Quizás todavía no tengamos que mudarnos a otro planeta, como en Wall-e. Pero ahora para vernos, tiene que ser a través de una pantalla. Las opciones de videollamadas se multiplican y mejoran en cuestión de días. Whereby, Jitsi, Viber, Zoom, Messenger Room y Meet (ahora gratis) se suman a las ya tradicionales Skype, FaceTime y Whatsaap. Estos días he consumido más aplicaciones y contenidos digitales que nunca: noticias, libros, música, videos, tutoriales, podcasts, películas, museos virtuales, programas para edición, para comprar por internet, para hacer gestiones burocráticas, para consultas médicas, etcétera. No solo yo: medio mundo anda en eso. Y cuando digo medio mundo, no exagero.
El covid-19, como un mar tormentoso, llevó el barco en el que estamos todos montados a un punto de no retorno. Todavía aturdidos por la resaca, nos toca reconocer el nuevo lugar al cual fuimos arrojados. Todo ha cambiado: la manera de trabajar, de enseñar y aprender, de comunicarnos, de vender y comprar. Estamos todavía tratando de ubicarnos y de entender cuál es nuestro rol de ahora en adelante, como grupo y como individuos, lo que abarca por supuesto, nuestra dimensión profesional.
Aquí me engancho con una dimensión profesional de gran incumbencia en todo este asunto: la propiedad intelectual. Es una disciplina jurídica global, porque los bienes que protege circulan sin límites por el mundo. Es también un asunto que tiende naturalmente a asociarse más con las potencias económicas que inundan el planeta con sus contenidos creativos y productos tecnológicos.
Sin embargo, los retos que se plantean en el campo de los derechos intelectuales deben también asumirse desde una óptica local. Por dos motivos. Uno, porque en todos los países, incluyendo Venezuela, se usan y se consumen contenidos y productos de las grandes potencias mundiales. Lo cual, como todo, tiene sus connotaciones positivas y negativas. Y dos, porque en Venezuela y en otros países “menos desarrollados”, también se crean y producen contenidos creativos, tecnológicos y científicos. Cada país en su propia medida. La propiedad intelectual es un asunto que atañe a todos, estemos donde estemos.
De quiénes y para quiénes son los contenidos
Hace años que Microsoft, Apple, Google, Facebook y Twitter se convirtieron en las empresas más poderosas del mundo. Con el covid-19, ese poder se potencia, pero también está en jaque. Otras compañías, más pequeñas y que no pertenecen a los países que han dominado la red, logran incorporar sus productos al mercado global. Es el caso del polémico Zoom: diga lo que diga la competencia, es el que ofrece más posibilidades. Versatilidad y facilidad de uso son las palabras claves para que una aplicación tenga éxito. Esto lo debemos tener claro los venezolanos, si queremos posicionar nuestras propuestas informáticas.
Miles de otras aplicaciones saltaron al hall de la fama, por cumplir con tales características y por haber identificado necesidades específicas que satisfacer. Ni hablar del crecimiento de las bases de datos. La big data tiene tiempo allí, amasándose, creciendo con millones de granitos que se van añadiendo segundo a segundo; cada granito es una persona, un dato sobre esa persona, qué teléfono tiene, qué email usa, dónde vive, qué compra, dónde compra, a dónde va, con quién está y últimamente, hasta qué temperatura ha tenido.
Con el coronavirus, estas bases de datos se colocan bajo la luz de los reflectores frente a la humanidad. Los gobiernos las están negociando para controlar los movimientos de sus ciudadanos, para seguir sus movimientos, para localizar focos de infección, para alertarnos sobre la posibilidad de haber sido contagiados en función de dónde y con quién hemos estado. Todo, con la justificación de que el objetivo es contener la diseminación del virus. El acceso a la big data se proclama como un asunto de salud pública: la información no puede estar en manos de pocos, para fines privados. Debe pasar a manos de entes públicos, para fines colectivos.
Aquí tocamos otro tema fundamental de la propiedad intelectual que está en medio de un gran debate, a raíz de la pandemia: la exclusividad, eje fundamental de esta —y de todas— las formas de propiedad. Es, justamente, lo que convierte el fruto del intelecto en una propiedad. El debate sobre la exclusividad en el ámbito de las patentes también se ha reactivado a causa del covid-19. Muchos piden —desde grupos de médicos hasta gobiernos— que se libere la información secreta depositada en las oficinas de patentes, nacionales e internacionales, relacionada con el diagnóstico, prevención y tratamiento de esta enfermedad y temas conectados a ella. La pandemia se configura como el contexto por excelencia para las licencias obligatorias sobre patentes exclusivas registradas a favor de empresas e instituciones científicas, para que el mundo entero pueda beneficiarse del estado de la ciencia en los campos de la medicina y la investigación farmacéutica.
El reto para quienes se encarguen de redactar estas licencias será evitar extremos que desestimulan la inversión en la investigación y desarrollo de esa industria. Por eso las legislaciones establecen mecanismos para compensar en forma de pagos de regalías. Se trata de una forma de expropiación por causa de utilidad pública. También aquí, como en las reglas del comportamiento social, se aplica la máxima que no es un momento para individualismos. Es hora de proteger los intereses colectivos.
Una fuente de riqueza en nuestras cabezas
Uno de los retos es justamente tratar de equilibrar y balancear los intereses exclusivistas —y legítimos— de la propiedad intelectual con las necesidades colectivas de la humanidad. A través, por ejemplo, de soluciones contractuales justas para todas las partes involucradas. Más vale un mal acuerdo que un buen juicio. Pero si se logra un buen acuerdo, aún mejor. Un buen acuerdo que cree las condiciones para continuar las relaciones, el trabajo, la creatividad, la inventiva, la producción, que a la larga es lo que nos define como especie y lo que nos otorga el bienestar al cual aspiramos.
