¿Qué es (y qué no es) cultura democrática?

Los demócratas aceptan diversas posiciones políticas y asumen que los conflictos de intereses particulares se resuelven en instituciones justas y no con asonadas. ¿Somos demócratas en verdad?

"Hiding into the city - Infowall, 2021", de Liu Bolin

Foto: Liu Bolin, GBG ARTS

Excepto por el reciente caso de Myanmar, la principal forma de instaurar autoritarismos hoy día no es el golpe de Estado. En su Democracy Report 2021, el V-Dem Institute reitera que en la última década los líderes autoritarios han preferido otra ruta para hacerse con el poder. 

Esa ruta podría dibujarse como sigue: primero, atacan a los medios de comunicación y a la sociedad civil. Luego irrespetan y deslegitiman a sus oponentes y diseminan información falsa para polarizar a las sociedades. Por último, socavan las instituciones que podrían poner límites a su ejercicio del poder.

Desde 2015, conservo al menos tres imágenes de eventos políticos en el mundo que siguen este patrón autoritario. El primero, la retirada de la bancada oficialista en plena sesión de instalación de la Asamblea Nacional de Venezuela, en enero del 2016. El segundo, anterior, en Argentina en diciembre de 2015: el boicot del kirchnerismo a la toma de poder de Mauricio Macri. El tercero, el célebre tuit del presidente Trump el 8 de enero de 2021: «A todos quienes preguntaron, no iré a la toma de posesión (de Biden) el 20 de enero». 

Lo común en los tres casos es la notable intención de polarizar. Es decir, se irrespeta a tal punto la voz del adversario que este aparece sin legitimidad para ejercer la política y, por consiguiente, como no apto para la competencia electoral. Así se lo priva de sus derechos políticos, se lo excluye de una forma que es opuesta a la democracia.

¿Presenta algún inconveniente esta forma de ejercer la política? Si un país no fuese un proyecto común, polarizar, en el sentido de concebir la democracia como un sistema en el que uno gana y todos los demás pierden, no sería un problema. Pero para salir adelante, un país requiere niveles adecuados de cooperación racional, aún entre adversarios, en la tarea de conquistar aquello que sería mejor para todos, pertenecer a una comunidad muy diversa y sentirnos parte de su compleja identidad. No hay aspiración colectiva que, dividida contra sí misma, no conduzca a la ruina.

El sueño recurrente del golpe de Estado

El hecho de que los golpes de Estado hayan comenzado a ser raros, no implica  sin embargo que la violencia, como máxima expresión autoritaria, haya perdido su atractivo de solución instantánea o dejado de manifestarse con su consecuente daño. De hecho, otro hecho reciente que llamó fuertemente mi atención, fue la forma en que algunos venezolanos recuerdan la asonada del 4 de febrero de 1992. En la misma fecha, pero en este 2021, leí que un sociólogo desencantado del chavismo afirmaba que hoy hay más razones aún para dar un golpe de Estado.  

Reconozco que la frase es ambigua y que pudo haber querido decir solo que el país está infinitamente peor, pero lo cierto es que una cultura democrática arraigada debería afianzarse en la idea de que, incluso en las peores circunstancias, la intimidación, la violencia y la imposición de facto —implícitos en un golpe militar— no son los mejores medios para asegurar una transición efectiva hacia un sistema respetuoso de la diversidad de voces que conviven en un país, aspiración suprema de la democracia. 

Apostar a que saldrá un régimen justo e inclusivo de implantar a un gobernante o grupo político, equivale a la idea populista de que desmantelando las instituciones se puede lograr un nuevo orden social y productivo que ampararía a los excluidos y eliminaría la inequidad. 

La recurrencia de estas premisas, y de otras similares, hacen dudar de las reservas democráticas que nos habrían dejado cuarenta años de república civil, ejercicio electoral y gobiernos alternativos. Quizás esas reservas se han ido agotando desde que el sistema detuvo las aspiraciones de ascenso social; puede que los ataques a la legitimidad democrática entre 1989 y 1998, más los 23 años siguientes de autoritarismo y polarización, hayan hecho mella en nuestras ideas, percepciones y comportamientos políticos.      

