Hace poco una periodista me dijo: ¿cómo era tu papá? Yo le respondí: ¿como persona o como artista? Luego me di cuenta de que mi pregunta no tenía sentido. A pesar de que en muchos casos es una distinción importante, en mi papá esa frontera no existía. Harry Abend era Harry Abend. Un cuerpo y una mente hechos de contrastes luminosos. Su dulzura y rigurosidad, su elegancia y sencillez, su nobleza y tendencia a ser crítico. Él era su obra y su obra era él. Solo creando podía estar vivo.
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Pocas personas supieron lo que pasó. La información a veces nos hace frágiles, porque no sabemos en quién confiarla. No siempre podemos entregar nuestro dolor. Tiene que pasar el tiempo adecuado para no sentir que hablar nos va a desmoronar, que lo único que nos da estabilidad es ese trozo de información que por atesorarlo se endurece y se vuelve secreto y piso.
Mi papá tuvo que ingresar a una clínica para que le cerraran una herida en la pierna. Durante los días posteriores a la operación, se contagió en el hospital.
A pesar de que la cirugía había sido exitosa, pocas horas después tuvo un paro respiratorio. Los titulares de los periódicos escribieron: “Escultor Harry Abend muere de covid–19”. Esa oración tan precisa y corta, tan periodística, se mantiene en mi boca inmasticable, intragable, indigerible. ¿Qué quiere decir que mi papá ingresó a la clínica con una herida pequeña y terminó sin vida? ¿Qué quiere decir esto en Venezuela, donde es impensable aplicar cargos legales y donde además la factura de los gastos médicos es en dólares estadounidenses?
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Unos días antes de la muerte de mi papá, él y yo hablamos por teléfono con la misma nostalgia de siempre. Era un sentimiento recurrente en nuestras llamadas. Desear que el tiempo pasara rápido para vernos de nuevo, pero siempre con la desesperación triste de intuir que quizá ya nos habíamos visto por última vez.
En esa llamada decembrina, mi papá me confesaba que nunca pudo despedirse del suyo. Me dijo que un día lo llevó al aeropuerto de Maiquetía para que viajara a Nueva York donde se haría una operación del hígado o del páncreas o del riñón a la que no sobrevivió. Nos despedimos sin saber que sería la última despedida, me dijo.
Cuando papá me contó esta anécdota temí que fuera la anticipación a nuestro propio final. Pensé que su historia ahora sería la nuestra, que por intuición él había comenzado a despedirse de mí.
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Viví en Nueva York siete años y cada mes pensaba que debía investigar dónde estaba enterrado mi abuelo. Sabía que había muerto en Manhattan. Intuía que estaría en un cementerio judío del Bronx. Nunca pude localizarlo. Algún día lo intentaré de nuevo. Una misión inconclusa.
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La próxima vez que regrese a Caracas –porque el verbo siempre es regresar–, visitaré a mi papá en el cementerio, no en su casa.
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La obra de Harry Abend se identifica no solo por sus formas y texturas particulares, sino por el blanco y el negro de los relieves, los dibujos, las gráficas, las esculturas y las instalaciones. También por las gamas castañas del ébano y la caoba tallada. Sin embargo, los últimos meses de su vida estuvo trabajando con el color. Papá me llamó por teléfono a finales del 2019 y me dijo que había tomado un paño de cocina amarillo y lo había incorporado a la matriz de una gráfica. Luego me dijo que agregó una bolsa plástica verde, un palo de escoba rojo, una tapa azul. En marzo de 2020 viajé a Caracas, donde me quedé por cinco meses compartiendo con él a diario, gracias a que habían cerrado la frontera por la cuarentena. Una mañana papá y yo estábamos en su taller, y me mostró la última matriz en la que había estado trabajando esa semana: cartón, anime y un cuadrado en cartulina naranja en el medio.
—¿Qué te parece, hija? Recuerda que cambiará mucho cuando se haga la gráfica.
—Me gusta así como es. La matriz en sí misma.
—No, hija. Nadie entendería la matriz. Solo voy a mostrar el resultado. ¿Sabes lo que dijo Charlie Chaplin?
—No, ¿qué dijo?
—Que el arte consiste en ocultar el artificio. No puedo mostrar la matriz, el misterio es importante. Hubo un mago que se dedicó a descubrir todos los trucos de los magos, que los perseguía por todo el mundo para revelar sus trucos.
—¿Y qué opinas de eso?
—Que han debido matarlo.
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Papá decía que lo importante era abrir los espacios, dejar que fluyera el aire. En eso creía Frank Lloyd Wright, decía, en los espacios fluidos.
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Cuando comenzó el confinamiento mundial por la pandemia, estaba dictando un taller de escritura creativa desde Caracas. Mi alumna Claudia me dijo que había asistido a un funeral por Zoom. Era la primera vez que yo escuchaba algo así y nunca pensé que los siguientes meses todos seríamos invitados de cumpleaños y entierros remotos, que nos tocaría celebrar la vida y la muerte de los nuestros a través de portales cibernéticos. En aquel entonces animé a Claudia a que escribiera una crónica de ese acontecimiento tan alucinante, tan de la ciencia ficción. Ahora, un año después, sufro porque no pude estar en el entierro de mi papá, ni siquiera por videollamada. Entre los trámites burocráticos que la muerte conlleva, los nuevos protocolos del covid–19 para gestionar cuerpos contagiados y la insufrible distancia geográfica, no pude despedir a mi papá.
¿Cómo se inicia un proceso de duelo sin el acto simbólico de la despedida? ¿Cómo se sobreviven esos primeros días sin la compañía de tus familiares y amigos? ¿Cómo se digiere la muerte desde el otro lado del océano?
Pienso también en las víctimas de guerra y de ataques terroristas, en el fallecimiento de los solitarios y los olvidados por el tiempo, en las comunidades menos privilegiadas, en las mujeres desaparecidas.
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Mi papá escribió decenas de cartas inconclusas a lo largo de su vida. Cartas dibujadas a sus hijos, parejas, amigos, colegas y discípulos (como los llamaba él). Son cartas que dicen formas, que expresan significados y símbolos sin la palabra escrita, pues es otro el lenguaje que se imponía ante la sensibilidad de mi papá. Algunas de estas han sido exhibidas, otras quedaron guardadas con discreción en su taller. Durante la presentación del libro Harry Abend (Editorial Exlibris, 2019), él firmó generosamente los ejemplares con cartas inconclusas. Así era Harry Abend, un hombre generoso y discreto. Al dibujarlas, solamente él y el destinatario de la carta podían entender lo que decía. Cartas secretas. Cartas necesarias. Cartas para decir y escuchar lo urgente.
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Mi papá siempre trabajó en un taller a punto de inundarse. Cada tantas semanas me volvía a decir por teléfono que su techo estaba lleno de goteras y que cuando llovía se creaban charcos, a veces lagunas, que dañaban sus obras. Por su taller pasaron quizá un centenar de obreros que prometieron repararlo. Cobraban caro, se montaban en el techo, echaban algún líquido viscoso entre las grietas y siempre volvía a penetrar el agua. Hasta sus últimos días, mi papá trabajó con los pies encharcados.