Poco antes de una exhumación cuyo método, objeto y hallazgos siguen ocultos, Hugo Chávez anunció la construcción del Mausoleo del Libertador. Murió sin inaugurarlo, pero seguramente conoció y aprobó la idea de dedicar a una sola persona una pieza del tamaño del Panteón Nacional. Al dar a Bolívar esa dimensión quizá los proyectistas querían lisonjear al líder por “héroe interpuesto”, como el único y lo único que importa, como confirma la secuencia hacia el nuevo salón.
Hasta 2013, el Panteón Nacional mantenía la estructura basilical de la iglesia original. El sarcófago del Libertador fungía de sagrario de ese templo y el resto del santoral patrio ocupaba las capillas laterales. Al convertir el ábside en zaguán, la nave se reduce a pasillo y los otros próceres a comparsa del héroe.
A diferencia de otros santuarios y altares, al Mausoleo no se accede subiendo sino bajando, como sumergiéndose en una catacumba/caja/cava colosal. Este solitario Olimpo personal extrae al neo-dios del mundo para insertarlo en un relato que excluye todo y a todos porque todo lo excede.
Del monumento a Carabobo de 2021 caben lecturas similares. El Arco de Triunfo de 1921, un portal, sugiere un tránsito. La secuencia que inician los monumentos menores, que continúa el fuego al soldado desconocido y remata el Altar de la Patria, indica que ese paso exigió el sacrificio de muchos.
La obra de 2021, en cambio, vuelve a singularizar el protagonismo, ya no en una persona sino en un arma que, bélica y fálica, se separa de un muro ciego aunque decorado. Solo unas formas inquietas (¿turba blandiendo lanzas?) insinúan la presencia de otros participantes, pero ese evoca más bien el vello púbico de la colosal dotación que arremete contra todo y todos.
Los edificios de Misión Vivienda son el anverso del mismo relato.
Masas iguales se repiten en lugares distintos, sin considerar clima o localización ni distinguir ambientes, unidades o habitantes. Todo se somete a un mínimo (¡muy mínimo!) común múltiplo en el que sólo pueden reconocerse los ojos vigilantes de quien, dadivoso, firma las fachadas.
Estas obras repiten muchas de las fallas criticadas a la vivienda pública anterior: aislamiento, precariedad y anonimato. Sin sentido de pertenencia ni arraigo, se impone a quienes se dice beneficiar una uniformidad ficticia, pero no accidental, como muchedumbre vaga que calla y asiente.
La exageración de aquellos monumentos parece opuesta a la simpleza de estas viviendas, pero como conjunto materializan el lema “caudillo-ejército-pueblo”, devenido en “héroe-fuerza-masa”, e igualmente decidido a diluir todo lo que ose resistir la subordinación.
Este autoritarismo que sufrimos, a diferencia de otros, locales y mundiales, ha sido pichirre en realizaciones, pero hábil en imponer en el mundo físico señales simbólicas que interpretan elementos, memorias, mitos y deseos en términos de su particular relato.
Todo lo que se construye no solo atiende necesidades, usa materiales o emplea técnicas, sino que, explícita o sesgadamente, pero nunca por azar, enuncia un discurso con su lenguaje. Y el lenguaje, como dijo Hölderlin, es el bien más precioso, pero también el más peligroso.
En cada mensaje que recibimos y emitimos habita el arte del lenguaje para permitirnos pensar, plantear, debatir y acordar, pero también la traición de usarlo para coartar, falsear, deformar y asediar. Como parte de esta dinámica, la ciudad constituye un medio de comunicación: todo en ella dice o calla algo, nada es fútil ni neutro, cualquier gesto, todo acto, formula y significa algo.
En el contexto urbano confluyen textos escritos a muchas manos, en tiempos distintos, con miradas diferentes, desde herencias divergentes y hacia ideales diversos, a veces opuestos, otras concurrentes, pero siempre presentes. Esa multitud de mensajes articulan relatos que nos dicen la ciudad con una complejidad distinta pero no mayor a la de otros lenguajes que leemos, porque también el discurso de la ciudad utiliza un léxico y responde a una sintaxis.
Como el de toda lengua viva, el léxico urbano adapta cambios, adopta expresiones, incorpora acepciones y descarta arcaísmos. Negar ese brío sería congelarlo o, como busca el conservadurismo disfrazado de conservacionismo, estrecharlo para controlarlo. Pero también se mina el valor y rigor de la comunicación si su fluidez se usa como coartada de antojos y abusos, simulando innovación en lo que es solo elusión.
Cuando el léxico sabe decir y hacer, comunica y enriquece. Entonces se celebra, se participa de la calle en distintas escalas, o se enfatiza un edificio por su jerarquía formal.
Alojar sedes institucionales en anodinos edificios heredados de quiebras bancarias descoloca el lenguaje urbano tanto como usar “colocar” para decir “inocular”; hablar de “vital líquido” o apelar a ficciones mayameras no son metáforas cuchi sino simplezas cursis; la vulgaridad dimensional y proselitista de los Gimnasios Verticales irrita tanto como un tuit escrito todo en mayúsculas. Lamentablemente, los errores construidos son más difíciles y costosos de enmendar que los ortográficos o idiomáticos, y por eso las fallas que dicen mal la ciudad dislocan su relato por años y pueden maldecirlo.
