”, cuando los contendientes entienden que unos no pueden ganar y otros no pueden ser derrotados.
Algunos recuerdan lo que pasó en Chile, Sudáfrica y Nicaragua para decir que es posible no solo una solución puramente diplomática, basada en la benévola mediación de la comunidad internacional, sino una “salida electoral” con Maduro en el poder durante las elecciones. Es decir, una solución sin rupturas ni lucha política, donde se imponen la racionalidad y el respeto por el otro o la ley internacional triunfa con sanciones que castigan al malvado y vindican al bueno. Igual ocurre con la propuesta de un “acuerdo humanitario” en que las facciones políticas dejarían de lado sus intereses en pro del bien común. Pero esto es una óptica que parte de un principio moral, no político. Bonito pero no eficiente, como decía un general chino.
¿Cómo son las negociaciones en la vida real? Veamos esos tres casos paradigmáticos —y frecuentemente citados— de transición pacífica, que pueden servirnos para evaluar si son fundadas las expectativas que se tienen en este momento sobre Venezuela.
Once upon a time in the Cold War
En los años ochenta los regímenes autoritarios en todo el mundo caían como fichas de dominó. Aunque luego se propagaría una narrativa en que el papa Juan Pablo II y Ronald Reagan iban por el mundo regalando democracia, en realidad lo que estaba sucediendo era que el agotamiento de los viejos modelos autoritarios se manifestaba en revueltas y protestas internas, mientras que el declive de la lógica geopolítica de la Guerra Fría se manifestaba en el quiebre de complejas redes de alianzas.
Así, no fue el papa quien derrocó a Ferdinand Marcos y a François Duvalier, sino los filipinos y los haitianos. George Bush padre no hizo la llamada revolución de terciopelo, sino los checos y eslovacos. Porque las estrategias que habían hecho de esos tiranos aliados imprescindibles para el Vaticano o Estados Unidos habían cambiado: no llegaron tanques soviéticos a Praga para defender a los comunistas, como sí había pasado en 1968, ni marines a Haití para proteger a Baby Doc. Esos aliados habían sido necesarios para que las potencias controlaran con su ayuda espacios geopolíticos, pero con la creciente resistencia de las multitudes a partir de 1989, sostener esos regímenes se hacía más caro para Estados Unidos, y con la Perestroika en la URSS, su valor para el Kremlim disminuía a cada año.
En otros países el corte no fue tan claro y pasó por negociaciones políticas, pero el esquema no fue demasiado diferente: un cambio radical en las relaciones de fuerzas hacia dentro coincidió con otro en la geopolítica, y esos reacomodos generaron presiones tan grandes, urgentes y críticas que alteraron por completo la racionalidad y los cálculos de los gobernantes y sus aliados.
Así ocurrió en Chile, Nicaragua y Sudáfrica, que tenían en común:
- Una oposición fuerte y extendida a lo largo de la sociedad.
- Aliados que se alejaban del gobierno o hasta presionaban para emprender una transición.
- Precedentes en que el régimen o un sector de él había reconocido la necesidad de un cambio político.
Veamos cada factor, caso por caso.
Chile: dos oposiciones y un Washington desencantado
En este país suramericano una compleja —y a veces cuestionable— negociación terminó con un plebiscito en 1988 sobre la continuación del dictador Augusto Pinochet en el poder, un referéndum para una reforma constitucional en 1989 y unas elecciones presidenciales ese mismo año. ¿Cómo pasó esto?
Desde 1983, cuando los obreros del cobre convocaron a la primera de diez jornadas nacionales de protestas, la gente había estado en las calles. Esto significó años de movilizaciones que, aunque frecuentemente reprimidas, no cesaban y cambiaron por completo el clima político. En 1986 falló un atentado contra Pinochet, lo que llevó a que un sector de la oposición se inclinara por negociar y otro siguiera buscando un derrocamiento. Aunque divididos, ambos recuperaron el espacio público y buscaban terminar con el gobierno militar lo más pronto posible.
Documentos desclasificados muestran cómo las protestas cambiaron por completo los cálculos del gobierno de Reagan, pese a la simpatía de ese presidente estadounidense por Pinochet: el embajador americano participó en marchas de oposición, se le negaron créditos al gobierno militar y hasta se le dio un ultimátum directo a los miembros de la Junta Militar sobre las consecuencias de desconocer los resultados del plebiscito.
