Es muy rara esa reacción de nuestra conciencia; esa necesidad que experimentamos de contradecir lo que nos parece excesivamente verdadero
Enrique Bernardo Núñez, La galera de Tiberio
“El liderazgo de la oposición está financiado por el gobierno y por eso no ha pedido inequívocamente una invasión militar extranjera, su objetivo es cohabitar y compartir poder, no transitar a otro régimen”. “La inflación nada tiene que ver con políticas desacertadas, sino que es inducida por agentes de una guerra económica desatada por el Imperio”. “La ola de protestas en la región en nada responde al descontento popular en cada uno de esos países, sino a una bien organizada conspiración de agentes del gobierno venezolano y del Foro de Sao Paulo”. “Las ONG de derechos humanos no son en realidad defensoras de derechos humanos, son agencias financiadas por potencias extranjeras para conspirar contra el gobierno”.
Y también “aquel que pida diálogo, negociación, o (¡Dios nos libre!) elecciones, no es un actor político sincero, es un agente pagado por el gobierno para ganar tiempo e impedir la soñada guerra final purificadora, la cual acabará, no solo con el gobierno, sino con toda la clase política venezolana”. O como dijo un influencer venezolano célebre por sus teorías de la conspiración: quedarán en pie tan solo “los amantes de la libertad, es decir, los liberales”.
Todas estas son teorías de la conspiración: explicaciones que parecen lógicas para un determinado evento difícil de aceptar o comprender, pero que propalan la idea de que lo sucedido es obra de una mente o acuerdos malévolos. Es decir, que alguien se está poniendo de acuerdo en secreto con otro para lograr ciertos objetivos suyos y contrarios a nosotros. Las teorías de la conspiración se asemejan a la publicidad engañosa: no es que no se basen en hechos, es que eligen algunos hechos particulares y los universalizan adaptándolos a las expectativas, los miedos y los resentimientos colectivos, ofreciendo en un entorno caótico la certeza de “saber” qué es lo que realmente está detrás de cosas aparentemente inexplicables.
Conspirar y sospechar que los demás conspiran es algo muy común en la política y también en la vida cotidiana. Pero el problema en política, como en la vida cotidiana, es de grados: una cosa es sospechar que mis amigos se ponen de acuerdo en secreto para sorprenderme en mi cumpleaños o mandarme al psicólogo, y otra es imaginar que el mundo, todo evento, toda acción del otro, es el producto de una enorme conspiración.
A lo segundo se le suele llamar en la literatura “gran teoría de la conspiración”. De “desmontar” tales teorías de la conspiración, de señalar todos los errores argumentativos de tal manera de ver el mundo, se ocupan los filósofos. A los sociólogos, más humildes, nos preocupan más las consecuencias sociales y políticas de esas grandes teorías de la conspiración.
Que el supremo líder resuelva
Por la importancia que grupos extremistas dan a las grandes teorías de la conspiración como parte central de su manera de entender el mundo, podría pensarse que estos discursos tienen una gran capacidad de movilización política: invitan a la alerta crítica y a desechar la ingenuidad frente a las explicaciones “oficiales”, señalan con claridad al agente enemigo y explican de manera sencilla fenómenos que lucen incomprensibles. Todas esas cosas son ciertas, pero los estudiosos del uso de teorías de la conspiración en la política del siglo XX (Hannah Arendt, Richard Hofstadter, por ejemplo) ya señalaban que lo contrario parecía ser la norma: las teorías de la conspiración tienen por resultado (y son usadas para) desmovilizar políticamente.
En los casos en los que las teorías de la conspiración se convierten en la retórica oficial de gobiernos, como los estudiados por Arendt, tal resultado es evidente. El discurso oficial señala como causante de todos los males a un agente conspirador de tal enormidad y poder —Estados Unidos, por ejemplo— que hace impensable cualquier otra opción distinta a la de un líder fuerte y todopoderoso para enfrentarlo. Solo el líder y su movimiento pueden salvar al pueblo de tan peligroso enemigo. Toda actividad política interna queda reducida al apoyo a ese líder, cualquier forma de oposición, pacífica o no, es sancionada como parte (usualmente pagada) de la conspiración. De modo que el líder no tiene adversarios políticos, sino enemigos extranjeros y sus lacayos internos con quienes es imposible negociar —¿para qué, si no tienen verdadera independencia política?
