Habría que encontrar un estudio global que lo demuestre, pero es probable que hoy, como especie, en todas partes, nos sintamos menos seguros y más vulnerables que en agosto de 2019, cuando empezamos con Cinco8. Tenemos menos certezas con las que evaluar nuestro presente y con las que imaginar nuestro futuro. Y es porque ya estábamos en un mundo inestable cuando arribó un evento global que está cambiando todo, en todos los ámbitos, en Venezuela y en el resto del planeta: el covid 19.
Pandemias ha habido siempre; el sida es una de ellas. Pero habíamos confiado, tal vez, en que las epidemias no podían extenderse por todo el planeta, menos a la velocidad en que lo hizo la de covid 19. Muchas lecciones nos deja esta experiencia, que no ha acabado, pero podemos comenzar por dos: vendrán otras pandemias, sobre todo mientras sigamos traficando con fauna silvestre; y la rapidez con que se desarrollaron vacunas para esta ocurrió gracias a la cooperación internacional entre los científicos, que tanto han sido ignorados por los populismos. Solo el conocimiento y el trabajo en equipo nos han podido sacar de este rollo.
El problema aquí es cuánta esperanza podemos tener en la capacidad de aceptar esas dos lecciones por parte de instituciones y ciudadanos. Al margen de que en efecto haya provocado el covid o no, el tráfico de fauna debe acabar, pero como todo negocio ilegal es por su propia naturaleza clandestina muy difícil de combatir; ya ha llevado al borde de la extinción a varias especies sin que hayamos sido capaces de evitarlo. Y en cuanto al respeto al conocimiento, pues es nada menos que uno de los problemas más graves de la humanidad en su conjunto: no estaríamos tan mal como habitantes de este planeta si nos dignáramos a escuchar a los científicos sobre lo que debemos hacer para amainar los efectos del cambio climático, que todos estamos sintiendo.
Lo mismo pasa con las vacunas: todos somos testigos de que es la única solución a la pandemia, y sin embargo, en países como Canadá, España o Estados Unidos la campaña de vacunación se está topando con el muro de quienes se niegan a vacunarse. No es simple desconocimiento: es una forma militante de la ignorancia que ofrece una resistencia organizada a entender, a saber, a ponerse de acuerdo con los demás en cuanto a la vacuna, el clima, el racismo, la discriminación de género, etcétera.
Mientras en Venezuela y unos cuantos países más hay gente muriendo de covid porque no hay suficientes vacunas disponibles, en otros se acumulan las dosis en las neveras porque hay gente que se rehúsa a que se las pongan.
Es una dimensión de la inequidad que trasciende las diferencias de acceso a los bienes y servicios entre estratos socioeconómicos o territorios, y que debería hacernos revisar la idea que tenemos los venezolanos de que somos una nación inherentemente defectuosa, de gente estúpida por naturaleza, en comparación con el llamado primer mundo. Y esa inequidad se agrega a la desigualdad económica que no hace sino intensificarse en el mundo, lo que trae consigo la conflictividad.
Una catástrofe en común
La sensación de vulnerabilidad tiene otras dimensiones simultáneas. Estamos aceptando más la idea de que esa inseguridad ante la vida comienza en lo más profundo de nosotros.
El encierro y el temor al desempleo o al contagio ha creado más conciencia entre el público en general sobre la salud mental, al menos en las naciones industrializadas. Igual que las muertes por sobredosis de drogas, los trastornos de ansiedad y de depresión han aumentado en unas cuantas mediciones nacionales —más según encuestas y testimonios en medios que según estudios a largo plazo— aunque no parecen haberse cumplido los temores de una escalada dramática en suicidios como consecuencia del súbito desempleo al comienzo de la pandemia. El retiro de algunas competencias de las Olimpíadas de Tokio por parte de una de las mayores estrellas de esos juegos, la gimnasta estadounidense Simone Biles, ha intensificado el debate.
En países como Venezuela esto es difícil de ver entre tantas otras emergencias. Sin embargo, aunque allá la pandemia es uno más en la inmensa lista de retos cotidianos, no hay razón para pensar que el covid no ha hecho las cosas más difíciles y no ha afectado, más de lo que está, la salud mental de los venezolanos.
A estas alturas, todos conocemos a alguien que sucumbió al covid o que perdió seres queridos. Es también una experiencia inédita el ver que los venezolanos, que tendemos a ver nuestra desgracia como exclusiva, estemos siendo atacados por un enemigo externo adentro y afuera, y al igual que el resto del mundo.
