La doctora Ana Lourdes González no esperaba salir de Venezuela con su familia siendo ya una persona con una formación y una experiencia respetables. Tampoco dedicar a estas alturas buena parte de su energía a reconstruirse. Mucho menos en una ciudad, Quebec, cuya lengua principal no es ni la suya ni la de la mayoría de sus pacientes. Un reto mayor si te dedicas a eso que don Pedro Lain Entralgo llamó “la curación por la palabra”.
Es médica psiquiatra por la Universidad Central de Venezuela y psicoanalista asociada de la Asociación Venezolana de Psicoanálisis (Asovep), y en ambas instituciones fue profesora. En el Urológico San Román trabajó como terapeuta de enlace. Sus inquietudes sobre el sentido, la conciencia y el lenguaje —esenciales cuando hablamos de lo psíquico—, las profundizó cursando Letras en la UCV y Filosofía en la USB. Y aunque no completara esas carreras, fueron estudios que nutrieron su práctica.
Creo que sumar una perspectiva humanística a la que ya supone la psiquiatría, le han permitido a Ana Lourdes González elaborar con matices su propia experiencia de irse y comprender mejor las experiencias diversas de sus pacientes.
¿Qué sucede en la mente de quien migra y qué ha sucedido específicamente en la mente del migrante venezolano, según tu experiencia como analista y como migrante?
Emigrar es una experiencia muy fuerte, que comprende un desmantelamiento violento de la identidad. En la mente del que emigra suceden dos cosas principales: una es hacer frente a todas las pérdidas, es decir tener que elaborar múltiples duelos, y otra, utilizar los recursos que tiene y echar mano de otros que desconocía para enfrentar lo desconocido, para alcanzar la aceptación, adaptación y la integración en la nueva cultura. Ambos procesos coexisten y demandan mucha energía, lo que pone a prueba los límites del individuo. Migrar es una experiencia que implica la vivencia de soledad, de vulnerabilidad, la movilización de intensas ansiedades frente a la incertidumbre, a lo desconocido, a la duda de nuestros propios recursos para salir airosos de esta prueba. Descubrimos todo esto solos.
¿Viven todos los venezolanos la migración de una manera especialmente dolorosa por rasgos que podrían denominarse culturales o identitarios?
La migración, si bien es un fenómeno universal, es una experiencia subjetiva, individual. Cada individuo tiene una historia migratoria particular, unas más benévolas que otras. No es lo mismo migrar con una transnacional, o para realizar estudios en el exterior —lo que llamo migraciones privilegiadas—, que tener que irte de tu país porque tu vida peligra, bien sea porque eres perseguido o simplemente porque tú y tu familia pasan hambre. En el caso de los venezolanos, nosotros fuimos un país que recibía inmigrantes pero no teníamos una cultura migratoria, salvo la interna: la del campo a la ciudad. Muchos se iban a estudiar al exterior, gracias a las becas de Fundación Ayacucho, para luego regresar. Que seis millones nos hayamos ido en los últimos años no es poca cosa, yo hablaría de diáspora.
En tu experiencia, ¿la migración supone siempre principalmente pérdidas?
Las pérdidas constituyen una buena parte de la realidad del migrante, son ineludibles, sobre todo al principio. También podemos pensar que alguien que se fue porque no tenía forma de subsistir y va a donde puede encontrar cobijo y comida, ese tuvo una ganancia; pero en el fondo perdió su país, nada más que la madre patria que no le pudo brindar lo mínimo para su existencia.
Si hablamos de pérdidas, la cosa es que son múltiples, muchas. Te enumero unas cuantas. Las personales: la familia, los amigos. Son pocos los que tienen el privilegio de emigrar con toda la familia, la mayoría de nuestras familias venezolanas están fragmentadas, dispersas por el mundo, hijos dispersos que han dejado a sus padres mayores en el país. Los amigos que se han forjado a través de los años también están dispersos. El trabajo: una fuente de gratificación y reafirmación importante, cambia. Generalmente a las personas preparadas les toma un tiempo tener trabajos acordes a su nivel de formación y experiencia. Los cambios geográficos, climatológicos, lingüísticos tampoco son pocos. Los cambios culturales y los códigos comportamentales, la comida, los hábitos cotidianos, esas cosas pequeñas que vamos descubriendo que dejamos.
Pero claro, no todo son pérdidas. Durante y después del proceso de elaboración de los duelos —que dura un tiempo considerable, dependiendo de cada individuo— nos encontramos con las ganancias, la recompensa por todo el esfuerzo realizado.
Si se lleva a buen término este proceso, el individuo saldrá fortalecido, tendrá muchos más recursos y experiencias que antes, producto de la apertura que hay que tener para incorporar todo lo nuevo.