Además, desde la constitución de 1980 el régimen chileno había aceptado una transición al gobierno civil: una “democracia limitada” sin partidos y tutelada por los militares. La disputa era sobre los fines, la duración, y las características de esa transición. Todas esas cosas terminaron coincidiendo para la transición chilena, que pasó por difíciles concesiones: Pinochet quedó como jefe del Ejército por unos años y hasta ahora no se ha cambiado la Constitución vigente durante la dictadura.
Nicaragua: una pausa democrática
Luego de muchos años de gobierno sandinista, en 1990 hubo unas elecciones donde ganó la opositora Violeta Chamorro. ¿Cómo lo lograron?
Tras ser aclamados por derrocar al tirano Anastasio Somoza en 1979, los sandinistas se ganaron muchas resistencias por su autoritarismo y brutalidad. La oposición nicaragüense estaba armada al principio con un frente principal en la llamada Contra, una milicia de derechas bien financiada y armada por los EEUU. Pero también hubo una resistencia armada de izquierda de Edén Pastora y la de los indígenas Miskitos. Solo en 1989 la Contra movilizó a 8.000 nuevos combatientes. También había una crisis económica severa.
Obviamente la URSS apoyaba militarmente a los sandinistas dándoles armamento y petróleo. Pero con Gorbachov la relación se enfrió y los envíos de petróleo habían disminuido en un 40 %, a medida que la URSS se eclipsaba. Además, los sandinistas también estaban presionados e influenciados por sus socios, que les habían apoyado en la guerra contra Somoza. En 1986 y 1987 se aprobaron los Acuerdos de Esquipulas que establecían paz y elecciones libres para Nicaragua, una hoja de ruta no reconocida por los EEUU pero sí por los sandinistas. En 1987 un acuerdo con los Miskitos cerró ese frente de lucha. Los sandinistas, cuya popularidad era todavía grande, estaban seguros de que, usando la fórmula de Esquipulas, podían parar la guerra y ganar las elecciones, dejando a EEUU sin excusa para intervenir.
Aunque la estrategia salió mal en el corto plazo, en el largo se reveló exitosa: el sandinismo volvió al poder años después, con Daniel Ortega, pero esta vez en una versión perturbadoramente parecida al somocismo: las imágenes de la salvaje represión de estudiantes de oposición en 2018 recorrieron el mundo.
Sudáfrica: un cambio de colores
Es un ejemplo muy citado, que comenzó con el referéndum solo para blancos en 1992 que decidió el fin del apartheid y las elecciones en 1994 en las que Nelson Mandela fue elegido presidente. ¿Cómo pasó?
El partido Congreso Nacional Africano estaba al frente de un movimiento multirracial y multipartidista de millones de personas con brazos pacíficos y armados. Pese a décadas de represión la movilización continuaba con huelgas y protestas. Su líder encarcelado, Nelson Mandela, era el político más popular del planeta.
Aliada con Israel, Inglaterra y EEUU, Sudáfrica era una sociedad militarizada y el socio fundamental de Occidente en África durante la Guerra Fría, lo que les permitía sobrevivir al bloqueo de la mayoría de las naciones del mundo. En 1989, con la caída de la URSS, perdió todo valor estratégico, se convirtió en una carga para sus aliados y el gasto militar se hizo asfixiante. Como en Chile, EEUU empezó a presionar por un cambio.
Finalmente, ya desde 1983 se había admitido que el apartheid era insostenible y una reforma constitucional empezó a desmantelarlo. Desde 1982 se venían sosteniendo negociaciones secretas con Mandela. El deshielo autoritario a principios de los noventa terminó dando el impulso final hacia la transición, que contó con el apoyo imprescindible de parte de la élite afrikáner.
Un régimen con todo por perder
Como podemos ver, en todos estos casos había una oposición fuerte y movilizada, los aliados del gobierno en cuestión presionaban para negociar, el gobierno mismo había previamente emprendido negociaciones y reformas serias, y había una situación en la cual unos no podían ganar y otros no podían ser vencidos.
Para que estos precedentes de “salidas electorales” y “triunfos de la diplomacia” invocados tan a menudo fueran válidos para Venezuela, tendríamos que tener a un embajador cubano o ruso participando en manifestaciones de oposición, miles de hombres en armas apoyados por EEUU en pie de guerra, o un vasto movimiento democrático con un líder más venerado que el papa ocupando las calles.