Solemos quejarnos de que el mundo no nos presta atención y no nos ayuda; pues desde 2020 el mundo ha estado absorbido en un mismo problema agobiante que también existe en Venezuela, aunque allá la sensación de urgencia no parece la misma.
Es ahora que la inequidad en la vacunación está mostrando que una cosa es encarar el covid en un país con vacunas y sistema de salud, y otra hacerlo en Venezuela.
Tu oficina en tu laptop
Desde hace tiempo hemos tenido que lidiar con el hecho de que la estabilidad laboral o aquello de trabajar toda tu vida en lo mismo es algo de otra época; ahora tenemos que comprender lo que la pandemia le hizo a nuestras expectativas sobre el trabajo, estemos donde estemos y sea cual sea nuestra formación o nuestra edad.
Una lectura recurrente de la transformación del mundo del trabajo que se ha esparcido en los medios globales desde mediados de 2020 hasta hoy es que la pandemia aceleró cambios que ya venían andando. En particular, los métodos y las tecnologías para el trabajo en remoto. Igual que los escolares y los docentes, muchísimos profesionales en todos lados tuvieron que aprender a interactuar en videollamadas y a manejar proyectos con apps colaborativas. Aunque algunos ya van regresando al trabajo presencial, voluntaria o involuntariamente, o nunca lo dejaron del todo, el impacto de la extensión del teletrabajo es tan grande que mucha gente ha aprovechado para mudarse de las ciudades a los suburbios y a los pueblos, ya que no tiene que ir a diario a la oficina. Eso ha provocado burbujas inmobiliarias en esos lugares, y hay países como Barbados que intentan atraer a los llamados nómadas digitales: gente que puede trabajar desde cualquier lugar, que gana bien, y que puede gastar su dinero y pagar impuestos en territorios con poca población.
Si el teletrabajo se ha extendido tanto, ¿esto no debería ser positivo para los profesionales en Venezuela que pueden entrar en buenos empleos o proyectos sin tener que lograr la hazaña de emigrar?
La lógica dice que sí. Siempre y cuando haya las competencias, los contactos y la conectividad para conseguir esos empleos y retenerlos. Y si nuestro empleo es a distancia, ¿vale la pena tener que pagar un alquiler tan caro en Caracas, Madrid, Miami o Buenos Aires?
Los muros ganaron altura
Esta portabilidad laboral contrasta con el hecho de que la pandemia hizo más difícil la migración. Las restricciones de movimiento dejaron aplicaciones de visas en suspenso, cortaron rutas aéreas e incrementaron los requisitos de acogida, los costos del transporte y las medidas de seguridad en los aeropuertos. Los países se hicieron más celosos en cuanto a quiénes dejan entrar, porque recibir inmigrantes implica compartir con más los limitados recursos de asistencia de salud, sobre cuya gestión hay mucha más presión en tiempos de pandemia. La negación de acceso a la salud o la pérdida de empleo en países de acogida obligó a muchos migrantes y estudiantes extranjeros a volver a sus lugares de origen.
También hay más xenofobia. Como siempre pasa en las catástrofes, el extranjero, el extraño, se hace más proclive a ser un chivo expiatorio; muchos norteamericanos de origen asiático denunciaron ataques racistas durante los primeros meses de la pandemia, solo porque el virus había aparecido en China. Y la presencia venezolana en Colombia fue objeto de otro debate más cuando hubo la necesidad de empezar a vacunar gente.
En general, hoy los venezolanos, o gente de cualquier nacionalidad, tienen más difícil emigrar que en agosto de 2019.
Algunos podrán contar con que parientes o amigos que emigraron antes y tuvieron tiempo de establecerse pueden ofrecerles ese cobijo inicial que los migrantes generalmente necesitan, pero la mayoría de quienes optan por dejar Venezuela se encontrarán un mundo más renuente a abrir las puertas.
La democracia da un paso atrás
Un mundo más cerrado y más desconfiado es también un mundo menos democrático y con menos respeto a las libertades y los derechos humanos.
La pandemia fue el pretexto ideal para que los regímenes autoritarios incrementaran su control de la población: el estado de emergencia les hizo más fácil restringir los movimientos, tomar medidas expeditas sin someterse a controles, y usar la excusa de la paz social para censurar periodistas y perseguir opositores. Ha sido el caso de la dictadura en Venezuela.
Pero las democracias también han llevado palo.
Con excepción de unos pocos países como Nueva Zelanda, la gestión de la pandemia y la campaña de vacunación han enturbiado la opinión pública y la gobernabilidad.