Pero lo cierto es que no nos podemos saltar la parte dolorosa de este tránsito. Crecer duele. Migrar es una experiencia dolorosa pero también de transformación. Junto con las pérdidas hay una enorme satisfacción por los cambios, por los recursos adaptativos desarrollados, por todo lo adquirido durante el trayecto. Aprehender, integrarse a una nueva cultura es suma, no resta, pero es una experiencia tan fuerte, tan intensa, que demanda tanto de nosotros, que muchos se quedan en las pérdidas, melancolizados, y otros se enferman emocionalmente y/o físicamente.
La experiencia de la migración es universal y una de las más recurrentes en la historia de la humanidad. En todas partes donde hay humanos, han llegado de alguna parte. Siendo así, ¿por qué crees que nos ha costado tanto a los venezolanos migrar?
Parte de esta pregunta te la respondí antes, pero añadiría ahora que los venezolanos teníamos idealizado el país, quizás no conscientemente en el sentido que no sabíamos lo que teníamos hasta que lo perdimos, pero sabíamos que era un país con recursos y que los inmigrantes venían precisamente porque había muchas oportunidades para prosperar. En general sentíamos que teníamos todo fácil y Chávez vino para enseñarnos que no era así, que la vida no era tan fácil como creíamos. Hay un duelo por Venezuela. Los venezolanos nos vimos obligados a salir, en diáspora, y a vivir lo que no habíamos pensado que viviríamos.
Éramos el país de primera proyección en América Latina y nos ha costado perder esa Venezuela de la que no pensábamos partir.
Puedo entender también que nuestra crisis haya afectado intensamente a la región que no esperaba esta hecatombe venezolana. Nuestros países vecinos como Colombia, Ecuador, Perú, son países con cultura migratoria y no estaban preparados para recibir esa enorme cantidad de venezolanos que salieron del país en tan poco tiempo. A todos nos ha tomado por sorpresa este desastre, esta catástrofe no natural sino producida por la naturaleza destructiva, depredatoria de los seres humanos.
¿De algún modo, el sufrimiento venezolano por migrar se relacionará con su incapacidad de responder a un fracaso sociopolítico?
Ese es un tema complejo, complicado. A pesar de que se peleó, de que salimos a la calle y eso costó la vida de muchos jóvenes y políticos, el sentimiento es que perdimos la batalla y que el país se lo quedaron unos bandidos.
¿Podrías dar algunas recomendaciones sobre una elaboración más sana y productiva de una catástrofe como la que hemos vivido?
Estoy segura que esto nos ha enseñado y nos enseñará muchísimo a los venezolanos, sobre todo a los que nos fuimos, porque ya no seremos los mismos —salvo los que se han ido con el dinero robado, esos seguirán siendo siempre corruptos y ladrones—. Pero la gran parte de los que nos fuimos, no volveremos, esa es la parte triste, porque todo ese sufrimiento, esa experiencia, ese esfuerzo realizado no retornará a Venezuela.
La forma más sana de vivir esto es teniendo conciencia de todo el proceso, del dolor, de las limitaciones, del cansancio, de todas las diversas emociones sentidas, de todo ese esfuerzo inmenso realizado para precisamente tolerarlo mejor, aceptarlo.
Sabemos que todo pasará y al final veremos la luz y saldremos fortalecidos, pero las vicisitudes del tránsito son inevitables. También es importante el reconocimiento de ese esfuerzo y de los logros.
¿Podrías hablarme de tu propia experiencia como analista y como migrante? ¿Qué has descubierto de ti? ¿Qué de tu profesión? ¿Qué del país del cual vienes?
Esta pregunta es la más difícil de responder. Para mí ha sido la experiencia más dolorosa de mi vida, yo lo llamo arrancamiento : me he arrancado de mi vida y he tratado de «pegar» en otro lugar. He descubierto una fragilidad, unas debilidades y unas fortalezas que desconocía. Mi profesión no la puedo ejercer, no puedo ser médica psiquiatra aquí, ni siquiera psicoanalista, pero gracias a la tecnología puedo seguirlo siendo virtualmente. Estoy brindando ayuda psicológica comunitaria a inmigrantes que tienen unas historias por lo demás diversas, y eso me ha ayudado a reparar mi identidad lastimada y he ido recuperando espacios que estaban perdidos, dislocados. Ahora, en mi cuarto año de haber llegado es que puedo decir que me siento estable y que me gusta la vida que tengo, no imagino otra. Los treinta años de vida profesional, personal, familiar, no se pueden borrar de un plumazo, pero lo cierto es que lo que yo era y hacía, la familia, los amigos, esa vida que construí con amor y esfuerzo no están aquí conmigo. Lo que tengo ahora es otra cosa, también muy buena. El proceso de migrar, el camino, el tránsito es todo un desafío. Reencontrarse, reconstruirse, reinventarse en y desde otro lugar, pasa por el dolor.