De allí que hay una fuerte afinidad electiva entre este tipo de retórica política y movimientos proféticos y utopistas, convencidos de que el Bien final justifica los medios —parte importante de lo que Max Weber denominaba una ética de convicciones. Todo mal se debe, no a fallas en la rígida fórmula para alcanzar ese Bien final, o a que ese utópico Bien final sea humanamente inalcanzable, sino al sabotaje de agentes conspiradores pagados por el poderoso enemigo extranjero.
De nuevo, estas son consecuencias, ya estudiadas por Arendt, de la oficialización estatal de discursos conspirativos y son independientes de que en verdad se den conspiraciones o no. De hecho, es evidente que si un gobierno entiende el mundo como una inmensa conspiración en su contra, y actúa en consecuencia, no tendrá otra opción que monopolizar el poder y eliminar en lo posible (no hay, ni ha habido, sociedad totalmente totalitaria) toda forma de participación que no sea en apoyo al proyecto político del gobierno.
Muy pronto a los ciudadanos solo les quedará optar por el silencio o por la conspiración, prontamente señalada por el gobierno como prueba de que su teoría de la conspiración siempre fue cierta, y de que su actuar represivo está más que justificado. ¿Qué viene primero, un gobierno paranoico o una oposición conspiradora? Ambas cosas quizás ocurran a un tiempo, pero los casos históricos del siglo XX muestran que cuando movimientos políticos con proyectos milenaristas se hicieron con el poder, ya traían bien montadas en su repertorio retórico historias sobre enemigos poderosos que impedían a los pueblos alcanzar su destino profético.
Tanto el nazismo como el bolchevismo fueron movimientos apoyados en una visión de mundo teórico conspirativa y la usaron para explicar casi cualquier evento.
Por ejemplo, el edificio del Reichstag en Berlín se quemó en febrero de 1933 y todo parece indicar que por mano de un loco pirómano. Pero esa era una explicación demasiado “simple” y en todo caso inútil a las necesidades represivas del nazismo, para el que era mejor enmarcar ese hecho cierto en una teoría más amplia, incluso más convincente y si no, al menos más útil: los comunistas habían quemado el edificio. ¿Quién podía racionalmente creer que tal cosa había sido obra de un solitario agente sin motivación política? ¿Acaso el movimiento nacionalsocialista no tenía acérrimos enemigos perfectamente capaces de quemar el Reichstag?
Otro ejemplo: luego de la revolución soviética el control obrero de las fábricas debía resultar, evidentemente, en un despegue productivo industrial nunca visto antes. Pero había accidentes, explotaban cosas, faltaba materia prima y se rompían las máquinas. Tales cosas no podían ser el simple resultado lógico de la impericia, del descuido o del apuro por producir de acuerdo con cuotas impuestas por la planificación central. Tenía que haber algo más detrás: ingenieros, agentes de los enemigos de los obreros, saboteando la revolución. ¿Acaso tal explicación era tan increíble? ¿No habían los Blancos —los rusos contrarrevolucionarios— y sus aliados internacionales volado vías de tren y fábricas en su sangrienta guerra contra la revolución? ¿No era acaso cierto que los bolcheviques tuviesen enemigos jurados que deseaban acabar con la revolución? Frente a la simple y aparentemente ingenua explicación de que en el apuro por aumentar la producción podía haber accidentes de todo tipo, ¿no lucía más lógica y racional la explicación de que el enemigo estaba detrás de ellos? En todo caso, tal explicación era infinitamente más útil a los bolcheviques.
El gobierno venezolano está muy lejos de alcanzar los “logros” de esos ejemplos tristemente famosos del siglo XX, aunque a veces pareciera que es más por su afortunada incompetencia que por falta de imaginación teórico conspirativa. Pero en su disposición a usar tales teorías, ha demostrado una intención semejante a la de esos casos históricos: la gran conspiración imperial, creativamente desarrollada en “ejes” que incluyen a otros gobiernos de la región y a difusas oligarquías internacionales, es usada, no para perjudicar a los vagos y poderosos titiriteros del gran teatro conspirativo, sino más bien para atacar a sus bien específicas marionetas locales: el liderazgo opositor, los grupos defensores de derechos humanos, traidores a la revolución… Así por ejemplo, se puede acusar al Imperio de estar detrás de “inocular” el cáncer a Chávez, de financiar y organizar innumerables intentos de magnicidio o de sabotear la economía nacional, pero responder y atacar directamente al Imperio por esas agresiones es evidentemente imposible. En cambio sí es posible reprimir a la oposición interna si se la presenta como poco más que un peón de ese indefinido y poderoso enemigo.