Éste es otro de los retos: impulsar la creatividad y la inventiva local. La actividad productiva de estos bienes intelectuales, a través de pequeños y grandes emprendimientos, en todos los países del globo, incluyendo Venezuela y otros países en posiciones menos ventajosas dentro de los esquemas económicos mundiales.
Por eso la propiedad intelectual en países como Venezuela juega un papel clave. El hecho de que no haya una industria venezolana poderosa en el mundo, no le resta relevancia a este tema, más bien se la otorga. En Venezuela se producen contenidos de propiedad intelectual. Universidades venezolanas, como la UCAB, han desarrollado plataformas para la educación a distancia que muchas universidades del primer mundo ni sueñan con tener. En Venezuela hay un altísimo nivel profesional, incluyendo las profesiones “creativas”, informáticas y científicas. El arte venezolano es reconocido y apreciado internacionalmente. Obras de Cruz Diez, Gego, Narváez, Otero, Soto y Zitman, por nombrar sólo algunos, se encuentran en los mejores museos del mundo. El diseño venezolano tiene calidad de exportación. Lo mismo su música y su literatura. Quizás no hayan grandes editoriales, mega productoras de cine ni super compañías para la innovación informática. Pero sí hay industrias creativas, tecnológicas y científicas y el reto es que crezcan.
Es una forma de salir de la pobreza. Es más: es una muy buena forma de salir de la pobreza y del subdesarrollo. Es un nicho lleno de oportunidades. Ya el recurso no es el petróleo. Ahora menos que nunca. Ahora los recursos son el talento, la creatividad, la inventiva, la innovación.
En Venezuela estos recursos los hay, de eso no hay duda. Llegó la hora de capitalizarlos (bueno, en realidad llegó hace rato, pero aún estamos a tiempo).
Lo que ya tenemos
En Venezuela, por ejemplo, hay un humor único en el mundo. Y se producen cosas, buenas e interesantes: videos, tutoriales, podcasts, diseños, aplicaciones, grabaciones musicales, cortometrajes, periodismo digital. Los venezolanos en el exterior han echado mano de ese potencial. La oferta de contenidos venezolanos crece cada día, hechos dentro y fuera de Venezuela. Hechos por venezolanos. Yo por ejemplo soy fan de los videos de Sumito Estévez y los de Emilio Lovera. Leo todo lo que escriben Alberto Barrera Tyszka, Claudio Nazoa, Francisco Suniaga y Laureano Márquez. Escucho la música venezolana en la voz de cantantes excelentes como Amaranta, Cecilia Todd, Fabiola José, Francisco Pacheco, Gualberto Ibarreto, Lilia Vera, Luisana, Nela, Simón Díaz, Rafael El Pollo Brito, Soledad Bravo, por nombrar sólo algunos. ¡Hay tanto músico bueno venezolano! Cuatristas, arpistas, maraqueros, pianistas, violinistas y pare de contar. Tenemos un Sistema de Orquestas que tiene contenidos grabados como para alimentar un canal de televisión con programación sin interrupciones por cien años. Hay medios de periodismo digital, que ofrecen contenidos de calidad, bien pensados, bien escritos, bien diseñados.
Las mismas dificultades que ha vivido nuestro país han hecho que su gente sea ingeniosa. La chispa criolla es una mina de oro. Creo firmemente que la creación y la producción de contenidos de propiedad intelectual puede ser una vía para generar empleo, recursos, bienestar y desarrollo en Venezuela. Sé que es difícil, que hay muchas circunstancias adversas, pero pensemos en lo bueno. Además de la materia prima (el talento, la creatividad), tenemos una buena infraestructura legal. La Ley venezolana sobre Derechos de Autor de 1993 es una ley muy bien hecha, que se ha tomado como referencia para redactar leyes sobre esta materia en otros países suramericanos. En su redacción jugó un rol muy importante el doctor Ricardo Antequera Parilli, una de las figuras más prominentes en este área en el mundo. El doctor Antequera dejó un legado: una ley que aún sigue vigente, libros sobre Derecho de Autor que son de los mejores que se hayan escrito en lengua española y sobre todo, una buena escuela.
También en el campo de la investigación científica y de la medicina hay un potencial importante en Venezuela. No es mentira que los médicos venezolanos son los mejores médicos del mundo. La formación universitaria en el campo de la medicina sigue siendo de las mejores del continente y me atrevería a decir que supera los estándares de varios países de primer mundo. Es verdad que en Venezuela no se encuentran medicamentos, que los equipos médicos se han ido dañando y un largo etcétera amargamente conocido por todos. Pero justamente eso hace que el papel de la propiedad intelectual cobre una importancia particular en estos tiempos de pandemia: Nuestro país debe aprovechar las licencias obligatorias en materia de patentes farmacéuticas para enfrentar su crisis sanitaria. La pandemia crea el escenario que puede permitirnos tener acceso al “estado de la ciencia” de las potencias y desde allí, dar con soluciones a problemas urgentes de la salud pública nacional.
Es el momento de poner las neuronas a funcionar, de inspirarse, de crear, de inventar, de investigar, de producir soluciones para los problemas, viejos y nuevos. El papel del Derecho en general y de la propiedad intelectual en particular es ofrecer estructuras jurídicas seguras a los proyectos creativos, tecnológicos y científicos que se emprendan y desarrollen en esta coyuntura, sean grandes, medianos o pequeños. Nada será como antes. Es una buena hora para salir adelante, con buen pie.