“Sé dónde quedan, pero no sé cómo llegar”.
Esas fueron las palabras de Francisco, un taxista que conocimos en El Tirano, cuando le pedimos que nos llevara a las salinas de Pampatar. Francisco lleva años trabajando de taxista —primero en Parque El Agua hasta que cerró por la pandemia en 2020 y ahora en el hotel Sunsol Isla Caribe— así que está acostumbrado a llevar personas a lugares turísticos.
El hecho de que Francisco no las conociera fue la primera señal clara de que las salinas no son un lugar turístico; la segunda señal la vimos cuando llegamos a Pampatar.
Por la Calle José María Vargas hay restaurantes nuevos o remodelados, bares y puestos de comida. La calle está arreglada, los carteles de los restaurantes están limpios, al otro lado se puede ver la playa y a los turistas tomándose fotos en la entrada del Castillo San Carlos de Borromeo. Pero ni un cartel que indique dónde están las salinas, aunque están muy cerca.
Más adelante, pasando la Cinemateca de Pampatar, llegamos a un escenario muy distinto al de las dos cuadras de atrás. Las calles tienen huecos, la pintura de las casas está resquebrajada por el sol y las paredes tienen grietas. “Se vende sal” dicen los carteles en las entradas de varios hogares. Francisco baja su ventana y les pregunta a unos vecinos sentados en la calle cómo podemos llegar a las salinas. Siguiendo sus instrucciones llegamos rápido. Es difícil explicar la sorpresa que sientes cuando las calles estrechas repentinamente se abren para revelar los vastos estanques de agua de donde proviene la sal.
Nuestro primer encuentro es con Emanuel, un chico de diez años, quien trabaja en el puesto de su abuelo vendiendo cristales y agua de sal. Emanuel lleva un año trabajando allí y, como es habitual, estaba solo, porque su abuelo había salido a sacar sal.
Más allá del puesto de Emanuel veíamos a varios hombres trabajando en unos molinos, triturando los cristales de sal que se amontonan en montículos de más de un metro de altura. Otros estaban empacando el polvo que sale del molino en los sacos que luego apilaban. Nos acercamos a un molino que, a diferencia de otros dos, tenía techo. Es una estructura de troncos de madera, láminas de zinc y cortinas tejidas, que sirve como un refugio del sol.
La persona que trabajaba en el molino nos sonrió y nos acercamos a tomar una foto. Enseguida salió alguien de la casa más cercana y caminó hacia nosotros. Horas después, mi novia y yo nos confesábamos que cuando lo vimos salir pensamos lo mismo: “Nos van a correr o nos van a vender algo”. Cuánto nos equivocamos.
El hombre que se nos acercó nos saludó y nos preguntó cómo podía ayudarnos. Respondimos que habíamos ido a ver las salinas con la esperanza de hablar con las personas que trabajan ahí. Se presentó, dijo que su nombre era Cristian y que trabajaba en Sal Mampatare, la compañía dueña del molino que estábamos fotografiando. Cristian nos dijo que si teníamos veinte minutos nos mostraría las salinas. En el momento no lo sabíamos, pero aquellos veinte minutos se volverían casi dos horas y nos llevaría en un recorrido de unos cuatro kilómetros.
“Este negocio tiene una cara muy bonita, la belleza natural aquí es única, pero también tiene una cara muy fea. Hoy los voy a llevar a que veamos ambas caras”, nos dijo Cristian.
Primero nos contó que en el molino trabajan tres hombres, triturando los cristales de sal para luego empacarla. Tienen la piel y la ropa cubiertas por una capa cristalina de polvo de sal. No cobran un sueldo, sino por saco de sal que logren empacar. Ese día era miércoles y para ese momento de la semana llevaban cuatrocientos sacos empacados, cada uno de veinte kilos de sal.
En una buena semana, pueden ganarse cuarenta dólares en el molino. Pero la compañía no vende la sal empacada por día. La vende para consumo industrial: para salar pescado y producir queso. Por esa razón deben tener una cantidad industrial de sal empacada antes de poder venderla. La cantidad mínima de sal para llamar a la gandola que la busca y pagarles a todos es mil quinientos sacos, lo cual equivale a treinta mil kilos de sal. El molino vende cada saco de veinte kilos a un dólar. Así es, un dólar cada uno.
No llevábamos ni diez minutos ahí y ya nuestros labios sabían a sal y el lente de la cámara estaba cubierto por una fina capa cristalina. Las salinas son varios estanques, unos junto a la costa y otros cerca de Pampatar. La costa corre por unos dos kilómetros y medio desde el Faro de Pampatar y cada salina tiene casi un kilómetro de ancho. En otras palabras, el espacio de trabajo es inmenso, el viento que lo azota es fuerte y el sol no perdona. En el momento que nosotros fuimos hacía unos 32 grados centígrados, pero hay temporadas mucho más calientes en el año.
Pronto pudimos conocer a varios extractores, quienes tienen el trabajo de entrar al agua y buscar los cristales de sal que se forman en el fondo. Cristian nos comentó que hay momentos del año en que la sequía hace que se evapore toda el agua y en la superficie se forme una capa blanca brillante. Pero la mayoría del año las salinas están inundadas con agua que puede llegar hasta la cadera o incluso el pecho en ciertas partes. Así estaban cuando fuimos.