Del mesías rojo al mesías azul
Pero como es evidente en las redes sociales y ciertos canales de difusión, las teorías de la conspiración no son monopolio del chavismo. Sectores de la oposición venezolana también han desarrollado algunas interesantes explicaciones conspirativas, a veces sobre el gobierno, otras sobre la oposición misma.
No es casual que sea la parte más extrema de la oposición la que más se apoye en una visión teórica conspirativa del mundo. Así por ejemplo, parece haber cierta relación entre quienes asumen la imposibilidad de dialogar, negociar o incluso de ir a elecciones sin haber salido antes del gobierno actual y quienes ven a los otros como vendidos al gobierno. También, al igual que el chavismo, son sectores que se proclaman “puros”, sin contacto contaminante alguno con el enemigo y que suscriben nociones esencialistas de la política, rígidas dicotomías entre el bien y el mal, e ideas absolutas sobre abstracciones como “el socialismo” o “la libertad”, como términos unívocos que significan supuestamente lo mismo para todos.
Así, por ejemplo, frente a la imposibilidad de siquiera dialogar con un “narco régimen” la única opción es la apelación a un líder fuerte, está vez foráneo, que desaloje por la fuerza al gobierno. Ante la fuerza extraordinaria, una solución de fuerza extraordinaria. Pero si tal intervención extranjera no ha ocurrido, no es porque el Imperio no parezca muy dispuesto a invadir Venezuela, ¡sino porque una parte de la oposición, obviamente pagada por el gobierno, ha convencido al Imperio de que no lo haga!
Resaltan las referencias tan parecidas de este discurso con el modo teórico conspirativo chavista de ver el mundo: la política local prácticamente no existe, en cambio “el ajedrez” lo juega el todopoderoso imperio; lo único que cambia es si se piensa que ese imperio es Bueno o Malo en términos, por supuesto, absolutos.
Ni que decir que en un curioso diálogo teórico conspirativo, los discursos se refuerzan mutuamente.
Con facilidad el chavismo señala al sector de la oposición que apela a la fuerza extrema foránea como prueba de que sus propias teorías de la conspiración siempre han sido ciertas: no hay adversarios políticos, no hay oposición, hay agentes del Imperio empeñado en acabar con la revolución ¿Es esto tan difícil de creer si la oposición (como un todo, los matices no cuentan para esta explicación) incluso ha llegado a desear una invasión extranjera?
Entonces no hagamos nada
Las teorías conspirativas de la oposición nunca tienen consecuencias tan amplias como las del gobierno, si acaso son discursos que perjudican a la oposición misma, porque la consecuencia más aparente de su uso es también la desmovilización política, esta vez de algunos sectores de la oposición. De hecho, forman parte de la lucha intestina opositora que un importante escritor venezolano ha caracterizado recientemente como “el saboteo suicida de la oposición venezolana”.
No solo minan la confianza en el liderazgo opositor, sino que niegan cualquier estrategia política, como no sea la de ponerse en manos de una poco probable intervención internacional. Hacen más: invitan abiertamente al posible electorado opositor a desmovilizarse voluntariamente, es decir, abstenerse de participar en evento electoral alguno antes de que ocurra un cambio político total de la mano de un bondadoso libertador extranjero, llamado a purificar completamente a la política venezolana en una operación, necesariamente violenta, que finalmente limpiará al país de la “narcotiranía” y de su cohabitante oposición corrupta. Tampoco es casual que este discurso justifique, como el del chavismo, el uso de ciertos medios no democráticos y violentos para alcanzar un bien final.
La ética de convicciones que admite el Mal como camino al Bien, tiene una fuerte afinidad con las grandes teorías de la conspiración y es una de las características más resaltantes de proyectos políticos extremistas. Juega a la antipolítica porque la política es innecesaria cuando el mundo está dominado por superpoderes. Si el otro no es sino un lacayo del Imperio, no se intenta llegar a acuerdos políticos con él, sino que se lo aniquila. Si el otro es un narcoterrorista agente de Cuba, tampoco se hace política, se pide a los marines que lo saquen.