Las mujeres de mi país hemos tenido un modelo de madre que lucha contra viento y marea para sacar a sus hijos adelante. Muchas son solteras, divorciadas o viudas. Si el marido está presente, es muy posible que se desentienda de las responsabilidades del hogar. Con todo, le echan pichón a la vida sin más apoyo que su voluntad. Y lo logran.
Las “cuatro por cuatro”, las “todo terreno”, como se les dice en el argot popular a las mujeres que hacen de todo al mismo tiempo, listas para vencer cualquier obstáculo, como los vehículos rústicos.
Muchas nos llenamos de orgullo al escucharlo y lo tomamos como cumplido. La verdad es que esa capacidad para coordinar tantos ámbitos vitales con cierta eficiencia es digna de admiración.
Matricentrismo se ha llamado a esa organización social en la cual todo gira en torno a la mujer fundadora y decisora de hogar nos ha acompañado siempre, por lo menos en Venezuela. Y una copia el modelo, pues, siente que es normal que su pareja no participe en las “cosas de las mujeres” e interioriza el mensaje, por pesado que sea llevar sola toda la carga a cuestas.
Antes las mujeres aceptaban con sumisión “su lugar”. Luego, cuando salieron a las calles a luchar por su derecho a tener voz, educación y voto —y lo consiguieron a pesar de obstáculos—, mantuvieron la responsabilidad doméstica como su principal rol y tocó encargarse de muchos papeles en paralelo.
Las de mi generación estamos como en una transición. Vivimos una ilusión de igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, pero al mismo tiempo nos empeñamos, con no poca sensación de culpa, en demostrar independencia y propiedad sobre nuestro cuerpo y acción.
¿Tu familia o tu carrera?
Hay una pregunta cruel que se hace a las mujeres desde jovencitas: “¿Qué prefieres: tu carrera o tu familia?”. Digo que es cruel por varias razones.
Una. Te pone en la disyuntiva de elegir entre tus aspiraciones profesionales y un rol sexista obligatorio que ha delegado en las mujeres la labor de cuidar y ser responsable de casa, marido, familia extendida e hijos.
Dos. Es una pregunta que a los hombres no se les hace. Ellos saben que lo primero es su carrera, por aquello del mandato machista de ser hombre proveedor y productor, y además porque entienden que alguien (por lo general una mujer esposa o mujer madre o hija) se encargará de todo lo demás.
Tres. Si acaso respondes “los dos”, el pretender abarcarlo todo al mismo tiempo, a largo plazo se convierte en fuente de gran estrés físico y mental. La publicidad que vende la imagen de una mujer empoderada, obsesionada por encajar, se instala en el imaginario de muchas, las lleva a hacer malabarismos con la vida, sin quejarse y asumiendo como naturaleza sus hazañas multitareas.
Pero aun asumiendo todo, la situación en que nos pone la pregunta no es justa. Quienes quisimos una carrera, tuvimos que soportar miradas desaprobatorias, mensajes culpabilizadores, el temor de no lograr cuidar bien a nuestros hijos, la etiqueta de mala madre, el divorcio y similares.
A pesar de todo nos organizamos, construimos una infraestructura que nos ayudase con los niños y la casa (otras mujeres pobres, más pobres que nosotras, a quienes contratamos cuando las encontramos y tenemos cómo pagarles), tratamos de ignorar juicios que nos quitaran las ganas y el entusiasmo. Pero no es fácil.
La factura
Muchachos, marido, casa, trabajo, diligencias, escuela, médico, estudios y más, los llevamos con la gracia de un malabarista. Esa es la cotidianidad de la inmensa mayoría de las mujeres. Casi siempre viene acompañada por el desgaste físico, la fatiga, poco sueño y mal comer.
Cargar con la responsabilidad de los cuidados y el trabajo doméstico junto al remunerado, genera también dependencia en los demás miembros de la familia. Este estilo de vida no deja tiempo para el propio ocio ni el relax, porque siempre hay algo más urgente o importante que hacer y sientes culpa si no te ocupas de alguien, porque no puedes o porque no quieres.
En el mundo laboral esta dinámica se vive con mucha intensidad porque los horarios donde se mide el compromiso organizacional no siempre se compaginan con las urgencias domésticas. El mensaje de la multifacética se vende como un ideal. Usualmente la “ejecutiva del año” es una mujer que puede con todo, que no se queja, que sonríe siempre, que cacarea que querer es poder. Es una forma sublimada de violencia simbólica, porque la que no calza en ese molde vendido como fuente de inspiración para las demás, abandona la carrera o se estanca.
