Cuando el techo del pasillo de la UCV se cayó hace ya más de dos semanas, las redes dentro y fuera de Venezuela se levantaron en otro ciclo más de indignaciones, que después sucumbió a la difícil rutina que no deja tiempo ni fuerzas para otra cosa que no sea llegar al final del día. Como con muchos otros episodios de esta constelación de crisis que tenemos, esta también nos la cargamos sobre los hombros y buscamos seguir andando a pesar de todo.
El consenso es claro, el techo de la Ciudad Universitaria simboliza un nuevo fondo en la condición del país y de sus casas educativas. Pero si esto ha de empujarnos a cuestionar cómo llegamos a estos tiempos tan difíciles (de los que El País hace un conteo desgarrador), es necesaria una visión más amplia en la que las inquietudes por la academia vayan más allá de sus estructuras visibles y de los tiempos más recientes.
Vale la pena poner sobre la mesa el valor no solo de la educación que se imparte o de la formación de profesionales, sino de la investigación y la reflexión académica. En ese punto nos será útil ver cómo el trabajo de la academia va más allá de los espacios físicos universitarios y cómo atañe incluso a los que se preguntan qué tiene que ver con ellos que se caiga el techo de una universidad en Caracas.
Un artículo de Iván de la Vega de 2003 ayuda a tener una idea de los antecedentes de esta crisis educativa. El artículo resalta que ya a principios de los años dosmil, Venezuela tenía solo un 20 % de los investigadores que se necesitaban (de acuerdo con recomendaciones internacionales) y que las crisis económicas de los setenta y ochenta le abrieron la puerta a una fuga de investigadores y tecnólogos.
Los incentivos para dedicarse a la investigación se fueron adelgazando en los ochenta, y el diálogo entre empresa y ciencia no era fluído.
De la Vega advierte que hacen falta datos y acercamientos cualitativos para ver el problema con más nitidez; y yo quisiera poner la luz sobre la fijación de estas preocupaciones en los centros de investigación en ciencias naturales y tecnología, y la ausencia en la discusión de la observación académica en ciencias humanas.
¿Qué tengo yo que ver con el techo de la UCV?
Los espacios universitarios están para hacerle espacio a la reflexión y al ejercicio de pensar en colectivo. También se encargan de seguirle pistas a fenómenos que explican cómo vivimos y de qué está hecho lo que nos rodea. Con frecuencia se les quita importancia y recursos a los esfuerzos por la investigación, pero se olvida con frecuencia que esos son los trabajos que hacen de eslabones en cadenas bastante largas que les pavimentan el camino a otros esfuerzos más visibles en la vida diaria.
Los programas de desarrollo que le pueden cambiar la vida a muchísimas personas empiezan con investigadores en sociología tomando nota, revisando antecedentes y tocando puertas para hablar con la gente. Los que estudian literatura, a los que tanto les caen encima, tienen la clave de las tendencias de pensamiento de una región y una época.
Estos conocimientos no se crean para que queden en el aire: se expanden y se enlazan con otros más para crear cosas nuevas.
Hablamos de espacios de reflexión, tanto en las ciencias naturales y humanas como en las disciplinas que observan las expresiones artísticas, que pueden ser la base de crecimientos individuales y de iniciativas colectivas que se viven casi siempre fuera de los muros de cualquier universidad.
Estas investigaciones y reflexiones sociales también le dan la mano a la defensa de derechos cívicos y humanos, que son los que nos pueden dar una dirección para el largo camino de reconciliación y de preservación de la memoria que nos espera. La justicia para los derechos humanos y la preservación de la memoria se nutren de investigación y reflexión. ¿Cómo entender esta crisis sin pasar por los tiempos que vinieron antes? Esa es la dura tarea que se le viene encima a los que estudian historia, por ejemplo. ¿Cómo entender esta manera de hacer país que de algún modo nos trajo hasta donde estamos? ¿A quiénes más les ha pasado esto? ¿Cómo han resuelto? A la mayoría de las sombras que nos cazan y de los hilos que nos mueven y que ya no vemos, le siguen la pista aquellos que se meten en bibliotecas, recolectan, anotan y analizan.
De esto se trata la búsqueda del saber que se busca impulsar en las academias y por eso la importancia de entender que estos trabajos reverberan mucho más allá de las puertas de cualquier universidad. Las luchas contra las desigualdades entre hombres y mujeres, contra el racismo; la idea de que todos tenemos derecho a la vida, a la libertad, a un nombre y a trato digno; las historias que se nos cuentan en el cine y la televisión, las referencias con las que nos reímos y las líneas con las que cuestionamos lo que somos y lo que tenemos, suelen tener impulso y chispa dentro de espacios académicos que rara vez se quedan ahí.
Sacar la universidad del edificio y a Venezuela del país
Al pensar en esto como alguien que buscó cobijo en el exterior para seguir una carrera académica (donde es menos cuesta arriba, pero aún nada fácil), salí en búsqueda de otras opiniones y vivencias para pensar en este problema. No tuve que ir muy lejos para conversar con personas consagradas a la investigación que me contaron de varios problemas estructurales que les hicieron el camino difícil en Venezuela. A pesar de la dificultad, no nos concentramos en el abandono a las universidades bajo esta crisis y esta administración. Hablamos desde el extranjero y también de los tiempos que le abrieron la puerta a los de hoy.