Los tres estanques más cercanos a la costa eran notablemente distintos a los demás, con agua de color cobre, a veces rosada si la ves desde ciertos ángulos. Allí fue donde vimos a los extractores adentrándose en el agua, arrastrando unas cavas grandes de metal oxidado. Cristian nos reveló que son neveras viejas que ya no funcionan; les quitan las puertas y las bandejas internas y las usan como contenedores para ir a buscar la sal, porque flotan en el agua. Las encuentran en un botadero cercano o se las compran a alguien como chatarra.
Nos acercamos a dos hombres que sacaban cristales de sal de una nevera y los lavaban en unas cestas que luego vaciaban en la costa. Sus nombres eran Joyni y David. Estaban totalmente vestidos aunque pasan la mayor parte del día en el agua. Los extractores se cubren todo el cuerpo para reducir los efectos del sol, además de protegerse de las salinas, ya que los cristales de sal hacen el suelo rocoso y afilado. Es común cortarse y el agua es tan salada que un corte es mucho más grave allí adentro. Las heridas no sanan bien y Cristian nos contó que con el tiempo la sal quema la piel alrededor de los cortes y estos se curan solo parcialmente. Las quemaduras van creciendo y dañando la piel.
Joyni y David llevan años trabajando como extractores. Llegan cada día entre las dos y las tres de la mañana para comenzar su jornada. Toman descansos solo para comer y siguen trabajando hasta las siete u ocho de la noche. A veces, si está fácil conseguir sal, extenderán la jornada hasta las diez de la noche. Eso es una jornada de veinte horas. Al final los extractores se echan un baño en el mar, donde el agua es menos salada. Por lo extensa y exhaustiva que es la jornada los extractores tienden a trabajar solo dos o tres días por semana. Aunque esto no es una regla, otros trabajarán más.
Cerca de donde Joyni lava su sal se ven más montañas de cristales armadas junto a la costa. Las más lejanas son blancas, otras rosadas y la que Joyni y David están construyendo es negra. Esta variación en color se debe a cuán expuesta al sol ha estado la sal y a cuán limpia está. Toda la sal al final es blanca, incluso la denominada “del Himalaya” —rosada por las algas atrapadas en los cristales—, que con suficiente exposición al sol se verá igual de blanca que todas las demás.
A unos metros de donde Joyni lava la sal hay otro extractor trabajando. Cuando sale del agua vemos que tiene una venda en la pierna derecha. La venda, como las neveras que se llenan de sal, es una creación improvisada: es tela arrancada de una franela. A lo largo de la costa vemos más evidencias de la acción destructiva de la sal en las personas y las cosas. En las colinas cercanas hay ropa dañada, neveras despedazadas y zapatos rotos.
Si un saco de veinte kilos es vendido por el molino en un dólar, ¿cuánto ganan los extractores?, nos preguntamos.
Si la sal abunda y cada extractor logra sacar novecientos kilos en sus turnos el equipo puede llevarse ciento treinta dólares en la semana. Por tres mil kilos de sal y unas cien horas trabajadas en total, equivale a 43 dólares por persona y por semana.
Ese es un estimado optimista. La mayoría de las semanas están más cercanas a los treinta dólares por extractor y en un pueblo donde el agua pasa cada cuarenta días y la gente se ve obligada a pagar cisternas de veinte dólares, podemos imaginar que ese dinero se evapora rápidamente.
Las condiciones bajo las cuales trabajan los extractores son obscenas, no hay otra palabra para describirlo. Los riesgos de salud son inmensos, el horario de trabajo es extremo, el esfuerzo físico necesario es destructivo y la voluntad requerida es incalculable.Todo esto para sobrevivir. Muchas personas incluso se vieron forzadas a adoptar este trabajo al principio de la pandemia ya que la entrada y salida del municipio quedó prohibida en marzo del 2020 y muchos perdieron sus trabajos como consecuencia. Sacar sal del agua fue lo que les quedó.
Los extractores no son empleados de los molinos ni de compañías como aquella para la que trabaja Cristian. Son “trabajadores artesanales”. Así lo ha determinado el Gobierno al declarar las salinas de Pampatar como una zona de artesanía. Esto, nos cuenta Cristian, a diferencia de las salinas de Araya, en las cuales se permite la explotación industrial con maquinaria pesada.
Quién sabe, quizás ni siquiera hay interés en formalizar una industria que produce tan poco dinero. Por los momentos, las salinas y quienes trabajan en ellas se sienten olvidados. Descartados por un gobierno que tiene poco interés en mejorar sus vidas. Abandonados por la industria turística que le ve poco provecho.
A pesar de las terribles condiciones laborales y de lo difícil que es la vida en las Salinas, sus trabajadores son increíblemente amables.
Ahí estábamos, dos extraños con una cámara haciéndoles preguntas sobre qué hacen, dónde y cómo viven en medio de su día laboral. Pero todos nos recibieron con sonrisas, saludos e incluso poses para la cámara. Al final de dos horas y cuatro kilómetros, Cristian se rehusaba a recibir nuestro dinero por todo lo que había hecho y la sal que nos regaló.
Pampatar es una ciudad conocida por muchos venezolanos. Tiene centros comerciales modernos, grandes bodegones, parques acuáticos, decenas de complejos residenciales y vacacionales de lujo y una de las playas y bahías más hermosas del mundo. Pero su nombre no viene de ninguna de esas cosas. Pampatar viene de Mampatare, una palabra guaiquerí que significa “pueblo de sal”. Vale la pena recordarlo, así como vale la pena recordar a quienes aún se dedican a sacar sal.