Como sabemos, lo que ocurre es totalmente distinto.
- No hay una presión interna acuciante, urgente ni determinante, que obligue al gobierno a cambiar su estrategia. ¿Por qué habría de negociar un gobierno tiránico con una oposición apaleada?
- Los aliados no le han quitado el apoyo a Maduro. Los que pueden presionarlo para que negocie son Vladimir Putin y Raúl Castro. Pero ellos parecen conformes con el statu quo y dispuestos a perpetuarlo.
- No hay instancias previas en que el gobierno haya demostrado que le interesa negociar o renunciar a su monopolio del poder político.
Entonces no hay razones para que el chavismo negocie su poder absoluto, menos aún su salida. Ha vencido a la oposición una y otra vez y desde su punto de vista es totalmente absurdo negociar con ella: por eso se ha dedicado a fabricar la oposición que les conviene. Pero el “diplomatismo” no deja de plantear dos escenarios: o la comunidad internacional conduce un acuerdo racional y humanitario en que todos se encuentran para evitar el sufrimiento, o doblega con justas sanciones a los malos hasta que acepten el imperio de la ley.
El problema es que lo que es racional para unos no lo es para otros: Maduro es racional en el sentido de preservar su poder absoluto. Es el famoso “costo de salida”: el chavismo tiene un país entero por perder, por eso avanza y no retrocede en una racionalidad inmediata de sobrevivir, de aguantar un día más.
Las acciones de Maduro son lógicas para alguien a quien la experiencia le ha enseñado que siempre puede sobrevivir.
Y con EEUU en una crisis sin precedentes, con Trump tratando desesperadamente de aferrarse al poder, ganar unos meses más parece mejor idea que nunca.
Las sanciones en realidad las sienten en carne propia las personas en la cola de la gasolina. De más está decir que para la élite chavista el sufrimiento humano no es un factor determinante, aunque en realidad tampoco necesariamente lo es para toda la oposición. Sufren las presiones y los agobios del colapso los venezolanos comunes y no las élites, que no tienen mayores urgencias por resolver nada o que pueden sortear las dificultades. Y buena parte de la dirigencia de oposición está casi tan blindada contra la crisis como la chavista, aunque corre el riesgo de ser arrestada o secuestrada.
Eso nos lleva de nuevo a las sanciones: no hay siquiera un solo caso en que las sanciones internacionales hayan por sí solas llevado a una transición política en ningún país. Cuba y Zimbabwe, aunque sancionados, han sobrevivido por décadas. Ni el chavismo ni ningún otro régimen autoritario siente que las sanciones le obliguen a salir del poder: ante crisis, desastres y cercos, los gobiernos despóticos o tiránicos negocian sus principios y algunos intereses para mantenerse en el poder. Por eso tantos han abandonado el estatismo y el socialismo para hacer reformas de mercado, como en los casos paradigmáticos de China y Egipto. Por eso Maduro ha abandonado en gran medida la forma de gobernar de Chávez.
El poder absoluto sobre un país o sobre otros, solo se negocia cuando se ha perdido. Es ahí cuando cambian las razones y los cálculos y se empieza a pensar en compensaciones por esa pérdida: prebendas y potestades en el caso de Nicaragua y Chile, o garantías de que la mayoría negra no se iba a meter con las riquezas y privilegios de la minoría blanca, en Sudáfrica.
Donde un gobierno impone sufrimiento y miseria solo hay cambios cuando los que los padecen pueden oponerse a ellos e imponer sus propias razones con más o menos fuerza. Esto no es condición suficiente pero sí necesaria. Con una red de aliados que parece inquebrantable y una oposición que se disuelve, el chavismo no tiene razones para cambiar sus planes o cálculos.
Lo único que queda en nuestras manos entonces es construir, dentro y fuera del país, una oposición que el gobierno no pueda vencer o suprimir y que, en algún momento, pueda encontrarse con una situación internacional más favorable o con un chavismo todavía más fragmentado.
Si no es posible, Venezuela será de esos países de los que solo se puede huir o en los que hay que buscar cómo sobrevivir. Pero, como quiera que sea, lo primero es enfrentar la realidad, en vez de hacer apuestas ilusas.