Pierdo la cuenta de los días que llevamos en aislamiento. Un programa de radio detalla los más de cincuenta que tenemos aguantando la respiración. Pasamos del verano al otoño sin darnos cuenta. No sé qué color tienen las hojas de los árboles porque solo alcanzo a ver un edificio gris desde mi ventana, y si tengo suerte, algunas tardes se mezcla con el rosa del cielo en el Sur.
Hay noches en las que escucho aplausos a las nueve en punto como oración fija antes de comer. Es el mantra de los balcones afrancesados de Buenos Aires. En el pasillo fuera del apartamento una señora sale a rezar en voz alta cada mañana y en la televisión un grupo de feligreses piden misa in situ.
Pero mientras el argentino espera que Dios lo escuche, el migrante pide que el gobierno lo considere.
Dice el presidente “primero la salud” en cada locución vespertina. Hay salud, sí, pero ¿comida, vivienda, trabajo? Lo escribimos en redes sociales, lo hablamos en videollamadas que se convierten en terapias de contención, o como migrantes lo callamos pensando que la autocensura otorga la ciudadanía.
Desde que todo empezó es común sentirse fuera de lugar cuando escuchas un discurso donde se dirigen a los “ciudadanos”. No somos ni lo uno ni lo otro. No se nos incluye como un grupo al que resguardar, un grupo de valor al cual dirigir una palabra de aliento en un país con más de dos millones de migrantes.
Nadie aboga por los migrantes o las penurias que traen desde que salieron de su tierra.
Aislados de oportunidades
Apenas los repartidores en bicicleta, que en su mayoría son venezolanos, son nombrados en conversaciones cuando son vistos como héroes por la colectividad. La verdad es que si no trabajan no comen y ellos por suerte pueden trabajar.
Para Ana, de 20 años de edad, como camarera la cosa ha ido de sostenible a peor. Quedó con el sueldo a medias y cuando abran el restaurante tendrá menos horas de trabajo (y menos dinero), por el menor flujo de comensales que implica el nuevo protocolo de salubridad. Ni hablar de los trabajadores informales, quienes quedaron en la nada. Como mi amigo Jesús, el caraqueño que estudiaba Filosofía en la UCV y se resolvía vendiendo golfeados en las esquinas de Lavalle con su novia. O Alfredo, un joven de 27 años que pidió ayuda a sus familiares en Venezuela para mantenerse en la cuarentena porque lo echaron del trabajo. Salió en autobús desde Colombia hasta Perú, y allá subió a un avión que lo trajo al aeropuerto de Ezeiza.
En una encuesta realizada por el grupo de investigación Agenda Migrante 2020, más del 80 % de los migrantes no tuvieron acceso al Ingreso Familiar de Emergencia, un bono otorgado para la población vulnerable económicamente. Los migrantes y los refugiados son precisamente personas en situación de vulnerabilidad; cientos de ellos no cuentan con una mano que los ayude a comprar comida o pagar el alquiler. Mientras tanto, llegan las facturas de servicios no subsidiados para venezolanos, senegaleses, colombianos, o peruanos que no pueden salir a resolver el día a día.
Fantasmas de San Telmo
Como si el panorama no bastase, todos los días en redes sociales proliferan los pedidos de ayuda de migrantes, tantos que apenas alcanzo a leer una parte.
Pero en esas mismas plataformas donde corremos a comunicarnos para sobrevivir el torbellino de la pandemia, también hay comentarios despectivos dirigidos a los migrantes. Parece haber una deuda que se debe saldar por respirar en la tierra de San Martín.
A final de mes todos colaboramos con la economía local: pagamos impuestos (tasas migratorias) y servicios a cambio de seguridad social.
La nueva normalidad en estas fechas es el nacionalismo disfrazado de medidas de contingencia, de buena vecindad, de quédate en casa. Todo trajo de vuelta la xenofobia de épocas pasadas, cuando escuchas a un señor de 40 años decir “no sé ustedes, pero yo ya no compro a los chinos” o lees “lo único que nos falta es que tengamos que darles subsidios a estos muchachos”.
Recordando la historia bajo la precarización que vivimos, casi estamos en 1871, cuando la fiebre amarilla provocó que los nacionales vieran como causantes del contagio que se inició en San Telmo a los italianos, que desalojaban de inmediato de los inmuebles alquilados. Son tres kilómetros de mi casa al barrio en el que los dejaban morir para salvar al porteño acomodado. Años después determinaron que fue el mosquito Aedes aegypti el vector, desde las aguas estancadas.
Ahora con suerte no piensan que el extranjero está propagando la pandemia, esa etapa de la crisis pasó, pero quedó asentado que ser de afuera en época de dificultades está mal visto. Con las nuevas tecnologías, el sistema de salud es para todos, porque la pandemia es un asunto federal. Sin embargo, más allá de prorrogar las fechas de expiración de las radicaciones, ayudar al extranjero no es punto de discusión. Por eso toca resolvernos como se pueda. Nadie está preparado para migrar y sufrir el abandono de otro Estado.
Sin embargo, las redes de apoyo venezolanas auxilian en lo posible a quienes están a un lado del panorama local. La crisis está convirtiendo a nuestra comunidad en una red unida y organizada donde los buenos aparecen, pero hay que hacer más. Hay familias con niños o grupos de adultos que no pudieron ahorrar para una emergencia, además no todos están en posición de donar. Queda esperar que todo pase rápido y que brille la habilidad para salir a flote.
Según un estudio de la Asociación de Venezolanos en Argentina, el 99 % de los venezolanos encuestados se preocupa más por obtener comida que por cuidarse de la enfermedad. Venimos de un país que nos hizo conocer el caos, pero le tememos al hambre como cualquier mortal. Aprendimos a hacer arepas con polenta y no con maíz precocido, porque el precio se lo llevó la inflación. Como sea guerreamos, desayunando galletas con té, una manzana, café y cigarrillos. Algunos se preguntan quién salva a las familias que esperan remesas para comprar un cartón de huevos, quién salva al muchacho que está solo en otro país sin poder generar ese dinero.
Dice el historiador argentino Felipe Pigna que “la comparación constante de los hechos del pasado con los actuales resignifica al hecho histórico y le da sentido”. Entonces, dejar memoria de la situación de los migrantes en la pandemia actual contribuiría a mitigar la falta de acción de gobiernos y organizaciones humanitarias. Hoy la comunicación escrita y oral nos alumbra para no ser devorados por nuestras limitaciones; mañana será otro día de lucha donde todos podemos hacer algo.