La construcción de la mentalidad democrática

Si polarizar, deslegitimar al adversario y socavar instituciones son manifestaciones de una cultura autoritaria, ¿cómo se presenta una cultura democrática? ¿Cuáles componentes del espíritu democrático propician la inclusión y el respeto de la mayor pluralidad posible de voces? ¿Qué, en especial, podría ayudar a considerar a quienes tienen más dificultad para manifestarse: los pobres, los desempleados, las mujeres, los migrantes y los desplazados, los presos políticos y los políticos inhabilitados, los excluidos del sistema educativo y todas las minorías?

El primer componente de ese espíritu podríamos llamarlo cognitivo.

Tenemos que esforzarnos por conocer, formarnos y entrenarnos bien para saber cómo luce la democracia, cómo se estructura, cómo funciona y quiénes pueden representarnos.

Una ciudadanía bien informada, no solo se vacuna contra la manipulación, sino que generalmente eleva sus niveles y deseos de participar en el debate público. Participar cuando se está bien informado, créanme, tiene un impacto positivo en nuestro entorno.

El segundo componente de ese espíritu es la contención emocional. Porque, ¿qué pasa si la participación se vuelve muy intensa y apasionada? Surge el conflicto y la confrontación. Y necesitamos mecanismos que nos posibiliten la convivencia, la coexistencia, aun cuando esto suponga conflicto. Deberíamos entonces cultivar la comprensión y la tolerancia. ¿Tolerancia a qué? A todas las voces diferentes a la nuestra, a todo tipo de minorías y clases autodefinidas por concepciones identitarias. ¿Incluso a ciertas voces que pudieran parecernos extremistas? Incluso a estas. Porque la dignidad que procura el sistema nos iguala y todos deberíamos tener el mismo derecho a expresarnos, aunque no a actuar de cualquier manera para imponernos. Así de inclusiva e integradora requiere ser la democracia.  

El reto de la generosidad con el contrario

Se argumentará que es difícil sostener un proyecto común con visiones radicalmente opuestas sobre, por ejemplo, cuál es la mejor forma de gobierno. Sería más sencillo, sin duda, si todos los actores políticos compartieran los principios que se recogen en la Constitución vigente y se apegaran al Estado de derecho. Pero sabemos que no siempre es posible. Por ello, a mi parecer, más importante que asumir una postura per se, es cultivar nuestros niveles de apertura, pragmatismo y flexibilidad, sin los cuales es imposible llegar a acuerdos y compromisos. Eso es lo que nos ubicaría dentro del comportamiento democrático, que requiere de generosidad con el contrario, como enseñaba Ortega y Gasset.

Esa capacidad de comprometerse también debería reflejarse en el uso de un discurso cívico y respetuoso con el otro. En el fondo, la democracia es un sistema de confianza en los demás y la palabra, por lo general, es el mejor puente para lograr esa confianza.  

El último componente de una cultura democrática, diría que es la evaluación. ¿Por qué? Primero, porque no hay un gobernante (persona o partido) que tenga todo el conocimiento y todas las respuestas necesarias para saber qué es lo mejor en cualquier circunstancia. Quien gobierna no detenta la razón. Es realmente necesario que su ejercicio sea escrutado y tope con voluntades que ofrezcan resistencias. La actitud crítica y el balance, como en la vida en general, son esenciales en la política y en especial ante los poderosos. Cuando somos extremadamente complacientes con los gobernantes y aguantamos todo, podría decirse que hemos dado pie al establecimiento de una conexión de corte populista y autoritario. Pero se requiere un balance, porque si cuestionamos todo y además planteamos demandas desmesuradas, sobrecargamos al sistema y nos convertimos en verdugos de la democracia. 

