El gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela tiene años en busca de nuevas inversiones para inyectar en la industria petrolera. En las últimas semanas estas maniobras han cobrado fuerza y hay reportes que detallan el persistente cortejo gubernamental a inversionistas extranjeros.
La industria petrolera, motor central de la economía venezolana, ha colapsado luego de años de desinversión, de políticas cambiarias que generaron perversos incentivos y tuvieron enormes costos, y por el manejo arbitrario de los controles tanto de los inversionistas como en la administración de las empresas mixtas. A esos factores se suman ahora las sanciones sectoriales estadounidenses que impiden a Petróleos de Venezuela (Pdvsa) renegociar su deuda, adquirir nuevos préstamos y vender petróleo a su filial en Estados Unidos, Citgo.
La búsqueda de inversiones no debe sorprender entonces, pues en parte es el resultado del movimiento pendular entre el control y la flexibilización de las políticas de regulación en la industria de los hidrocarburos.
El péndulo entre control y la liberalización
Por muchos años, Hugo Chávez y Nicolás Maduro sustentaron su política petrolera en una suerte de nacionalismo híbrido. Por un lado, mantuvieron un férreo control sobre Pdvsa, empresa que les proveía ingentes recursos para llevar a cabo importantes políticas sociales sin mayor control institucional y evadiendo los mecanismos tradicionales de rendición de cuentas. Por el otro, el Gobierno establecía alianzas con empresas extranjeras para proyectos de inversión diversos, que nacieron originalmente de la apertura petrolera —con un patrón impositivo atractivo para las inversiones, bajo la égida de la era “neoliberal”—, pero que desembocaron en empresas mixtas con control accionario estatal y mayores cargas de impuestos y regalías. Es decir, el modelo petrolero chavista movió el péndulo hacia mayores controles pero aprovechó las inversiones privadas establecidas en la era más flexible de la apertura. Y se sustentó sobre todo en las inversiones de las empresas socias y el alto precio del petróleo, producto del aumento de la demanda global de hidrocarburos que empujó el crecimiento de las economías emergentes de China e India.
Pero esos factores exógenos no podían sostenerse en el tiempo. Los precios, como es harto sabido, dependen de la vulnerabilidad del mercado internacional y las inversiones cambian también de acuerdo con las condiciones locales y globales de ganancia a largo plazo. Estas condiciones muchas veces fuerzan ciclos en las políticas petroleras de los países productores que, en un movimiento pendular, pueden pasar de ejercer gran presión sobre las ganancias de la industria a relajar sus marcos legales para atraer o mantener inversiones. Mermada la capacidad extractiva de las empresas mixtas, se hizo patente la incapacidad propia de Pdvsa y la extraordinaria dependencia de la industria nacional del capital extranjero.
Así llegamos a 2017, cuando Maduro intenta por primera vez cambiar las reglas del juego, relajar las regulaciones y pasar a una nueva forma de apertura, obligado por los bajos precios y la creciente hostilidad externa. Fue un momento de inflexión en nuestra historia, de nuevo vinculado a las riquezas escondidas en el subsuelo, siempre en el centro de nuestra pugna política. De una u otra manera, muchas olas de protestas nacionales se han relacionado con el petróleo. Ese fue el caso con las de abril de 2002 y de nuevo en marzo de 2017, cuando dos controvertidas sentencias del TSJ provocaron una severa ola de protestas, pues se pretendía forzar el cierre inconstitucional del parlamento para trasegar sus funciones a otra institución, pero también sancionar una provisión para permitir al Ejecutivo cambiar la composición accionaria de las empresas mixtas. Esto último sin aprobación de la Asamblea Nacional y contraviniendo la Ley Orgánica de Hidrocarburos.
El objetivo del gobierno en su era madurista ha sido, precisamente, reemplazar la representación popular de instituciones deliberativas que generan contrapesos y, además, hacerse con los hidrocarburos sin el mínimo control institucional a que obliga la Ley que aprobó el propio Hugo Chávez a través de la Ley Habilitante.
El pasado 2020, escudándose en las sanciones estadounidenses, el gobierno logró su cometido con la denominada Ley Antibloqueo, convalidada por la supraconstitucional Asamblea Nacional Constituyente.