Y es que el lenguaje de la ciudad no se construye acumulando signos, sino articulando frases, oraciones, párrafos y capítulos que entretejan un todo comunicacional. Para ello, su clara y oportuna sintaxis debe relacionar las partes para, sin restringir su singularidad, expresar cada lugar desde los matices de una tesitura que construye una totalidad.
Eso sucede en El Saladillo en Maracaibo, cuya rica escena cromática trasciende la curiosidad escenográfica; en la avenida Las Palmeras en Maturín, donde edificios, aceras, vegetación y espacio forman un conjunto interdependiente que debe preservar la integridad de cada parte para que el todo mantenga su calidad; y en los paseos de Los Próceres y Los Ilustres que, como una secuencia episódica, conectan la Academia Militar y la Ciudad Universitaria, poder y saber, en una feliz expresión urbana de la socorrida prédica sobre “unión cívico-militar”.
Kevin Lynch destacó la importancia, identificó los componentes y explicó la lógica de la sintaxis urbana como narración cotidiana en su libro La imagen de la ciudad. Las seis categorías que propone Lynch (sendas, bordes, barrios, nodos, hitos y barreras) resaltan la relación entre objetos, espacios y eventos urbanos con quienes los viven, y la de esa historia y sus símbolos con la ciudad y sus ciudadanos. Estas piezas son tan claras y determinantes que ni siquiera necesitan una concreción tangible para ordenar el discurso que vemos y vivimos —hay sendas que son solo visuales, carteles que marcan nodos, árboles que denotan hitos y barreras construidas sólo con prejuicios— pero entre todas construyen un relato del que los ciudadanos somos tanto espectadores como actores.
Al irla viviendo, la ciudad nos revela la trama que la ordena físicamente, la hila y la cuenta. Como en el cine o la literatura, esa trama solo existe al verse o leerse; pero la trama de la ciudad no es externa ni fija; va mutando con quienes la viven. Habitamos la trama intercambiando con ella, disfrutándola al mismo tiempo que la escrutamos, identificando sus eventos, continuidades y lugares y, si toca, transformándolos.
El flâneur de Baudelaire navega esas tramas con el placer de experimentar sus interacciones, gozo al que Benjamin reclama también actitud crítica, para añadir indagación a la contemplación. Guy Debord subraya en este proceso el “abandono atento” de la derive, un acercamiento lúdico que incluye un entendimiento lúcido: disfrutar y también confrontar –con intensidad poética y decisión política– las varias y muchas veces enfrentadas situaciones que ofrece la ciudad y que, al vivirlas, pueden hacer del ciudadano activo un activista ciudadano. De eso van los “hilos andantes” de Cheo Carvajal, que interrogan la ciudad caminándola, oyéndola, mientras se identifican oportunidades, indican errores y reclaman omisiones.
Pero si es cierto que los relatos construyen tramas que nos dicen la ciudad, también lo es que lo que decimos puede tramar relatos que la destruyan.
Usar la palabra “barrio” con un dejo peyorativo y “urbanización” como noción superior; enfrentar “ranchos” a “quintas”, “bloques” a “residencias”, “cerros” a “colinas”; calificar a quien se nos opone de “escuálido” o “chabestia”; derivar del drama de la marginalidad el mote de “marginal” y culpar de todo y siempre a “esos otros”, sin rescatar la importancia del “nosotros”, instala en el habla cotidiana fracturas aún mayores en nuestra ya disfuncional urbanidad y nos hacen cómplices de la metástasis de violencia que, institucionalizando la desinstitucionalización, nos disminuye a todos.
Nos acostumbramos tanto a que los nombres de plazas y avenidas honren lo militar y muy rara vez lo cívico, que ni siquiera reclamamos la muy escasa mención de mujeres ilustres y su destierro a esa otra forma de corrosión narrativa que es “celebrarlas” como “señoras, madres, nodrizas o amantes de…” , con “homenajes” que edulcoran con ácida condescendencia el menosprecio. Rezongamos cuando cambian nombres, símbolos y efemérides, pero, al final y como hartos, ignoramos esas agresiones, como si así desaparecieran. Quizá nos domina la convicción de que la distorsión y la ausencia se impone, irremediablemente, pero solo estamos condenados a lo que aceptemos. Repetir desfigura nuestra capacidad y necesidad de convivir, oír, decir.
Como acción de construcción, que hoy es también una forma de rebelión, el Plan Ciudad debe concebir y concertar tramas y relatos que digan lo urbano en términos humanos; que convoquen al ciudadano de modo equitativo y permeable a decirse en y con la ciudad; que asuman las posibilidades y responsabilidades de esa tarea siempre incompleta y jamás determinada por lo que alguien pretende imponer.
Y si las tramas nos dicen el relato de la ciudad, ¿qué hace la ciudad?
Esta es la quinta entrega de la serie Notas Preliminares para un Plan Ciudad