Ha habido disturbios en las calles por manifestaciones contra el confinamiento que se vuelven violentas; sabotaje coordinado de movimientos radicales de derecha contra esas medidas y las vacunas; y se ha extendido el ambiente de fake news, teorías conspiratorias y desobediencia a las autoridades democráticas.
La tenue esperanza de recuperación democrática que teníamos en Venezuela cuando empezamos con Cinco8 se derrumbó en nuestro país, pero lo cierto es que el planeta entero parece decirnos con cada vez más claridad que quienes esperábamos que el siglo XXI sería más democrático y pacífico que el XX estábamos siendo ingenuos.
El planeta no ha sanado
La otra gran preocupación de este siglo, ahora que entramos en su tercera década, es la situación ambiental. Muy al contrario de esa percepción superficial que corrió el año pasado por las redes sociales, alimentada por imágenes manipuladas y noticias falsas, de que la naturaleza estaba recuperando el terreno que estábamos abandonando las personas y que el confinamiento estaba limpiando el aire, lo cierto es que a las toneladas de desechos que flotan en los océanos se sumaron las mascarillas que descartamos, y el cambio climático sigue causando gravísimas perturbaciones. Dos muestras recientes, entre muchas, son la ola de calor sin precedentes en el noroeste de Estados Unidos y el suroeste de Canadá que ocurrió en este verano boreal, y los incendios forestales en Australia en el verano austral de 2019-2020, que quemaron doce millones de hectáreas y desplazaron o mataron a un estimado de tres mil millones de animales, una de las peores tragedias naturales registradas en la historia. Incendios como esos, en suma con las otras fuentes de emisiones, están expulsando más dióxido de carbono a la atmósfera que lo que los bosques del planeta son capaces de absorber, con lo cual se refuerza el efecto invernadero que está alterando el clima y derritiendo los casquetes de hielo polar.
Son muchas malas noticias y pocas buenas, como el regreso de Estados Unidos al acuerdo de París de reducción de emisiones y el creciente consenso de que la demanda de combustible fósil está alcanzando su pico, lo cual significa que irá reduciéndose en adelante, y que el petróleo irá perdiendo importancia. ¿Estamos conscientes de eso los venezolanos?
Dónde encontrar la esperanza
Los venezolanos, adentro y afuera, podemos entender las cosas en la medida en que queramos hacerlo, y en la medida en que tengamos cómo enterarnos de los asuntos importantes y podamos desarrollar discusiones provechosas sobre ellos. La dispersión de las audiencias, la fragilidad de los medios y la ausencia de una plaza común conspiran contra eso.
Pero aunque no tengamos un parlamento que trate los grandes asuntos nacionales, seguimos teniendo el periodismo y la cultura para hacernos preguntas e intentar responderlas.
Allí también están lloviendo los cambios. Mientras los medios ganaron algún terreno al acompañar a la gente durante la pandemia, la industria cultural ha sufrido en todos lados con los escenarios y los museos cerrados. Se incrementó la precariedad laboral en ese ámbito y se intensifica el desplazamiento de la actividad creadora hacia Internet. En estos dos años hemos visto cómo los colosos del entretenimiento como Disney comienzan a abandonar las salas de cine para competir en el campo de batalla del streaming, cómo la industria de los videojuegos se hizo más próspera, y cómo el hombre más rico del mundo paseó por el espacio gracias a las ventas de su empresa, Amazon, el mayor conglomerado de comercio por internet. Hemos tenido que preguntarnos si pagar por ver conciertos y montajes teatrales en vivo pero online, mientras que muchas editoriales tuvieron que anunciar que no podían aceptar más manuscritos, ante tanta gente desesperada por traducir en diarios o novelas la experiencia del confinamiento.
Lo que pase en el futuro próximo con los medios y la cultura cambiará la manera en que los seres humanos nos comunicamos entre nosotros, vemos el mundo, discutimos sobre los problemas. Pero las grandes preguntas que tenemos por delante son preguntas que la humanidad ya se ha hecho: ¿Cómo encontrar la esperanza en un mundo tan incierto? ¿Cómo defenderse de la conflictividad y ayudar a que tengamos un mundo menos injusto donde la vida humana y de la naturaleza sea más sostenible? Las respuestas que encontremos para ellas no serán nunca definitivas, y puede que estén donde siempre han estado: en las voces responsables, en los buenos libros, en el diálogo respetuoso y empático con los demás. En Cinco8 haremos lo que se nos ocurra para ayudar a dar con ellas.