Las guacamayas que escandalizan el cielo de Caracas antes de que el sol despunte no saben de hiperinflación, falta de transporte ni inseguridad. Vuelan indiferentes sobre las centenares de personas que inician caminatas maratónicas por las avenidas principales por donde no pasa el Metro. Primero llegarán a las puertas de una suerte de infierno en que se convirtió el subterráneo, donde como en el poema de Dante, los que entran abandonan toda esperanza, en este caso de llegar sin tropiezos y a tiempo.
Esa diaria procesión tempranera desemboca en unos empleos que apenas si remuneran el esfuerzo. Y pensar que por años un prejuicio dominante, al que siempre me opuse, estigmatizó a los venezolanos como flojos. Es una vieja idea que nunca tuvo fundamento y menos lo tiene ante los inéditos factores del presente. Es mucha la gente obligada a caminar a causa de la merma del parque automotor, una merma que ha reducido a minutos lo que antes tomaba un par de horas: el tránsito intermunicipal en la conurbación de Gran Caracas.
Sin embargo, desde que empezó julio tengo la impresión de que hay más tráfico en la autopista. Un amigo me hace caer en la cuenta de que debe ser efecto de la migración interna. Ahora que acabó el período escolar muchos deben haber venido a Caracas desde las zonas más castigadas del país, buscando un rayito de luz eléctrica, un chorrito de agua medio potable o a cuidar propiedades solitarias de la diáspora.
Yo misma he comparado mi vida con la de los hermanos que me quedan en Maracaibo y me ha tocado aceptar que soy una afortunada que por mes y medio tuvo servicio de agua todos los días y todo el día. Un prodigio que ha cesado mientras escribo esto.
Es una situación que podría hacernos despeñar en una locura colectiva. Lo que nos salva quizás un poco es la posibilidad de desahogarnos, sin necesidad de diván, con el primero que esté dispuesto a oír. Más de una vez he visto en un autobús cómo de alguno de esos alivios del alma sale un gesto solidario, alguien que comparte media barra de pan o dos cambures. Quizás parezca poco, pero inevitablemente pienso en el poeta Gibrán: la generosidad estriba en que me des lo que tú necesitas más que yo.
La locura también aparece en las redes, si es que hay Internet. Me gusta Facebook, es un espacio perfecto para intercambiar y para el desahogo. Pero el anonimato como que envalentona mucho. No es lo mismo decir algo cara a cara que lanzar en el ciberespacio una barbaridad contra otro, solo porque no se tienen argumentos en defensa de la postura propia, o porque el autocontrol se perdió junto con la esperanza. Los chats vecinales de WhatsApp y las peleas en Twitter se me están haciendo inhóspitos, cada vez frecuento menos esos medios.
Pero cuando se me presenta la oportunidad, argumento en contra de quienes dicen, desde lejos, que somos unos pobres sometidos. Desde el otro lado del océano o desde Florida nos espetan por las vías electrónicas que nos estamos “acostumbrando” a vivir como en el medioevo.
No entiendo por qué las cucharadas de ponzoña que los organismos del (des)gobierno nos reparten a diario dentro de Venezuela, llevan a algunos entre los de afuera a culpar a las víctimas.
La gente de carne y hueso —sobre todo hueso, ultimamente— creo que inspira emociones más amables. La realidad agobiante se lleva con estoicismo y hasta con humor. La picardía a la mano, por si acaso, nos vuelve lazarillos de Tormes que cazan oportunidades para ganarle una al infortunio.
Además siempre tengo en mente, y cerca, en mi mesa de noche, a Albert Camus. Me reconforta cuando leo ese pasaje suyo de “en medio del invierno comprendí que había en mí un verano invencible”.
A mediados de julio escuché al padre Alfredo Infante s.j., párroco de la iglesia San Alberto Hurtado de La Vega, citar la encuesta Delphos y sus datos de mayo. El estudio indica que en Venezuela los “sentimientos movilizadores”, la esperanza y la rabia, han subido de forma importante desde la medición de noviembre. La realidad se acepta porque no está en manos de la gente común cambiarla y no se puede vivir disociado de esa realidad, pero nadie renuncia a que se produzca el milagro transformador.
Me imagino a los venezolanos como unos atletas fondistas en la línea de partida: arrodillados, con la cabeza gacha. Lejos de estar derrotados, se alistan para dar el salto con el pistoletazo y luchar por la victoria. No en balde, el Observatorio de Conflictividad Social publicó hace pocos días los resultados de su monitor: 10.500 protestas en todo el país en el primer semestre de 2019. El reclamo por el ejercicio de los derechos políticos fue el primer motivo para manifestar en las calles. Es evidente que esos ya no son derechos tan intangibles y la mayoría de los venezolanos ¡por fin! se convenció de que la crisis económica tiene una raíz política.
También estamos convencidos, muchos de nosotros, de que no nos queda otra que resolver con lo poco que queda lo mucho que falta. Me resulta de verdad admirable —en ocasiones hasta conmovedor— ver cómo la gente se inventa soluciones. Mi lugar de trabajo, por ejemplo, es una industria de ideas, de proyectos que me permiten mantener la mente ocupada en cosas reconfortantes. En el nodo social en el que me muevo, puedo darme cuenta de que en Venezuela hay miles de engranajes que se siguen moviendo e innovando, impulsados por la resolución de resistir y enfrentar el mal absoluto que nos domina.
Pero esos engranajes giran aislados, no logran todavía hacer la sinergia necesaria para mover la enorme y pesada rueda del poder envilecido del Estado.
Sin embargo, me entreno para mantener vivas las lecciones de la historia y tener la seguridad de que la época nefasta que nos ha tocado vivir tendrá fin, porque las etapas así siempre acaban. De estas dos décadas surgirá un país que valorará lo que de bueno podamos preservar. Camus me alivia de nuevo: “No escuchemos demasiado a los que gritan el fin del mundo”.