Eso nos llevó a pensar en las bibliotecas con ediciones que no llegaron mucho más allá de los años cincuenta y de los precios imposibles de pagar de los libros actualizados. También de faltas de equipos (por presupuesto o por robos) y departamentos enteros que llevaban ya décadas trabajando con las uñas. Imposible olvidar los sueldos de profesores que siempre parecían ser la última prioridad en los recursos, a pesar del trabajo diario y al pulso con el que nos cambiaron la vida. Lo digo a título personal, pero sé bien que no soy la única: más de diez años después de salir de la UCV y tener varios contactos académicos fuera del país, nunca conté con profesores tan inspiradores y carismáticos como los que tuve en la Facultad de Humanidades y Educación.
Mientras tanto, en conferencias y encuentros con oficiales de cuerpos educativos venezolanos y latinoamericanos fuera de la región, se lanzan reproches por estudiar a América Latina y Venezuela desde EEUU y de Europa. No es un reproche vacío, esas preguntas tienen un fondo importante que hay que atender. Sin embargo, dejan sin defensa y bajo ataque a quienes no consiguen sino en esos espacios los recursos para investigar, como si aspirar una vida digna mientras trabajan para generar conocimiento fuera una osadía.
Podemos seguir con recursos y sueldos de profesores e investigadores, pero la idea se ahoga muy rápido en un país en el que la moneda se perdió de vista, el hambre está generalizada y un porcentaje nada pequeño de la población fue prácticamente expulsada por la crisis económica. Sin duda, los problemas de la academia desaparecen al ponerlos al lado de las urgencias del país entero.
A lo que quisiera llegar con esto, no obstante, es a la importancia de pensar la investigación como uno de los tantos caminos que nos tocará reconstruir, y de que no se deje activamente de lado como fue el caso de los años anteriores a la explosión política de los años dosmil.
Si de verdad queremos purgar la fuente de esta triste época, vamos a tener que mirarnos, aunque duela, más allá de los años del chavismo.
Tendremos que ver por qué nos parece normal que haya varios campos de conocimiento vacíos en nuestras universidades; por qué se piensa en la educación superior meramente como una fábrica de profesionales empleables; por qué los ciudadanos no se sienten conectados con sus universidades; por qué es tan fácil la burla y el prejuicio contra las carreras de observación científica natural y social; y por qué nuestra concepción de la cultura tiene su centro afuera.
Vale la pena atreverse a pensar en un país en el que los libros no sean prohibitivos y en espacios sociales que se abran a la curiosidad fuera de la academia. En bibliotecas en las que el personal no prohíba la entrada en falda, como me contó una investigadora después de una visita a la Biblioteca Nacional, o en la que los recursos digitales más básicos no sean intermitentes y el interés por llevar registro no dependa del interés de las administraciones. No nos convertimos en un país sin datos de la noche a la mañana, ese punto ciego se montó a fuego lento. Al tener tantos frentes bajo ataque, nos sonó la alarma cuando ya era tarde.
Sin embargo, para pensar en reconstruir sí podemos empujar la rueda al pensar en escenarios en los que se incluyan más personas, más géneros, más colores, más orígenes, más idiomas. Espacios en los que se defienda la participación cívica, el conocimiento generado en diálogo con el mundo y la celebración de nuestras identidades múltiples.
Las experiencias que tuvimos en estas dos décadas con acercamientos a pensamientos decoloniales y más allá de Occidente, que resultaron superficiales y oportunistas, tienen que ser de utilidad para abrirle las puertas de modo real a nuevos márgenes de pensamiento. A pensarnos como testigos y también creadores de líneas de reflexión, a expandir la idea de que no hay uno, sino varios centros globales y a quitarnos de encima la idea de que estamos en la banca con respecto a lo que pasa en el mundo. Estas nuevas aperturas necesitan mestizarse más y hacer visibles nuestras propias pluralidades, a integrar los mundos digitales de modo crítico; y resaltar que la academia no está hecha ya para la torre de marfil sino para el interés común.
Hacer el conteo de los daños es necesario, pero no funciona para construir algo nuevo si no hay un cuestionamiento fuerte de las mentalidades que debilitaron la labor académica antes ya de estos años tan oscuros. Si los problemas de recursos materiales son ya difíciles, hacerle frente a la idea de que el trabajo que se hace no es de interés, es sentir que la batalla está perdida antes de siquiera empezar a jugársela. De los trabajos colectivos largos y difíciles que nos tocan, puede que uno tenga que ser el entender que la educación no tiene que traducirse en trabajo monetario solamente, sino en resultados que nos permitan pensar en realidades distintas, así no sea nuestro destino experimentarlas de primera mano.
Quizás ahora que de Venezuela sale tanto, debamos pensar en sacar a la academia de la universidad también. Las redes de investigadores venezolanos que cortaron los puentes con Venezuela y que no quieren ya pensar en soluciones, me atrevo a decir, son muy pocas. De hecho, hay casos que vale mucho la pena estudiar y que han sido impulsados por diálogos nutridos y dedicados de investigadores fuera de Venezuela con estudiantes en plena fase de formación. Eso lo lograron un grupo de investigadores en física que pusieron en marcha un programa de estudios en el que participan instituciones de varios países, no solo Venezuela.
El proyecto en sus principios logró reunir a investigadores y docentes en el exterior que se sirvieron de internet para organizar seminarios y formaciones. El proyecto sigue creciendo y puede funcionar como inspiración para el trabajo de otros que con seguridad buscarán hacer lo mismo. Sé de muchos que querrán ampliar estas redes de colaboración, me incluyo en este grupo.
Valga este caso para ver dos puntos que pueden acercarnos a ideas y a estrategias clave. El primero, que de todas las épocas en las que nos ha podido tocar ser una diáspora, la de las nuevas tecnologías no parece ser la peor. El segundo, que el trabajo de muchos académicos en el exterior no rompe sus relaciones con el país, al contrario, gana recursos y perspectivas que hacen que todo regrese justo al lugar de donde salió.