A mirarnos en el espejo

Todos estos elementos deberían poder reflejarse en la conducta ciudadana, tanto de los individuos como de las organizaciones y las élites. Alguien con una cultura democrática arraigada no deslegitima las normas del sistema, ni a sus adversarios, ni reduce las libertades, especialmente las de prensa y expresión. Y tampoco legitima por acción u omisión el uso de la violencia. 

Y volviendo a la tesis de que los venezolanos contamos con “reservas democráticas”, en el mismo espejo tenemos que confrontarnos con nuestra conductas: ¿Deslegitimamos a nuestros competidores legítimos? ¿Descalificamos a la prensa que no tiene nuestra perspectiva? ¿Simpatizamos con los golpes de estado, la violencia y el castigo ejemplar (aplicados contra aquellos que no nos gustan, o que pensamos que lo merecen)? Pues esos comportamientos no son democráticos. Para que no desaparezca la cultura democrática (expresión más adecuada que “reservas democráticas”) debemos ejercitarla, y eso supone revisar constantemente nuestras ideas, sentimientos, valores y conductas frente a lo que nos parece ajeno. 

Viene ahora la gran pregunta, ¿cómo lidiar con un gobierno autoritario?, ¿cómo poner en práctica esta cultura de la tolerancia en un contexto despótico o arbitrario? Para la oposición democrática creo tener un esbozo de respuesta. Los demócratas tenemos el deber de encontrar un lenguaje, una forma de expresarnos, que nos permita mantenernos en el marco del civismo, si nuestro deseo es construir un movimiento masivo hacia un horizonte democrático e inclusivo. En otras palabras, hay que ser y parecer; y saber transmitir en todo momento un espíritu democrático. Uno no debería convertirse nunca en su contrario.

Pero llegados al momento actual, en que la oposición venezolana ha visto agotados sus mecanismos de representación “formal” —cuyo último vestigio era la Asamblea Nacional elegida en 2015—, esa forma de expresión cívica e inclusiva ha de practicarse codo a codo con la gente, construyendo mecanismos de representación “reales”.

No hay mejor acumulador de fuerza política que la consideración de las necesidades de la gente, la formación política y la oferta de propuestas de acción honestas y realistas.

Para esto, cada actor tendría que ofrecer trabajo, generosidad y altura de miras.

Respecto del Gobierno actual, no logro pensar en nada que crea que pudieran escuchar. No veo ningún cambio de actitud, lamentablemente, aunque no quiero simplificar lo que de suyo es complejo en extremo. Creí que la iniciativa Covax permitiría encontrar una suerte de interés común y tender un puente entre el Gobierno y la oposición que, aunque muy frágil, pudiese llevar a acciones coordinadas. Obviamente me equivoqué. La oposición consideró que el peligro que corre la totalidad de la población le permitiría convertirse en un interlocutor del gobierno, en un actor con quien, eventualmente, pudiesen trabajar en conjunto para resolver un problema. Pero el Gobierno, es evidente, no considera a la oposición como un interlocutor válido y solo apuesta a su desaparición.

Esto parece reiterar lo obvio: que por lo pronto, la lógica de la transición democrática no será la de la negociación. No obstante, creo que el rechazo de la solución Covax introduce otro elemento en el escenario que debe considerarse desde una perspectiva política. Cambia la percepción del gobierno dentro de sus filas y ha tenido un costo político. Y aunque las consecuencias de ello son impredecibles, a cada cambio de percepción le siguen efectos secundarios, se alteran las simpatías y las identificaciones. 

Como quiera que sea, no se puede perder de vista que cuando se busca una transición hacia la democracia, es imprescindible una cultura democrática. En democracia podemos debatir sobre las ideas, diferir sobre los partidos o las candidaturas que preferimos en determinado momento o que tienen nuestra adhesión absoluta, pero absolutamente nunca podemos dudar de la necesidad de [co]existir.