Socialmente te presionan para que tengas hijos cuando eres joven. Luego esa maternidad o sospecha de fertilidad se convierte en obstáculo para tu contratación o promoción. Al tener uno o dos hijos se duda de tu productividad laboral o de la necesaria concentración en asuntos de trabajo. Es como una prueba de supervivencia extrema que te conduce a abrazar el formato de tener que hacerlo todo y bien para no perder espacio y oportunidades. Y entonces sí te ganas reconocimiento y aplausos. El mensaje patriarcal te hace saber, con mucha efectividad, que si quieres salirte con la tuya te va a costar enormes sacrificios y un fuerte cuestionamiento social.
Es manipulación
A veces me invitan a eventos a hablar de empoderamiento femenino pensando que, como soy psicóloga, voy a decir un montón de frases motivacionales, a subirles la autoestima a las mujeres presentes o que infundiré esperanza y ánimo mostrando el cielo sin límites de nuestras fantasías.
En cuanto empiezo a hablar se dan cuenta de que no va por ahí la cosa. Y es que empoderar mujeres no tiene nada que ver con buscar pruebas de autosuficiencia, con negar obstáculos muchas veces invisibles ni ocultar la discriminación de la que –unas más y otras menos– somos objeto. Tampoco con pensar que el propio mérito y esfuerzo serán nuestra principal palanca para avanzar.
Las arengas que llaman a las mujeres a ser guerreras, independientes, valientes, fuertes, invencibles, emprendedoras sin tomar en cuenta las limitaciones, procedencias y posibilidades reales de las que asisten a esos actos, lejos de motivar, desempoderan, porque del dicho a la acción hay una brecha enorme y si no la vemos, nos traga. Se vuelven consignas vacías.
La paradoja es que el sistema educativo nos condiciona para que valores como la ambición, la aspiración al poder y el dinero, la fuerza y la independencia, se correlacionen de forma negativa con la mujer. Toda mujer que expone con firmeza sus deseos personales, al margen de su familia, se enfrenta a la norma patriarcal que la sujeta al espacio de lo privado, lo doméstico, lo reproductivo. Al silencio y la resignación como virtudes. Una mujer que habla, pide y reclama, pronto encuentra resistencia.
Obviamente, no todas tenemos los mismos privilegios ni condiciones de partida para lograr nuestros sueños. Estudiar en la universidad, espaciar los embarazos o decidir si ser madre o no, tener un fondo de ahorro, contar con una pareja o una familia que dé soporte, comer por lo menos tres veces al día, estar saludable y tomar nuestras propias decisiones financieras, jurídicas, personales y de toda índole, configura una posición en la vida muy distinta a la de las que no pueden darse esas libertades, que son la gran mayoría en nuestros países.
Además, no es cierto que aun teniendo toda esa lista de privilegios y estando en la mejor de las posiciones, esa motivación para salir adelante contra todas las adversidades sea innata y lo que tengas que hacer sea creértelo con mucha fe.
Tampoco es verdad que aun estando cansada tengas que levantarte y seguir sin perder la sonrisa, y mucho menos que tu misión en la vida sea cargar a toda tu familia, tu comunidad y el país entero sobre tus hombros para luchar incansablemente con vocación de servicio por encima de tus propias posibilidades y capacidades.
Esa imagen está lejos de lo que significa ser una mujer empoderada.
Develar la trampa
Las mujeres, para poder avanzar, debemos reconocer abiertamente que no tenemos por qué cargar con todo. Es un acto de verdadero empoderamiento reclamar la repartición de las cargas y dejar de ufanarnos de ser multifacéticas.
Es un aprendizaje cultural, y no parte de nuestra naturaleza, la manera en que aprendemos a actuar en la vida. La buena noticia es que se puede desaprender, modificar, deconstruir lo que nos dijeron, para volver a aprender pautas de acción más eficaces en nuestra relación con los demás y en la consecución de metas personales. Pero no podemos taparlo o negarlo con cantos florales y mantras positivistas, porque lo que no se analiza, no se transforma. Mejor estar fortalecidas desde el conocimiento de las amenazas reales, que engañadas por el espejismo de un camino abierto y sin tropiezos.
Repensar lo femenino, no en plan “esencia de mujer”, sino rescatando nuestra propia humanidad, es un hermoso acto de liberación. Por ello hay que recibirlo con todo y la desilusión del mito de la heroína, para tomar conciencia de que pertenecemos a un sexo al que mucho se le ha negado, para desde ahí activarnos y, entonces sí, cambiarlo todo.
Ojalá muchas jóvenes sepan ver a tiempo esta trampa y decidan lo que consideren mejor para sí mismas, sin presiones ni culpas, sin hacer lo que el sistema de estereotipos sexistas espera de ellas. Y que tengan la fuerza para buscar la vida que verdaderamente deseen. Ojalá las feministas podamos construir una sociedad donde esta demanda de tener que poder con todo no se le haga más a ninguna mujer… o por lo menos se le haga también a los hombres, en igualdad de condiciones.
De nuestro compromiso y abnegación se han aprovechado muchos en el pasado y en el presente. Ya basta.