Conocí a Lourdes Blanco como la esposa de Miguel Arroyo y, aunque ella mantuvo viva la entrega a esa relación hasta el último día, pronto entendí que esa definición, aunque cierta, era demasiado estrecha para una mujer con el perfil, los intereses y el legado propios que es necesario recordar y celebrar. Y no solo por justicia con ella, sino para insistir en la reserva moral, intelectual y ciudadana que hemos sido y somos y —por eso— podemos y debemos seguir siendo.
Lourdes ya se había destacado como crítica y curadora antes de comenzar a trabajar como directora de la Sala Mendoza, en 1969. Y fueron los suyos años de particular esplendor para ese peculiar espacio pues, entendiendo las oportunidades y responsabilidades que permite estar libre tanto de las urgencias de una galería comercial como de los compromisos de una institución pública, desarrolló muestras de creadores de renombre a la vez que abría la Sala a autores y eventos que difícilmente hubieran conseguido acceder a otros espacios. Con un atinado balance entre artistas consagrados y emergentes sólo comparable al contrapunto de autores en la Ciudad Universitaria de Caracas, bajo su dirección la Sala Mendoza contribuyó a vitalizar la entonces efervescente escena cultural nacional desde una posición al mismo tiempo periférica y referencial.
Luego, desde la dirección cultural del Centro Venezolano-Americano, Lourdes transformó la imagen de lo que todos percibíamos como una instancia solo para tomar cursos de inglés en la de una institución decidida a mostrar, a través de conciertos, recitales y eventos, la riqueza creativa de los Estados Unidos y compartirla en actos que lograron nutridas concurrencias.
Más tarde, al frente del Centro de Conservación de la Biblioteca Nacional, construyó un organismo reconocido nacional e internacionalmente por su capacidad técnica y el rigor tanto en la identificación del material a preservar como en los métodos para su clasificación y cuidado.
En 2000 presentó en la Galería de Arte Nacional los resultados de la investigación desarrollada con Miguel Arroyo y Erika Wagner sobre Arte prehispánico en Venezuela, un trabajo de investigación, documentación y catalogación de extraordinaria importancia, mostrado en un montaje de excepcional calidad en el que colaboró activamente Carmen Araujo y cuyos hallazgos quedan para la posteridad gracias al detallado catálogo que diseñó Álvaro Sotillo.
Trabajó en el programa Memoria del Mundo de Unesco casi desde su fundación, y en esa posición insistió tanto en la importancia del registro y la conservación de documentos históricos y contemporáneos como en el hacer accesible esos conocimientos al público, las instituciones responsables y posibles coleccionistas y/o herederos.
Desde la muerte de Miguel Arroyo, en 2004, Lourdes se dedicó a ordenar los extensos archivos de quien fuera su esposo, como un compromiso no solo personal sino también ciudadano, para hacer públicos los testimonios de uno de los protagonistas principalísimos de la modernidad venezolana.
En este tiempo no dejó de plantear nuevos proyectos, de organizar libros que deja casi listos para su publicación, desarrollados con la participación de varias personas y hasta literalmente el día antes de su muerte, ni dejar de participar en actividades en el medio cultural.
Organizó, en 2005, la muestra Interior Moderno. Muebles diseñados por Miguel Arroyo, que a muchos reveló esta faceta de un hombre tan prolífico; escribió y gestionó la edición del libro Miguel Arroyo y la cerámica, ya impreso pero aún pendiente de ser presentado oficialmente; y organizó el ciclo Centenario Miguel Arroyo 2020, promovido por DO.CO.MO.MO Venezuela, Forma M20 y la Sala TAC, de cuya Junta Asesora formó parte por muchos años y en cuyos espacios planeaba presentar una muestra sobre la obra de Miguel que acompañaría con una publicación y que por la pandemia no se hizo y ahora queda en suspenso.
Tuve la suerte de compartir con Lourdes muchas cavilaciones y algunas consideraciones sobre este proyecto que, para hacer justicia a la dimensión y producción del personaje, habría exigido una escala física y documental casi imposible. Lourdes lo fue adaptando a algo más factible, sin dejar de organizar el enorme legado que Miguel nos dejó. Ese trabajo, en gran medida, le permitió conocer más la vida de ese hombre, veinte años mayor que ella, con quien compartió casi cuarenta años.
Apenas unas horas antes de su muerte y sin que ninguno de los dos sospecháramos lo que estaba por suceder, me llamó para confirmar datos y fechas de una nueva fotografía que había encontrado y que permitía seguirle el rastro a un asunto que la venía preocupando. Apenas un par de semanas antes habíamos hablado del tema, compartido hipótesis y, como era usual, discrepado en nuestras asunciones, para terminar ofreciendo vernos y esclarecer este punto y otros. Ese encuentro ahora no podrá ser.
Y es que hablar con Lourdes era frecuentemente un reto, siempre agradable pero pocas veces fácil. De verbo fluido, razonamientos contundentes, admirable amplitud para conectar temas y gusto por la polémica inteligente, exponía sus puntos con una decisión que solía aliviar con esas carcajadas frescas que ya muchos extrañamos. Varias veces me hallé en desacuerdo con lo que decía, pero sin argumentos para contradecirla, pues su lógica era tan articulada y expresada con tal convicción que podía poner a dudar hasta a quien la adversara más abiertamente. No creo que a Lourdes le haya preocupado jamás decir lo políticamente correcto ni disfrazar su pensamiento para agradar a alguien o para obtener algún beneficio personal. Su franqueza solía ser polémica, pero jamás estuvo en duda y creo que quienes la conocimos coincidiremos que esa era (junto a su proverbial calidad culinaria y calidez como anfitriona, común entre las hermanas Blanco) una de sus virtudes más notables.
El proyecto de organización de los archivos de Miguel y las varias publicaciones propuestas a partir del análisis de ese material quedan inconclusos y, por ello, nos comprometen a quienes ofrecimos hacernos cargo de alguno de sus capítulos a completarlos y publicarlos. Varias veces expresó su temor a que la muerte la alcanzara, como ocurrió, sin haberlo terminado. Pero en esta realidad veo otro motivo de admiración a esta mujer inquieta y activa que acabamos de perder y otra lección que nos deja de esta incesante productora de ideas y encuentros.
El trabajo de rescate, identificación, transcripción, ordenamiento y catalogación de los materiales es impresionante y su metodología aleccionadora.
Todo ello nos facilitará el trabajo a quienes ofrecimos hacerlo y a quienes en el futuro deseen estudiar la memoria de ese tiempo fundamental, para entender nuestra historia y entendernos en ella. Y es que, aunque nunca ejerció la docencia de modo formal, en todo su trabajo se advierte una marcada voluntad didáctica que ahora podremos notar y aprovechar con mayor intensidad.
Ojalá ese esfuerzo cuente con el apoyo de una persona tan diligente, inteligente, eficaz, cultivada, amplia y solvente como Lourdes Blanco y que pueda desarrollarse en ambientes con la calidad humana, técnica y documental que ella garantizó en cada trabajo que acometió.
No será fácil, pero ella misma nos demuestra que es posible.
Lograrlo será el mejor, quizá el más perdurable homenaje a esta mujer ejemplar.