Solemos obviar las cosas que parecen obvias hasta que un día, como desde dentro de un diente cualquiera, un dolor intenso revela nuestra fragilidad recordándonos que existen.
Una de ellas es la ciudad; artefacto que, por haberlo usado toda la vida, creemos entender y del que nos quejamos con frecuencia. Como para controlar una complejidad que nos abruma, apartamos esas angustias para que no nos salpiquen y creemos metabolizarlas asumiendo, entre resignada y evasivamente, que esas irregularidades son irremediables.
Tal desapego es, por lo menos, curioso. Sin preguntarnos casi nunca qué es, cómo, si la necesitamos o para qué, vivimos diariamente la ciudad de modo personal, directo, sin el difuso distanciamiento de las nociones de patria o país. Y, sin embargo, no la interrogamos; quizá porque sabemos que al hacerlo confrontaríamos nuestras propias disfuncionalidades.
En lo cuantitativo, se ha propuesto definir la ciudad según su población (en Venezuela el índice aplicado es de 20.000 habitantes, lo que hace del nuestro un país casi totalmente urbanizado); en lo operativo, por la presencia de oficios diversos y clara división del trabajo; en lo cualitativo, por su valor como lugar de encuentro en la vivencia cotidiana de la civilidad; y en lo creativo varios registros testimoniales, reflexiones y exploraciones poéticas, musicales, pictóricas y cinematográficas buscan celebrar lo humano en la intrincada multiplicidad de lo urbano.
Cada ciudad una cultura
Tan interactiva diversidad define, a mi entender, la ciudad como construcción cultural.
En tanto construcción, la ciudad es una obra en continuo proceso. Su tiempo contiene los testimonios del pasado, las experiencias del presente y los deseos del futuro, integrándolos mientras los conjuga en persistente gerundio: la ciudad va siendo según se va haciendo, tejiendo conexiones que nos van constituyendo con ella y en ella.
Y en tanto cultura, según el DRAE, la ciudad relata “modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo”, como expresión de una acción colectiva. Su cadencia y también sus carencias nos describen como individuos en sociedad, partes y partícipes de un plural ensamblado o descoyuntado entre todos, pues a todos nos implica y afecta.
Como construcción cultural, vivida en gerundio y trazada en plural, cada ciudad es tan única como las herencias, vivencias y aspiraciones de quienes la hacen y, a la vez, tan similar a otras como comunes sean sus fuentes. Su ethos, no siempre preciso pero presente, intenta ver, crear y sostener recintos apropiados que alojen experiencias propias.
Por eso ejercer la ciudad exige muchos y difíciles acuerdos que potencien sus posibilidades y con frecuencia causan desacuerdos, tensiones, incluso conflictos, y también motivan ideas.
Porque resume, alojándolas, las bondades, contradicciones y sombras de los individuos y grupos que la construyen, la ciudad no es perfecta; sería improbable y quizá hasta aburrido y fatuo que pretendiera serlo. Su belleza no es la de la perfección frígida que frecuentemente se esgrime para disfrazar deseos de segregación, sino la de la armonía que demanda esfuerzo para procurarla y mantenerla. La disyuntiva no es un dilema sino un reto que, como tarea ciudadana, nos compete a todos. Señalar las fallas y riesgos de la ciudad sólo será un fracaso si alienta el desarrollo de una suerte de costra emocional que nos paralice dócilmente y naturalice lo inaceptable.
Entre la utopía y la distopía está la vida
El fatalismo de ver la ciudad como suma de todos los vicios y, en ellos, todas las amenazas, fuentes de pecado, injusticias y sufrimiento, proviene de temores muy conservadores que, paradójicamente, animan muchas utopías postuladas como progresistas.
Desde ese perverso simplismo se postuló el plan de los “gallineros verticales”: retomar una autosuficiencia edénica que nos redima de la explotación implícita a todo intercambio y garantice independencia, aunque sea sitiados por el aislamiento. Es claro ya que ese apremio por suprimir la interdependencia respondía a la pulsión de imponer el infierno de la dependencia ante un poder agigantado que, aviesamente, troca gallineros en misiones o cajas CLAP como mordazas análogas.
Pero el mito de la ciudad amenazante (acrecentado por la actual situación sanitaria y la tendencia a preferir explicaciones simples) sigue presente y superar el círculo vicioso de miedos y desmoralización que induce es seguramente nuestro mayor reto social. Necesitamos deponer prejuicios, desmontar barreras y desarrollar modos de concertación que declaren la ciudad como territorio de ciudadanía y ésta como sustento cotidiano de la civilidad.
Ese propósito exigirá formas de negociación (mecanismo muy desprestigiado en nuestros días, lo sé, pero forzoso para evitar las imposiciones) sobre las posibilidades de relación, necesidades de interdependencia y cualificación de la proximidad humanas y urbanas. Un reto cívico arduo pero impostergable o polvos similares a los que trajeron estos lodos generarán calamidades aun peores.
Este reto cívico debe conectar, como tema transversal, toda estrategia por un país viable, incluyendo, de manera notable pero no exclusiva, lo citadino, pues de lo ciudadano depende estructurar una estrategia civilista que articule vivencias urbanas justas y relevantes.
La realidad social y tecnológica enriquece las acepciones del tema, como evidencia la extensión de las relaciones virtuales durante la pandemia. Pero incluso en ellas prevalecen los modos urbanos de interrelación (relativos, abiertos, entrelazados y polisémicos) sobre la inevitabilidad de los ciclos, el rasero de lo uniforme y el repliegue individual del mundo rural tradicional.
Como la todavía imprecisa pero creciente economía naranja, emergen mecanismos alternos de acción y producción que generan otras escalas de globalidad. En ellas ven algunos el riesgo de nuevas y quizá peores formas de discriminación, otros la obsolescencia de una oposición maniquea entre campo/ciudad y otros la necesidad de compensar el vaciamiento del campo con mecanismos y lógicas ya más permeables. El término rurbalidad busca identificar esa nueva continuidad que articula lo exclusivamente rural con opciones más mixtas e interactivas de orden urbano.
De hecho, quien, en un entorno citadino, rural o intermedio, se comunica electrónicamente con clientes y proveedores, realiza pagos, revisa noticias, intercambia con familiares y amigos o accede a televisión satelital se relaciona ya en “modo urbano” pues, a diferencia del labrador tradicional, funciona en términos de complementación e interdependencia. Ya no mero habitante pasivo, este nuevo ciudadano, mixto y activo, ejerce el mundo como “artefacto comunicante”.
Esta hibridación, en buena medida complemento de los planes de agricultura urbana, comprueba la capacidad de la ciudad para, en gerundio y en plural, construir opciones culturales que la intensifiquen, diversifiquen y ratifiquen como recurso de interrelación urbana e intercambio humano.
Pero no por reconocer estas virtudes debemos obviar fallas que, si no asumimos y enfrentamos, pueden, quizá con expresiones y localizaciones distintas, seguir erosionando la fábrica social a través de la cual, entre todos, tejemos la ciudad y que, desde la ciudad, nos constituye a todos.
La creciente ubicuidad en que vivimos relativiza algunas experiencias pero no minimiza las exigencias, sólo puntualiza diferencias y, quizá, enfatiza las deficiencias de un mundo cada vez más integral y plenamente urbano.
Realidad que plantea otra pregunta: si la ciudad es cada vez más el mundo ¿dónde está ahora la ciudad?
Este es el tercer ensayo de la serie Notas preliminares hacia un Plan Ciudad.