Esta Ley es quizás el punto cumbre de la política de la era de Maduro: con ella el ejecutivo puede privatizar empresas del Estado, y transformar el capital accionario de las empresas mixtas, sin pasar por el proceso de licitación o aprobación legislativa al que obliga la Constitución y las leyes. Esos cambios están “protegidos” además por el manto de la opacidad y el secreto de Estado, con la argumento de no “hacerle el juego” al enemigo. En dos décadas, el gobierno aprovechó formidables condiciones externas —altos precios e inversiones disponibles— y un sustento ideológico nacionalista, para aumentar los controles sobre la empresa estatal sin cerrar totalmente la puerta a las inversiones. Pero ahora, en circunstancias radicalmente distintas, busca llevar el péndulo nuevamente a la flexibilización que le permita atraer urgentes inversiones.
La pregunta es: ¿será esto posible en un contexto nacional autoritario y una fluctuante realidad global?
Oscilar hacia la liberalización
Si bien la historia de los ciclos en la industria indica que no es extraño este cambio de actitud, hay rasgos novedosos —o que parecían superados— en la estrategia actual y unas medidas que por su lamentable desconexión de la realidad nacional y global sugieren que quienes las están tomando se rehúsan a hacerse preguntas indispensables.
¿Se puede generar un clima de inversión en el actual contexto político venezolano? Hay un socavamiento absoluto del control de las instituciones del Estado sobre los negocios petroleros, reemplazadas por la figura del poder presidencial. La discrecionalidad y el secreto de Estado van juntos a proteger la repartición de los recursos de la nación entre el alto Gobierno y desconocidos inversionistas. Esto representa un lamentable retorno histórico a las prácticas del pillaje gomecista de comienzos del siglo XX. Ya durante la era de Chávez, el parlamento hacía caso omiso a su papel de fiscalizador, pero ahora este rol se le ha arrebatado de raíz.
¿Puede Venezuela atraer inversiones sustanciales en la circunstancia actual? El gobierno de Maduro sigue afectado por sanciones sectoriales que no se levantarán hasta tanto se solucione el conflicto político. Es decir, el levantamiento de las sanciones depende de concesiones sustanciales que el gobierno no está dispuesto a hacer porque implican, de una u otra forma, dar lugar a un horizonte de alternabilidad en el Gobierno. Esta realidad limita la disposición de inversionistas de gran envergadura.
Por otra parte, ¿cuántos recursos necesita la industria petrolera? ¿Hay condiciones en la industria global que vuelvan atractivo el mercado venezolano? Las inversiones que requiere la industria son cuantiosas —se elevan a más de 100.000 millones de dólares en los próximos años, para siquiera retornar a una producción similar a los 2 millones de barriles por día que se alcanzó en el pasado. Inversiones de esa naturaleza requieren un horizonte posible de ganancias hoy dudoso.
Vivimos una era muy distinta a esa en que sucedieron los cambios anteriores en nuestro aparato legal de hidrocarburos.
El cambio climático es una realidad que pocos pueden negar, y las principales empresas petroleras del mundo se preparan para una transición que ya comenzó. Las transiciones energéticas de las grandes economías del norte global apuntan a que el petróleo dejará de ser atractivo y sugieren un pico en la demanda que para algunos ya llegó, con los efectos de la pandemia de la covid-19 y, para otros llegará antes del fin de esta década.
Estas preguntas revelan las extraordinarias dificultades que enfrenta la industria petrolera nacional —hasta con la pretendida intención de abrirse otra vez a inversiones— en un contexto de opacidad, autoritarismo y cambios en el mercado global que apuntan a un mundo pospetrolero.
Considerando tales dificultades, es fundamental que el petróleo y la industria sean el centro de grandes discusiones sobre el país y su futuro. Venezuela debe comprometerse en un debate serio sobre cuál será su papel en una economía global pospetrolera. Pero semejante debate no puede darse en un ambiente político marcado por el autoritarismo y la persecución, urge fomentar espacios plurales y de representación política real para que seamos los venezolanos quienes decidamos cuánto de la industria petrolera debemos “recuperar”, cuál será el rol del Estado y los privados en esa recuperación y cómo nos encaminamos a una matriz energética sustentable que no solo contribuya a paliar los efectos del cambio climático, sino que también provea energía a nuestros ciudadanos, hoy empobrecidos y desprovistos de fuentes energéticas elementales para su desarrollo y bienestar.