Miami no se parece a Caracas. Suena obvio, pero me costó entenderlo. O mejor dicho: asumirlo no fue fácil. Sin mucho esfuerzo he conseguido esquinas de Caracas en casi todas las ciudades a las que he ido. Sao Paolo, Nueva York, Chicago, y Torino, y Buenos Aires, y Washington, y París. Y si Caracas no aparece, algún otro lugar de Venezuela llena el vacío, como cuando vi los llanos de Guárico en el Seljaland de Islandia o Puerto La Cruz en Cabo San Lucas. Me han dicho que muchas de estas comparaciones son forzadas y antipáticas, pero no puedo evitarlo. Veo a Caracas en todas partes.
Pero Miami es otra cosa, es un animal distinto. Una ciudad de ciudades que en realidad no lo son. O al menos, no todavía. Apolonia se burla de mí, dice que no tengo vida sin Google Maps. Además, le parece absurdo que me pierda en un lugar donde las calles y avenidas siguen una lógica que, para mí, solo está en su cabeza.
Irse no es fácil. Asumir que tus hijos tendrán otra patria, y digo la palabra con la bilis en la epiglotis, es muy raro. Lo entendí durante la campaña por la presidencia de Estados Unidos, cuando el presidente salió en cámara —aquél, no éste—, y a mi hija mayor se le iluminaron los ojos: “That’s the President”. Reconocí en ella algo que yo nunca he sentido: respeto por la investidura presidencial. No le duró.
Sobre Venezuela, confieso que ella no sabía mucho. Estaba completamente perdida. Hasta hace unos meses no hubiera podido decir cómo se llamaba el presidente. Para ella “el presidente” es otro señor. Uno gritón, también, pero anaranjado y rubio.
Nos fuimos cuando tenía 3 años, y en ese tiempo lo malo, que ya era mucho, se lo tapábamos al estilo La vita è bella, asumiendo, con razón, que si iba a vivir toda su vida ahí, no tenía sentido que sus primeros recuerdos fueran de violencia, cáncer y odio. Para un niño puede haber un pequeño paraíso entre su casa, las visitas diarias casa de los abuelos y los viajes ocasionales a la playa.
Pero es imposible esconderlo todo. Yo veía con atención todos los discursos de la última elección del presidente enfermo. Y ella siempre estaba en el fondo, jugando, distraída. Siempre ahí. En mi cabeza la tengo tarareando y cantando, confundiendo, sin querer, la letra de Itsy Bitsy Spider con el himno de la Federación:
The itsy bitsy spider
Went up the water spout;
¡Oligarcas, temblad!
Viva la libertad;
El cielo encapotado
anuncia tempestad,
Down came the rain and
Washed the spider out.
El presidente enfermo se convirtió en el presidente muerto, y nosotros seguimos jugando a Roberto Benigni. Las faltas al colegio por protestas que buscaban una salida se convirtieron en extensión de las vacaciones, y las explosiones —en la tarde y en la noche— en fuegos artificiales.
Luego vino el regreso a Miami. El regreso, porque ya nos habíamos ido una vez. Un orden incoherente, como el título de las películas de Volver al futuro.
Ella siguió preguntando por “Velezuela”. ¿Y qué le podía decir?
Por mucho tiempo quise evitarle angustia o miedo por el país. No quería que tuviera miedo de volver. Hablábamos de las cosas que yo hacía cuando tenía su edad y recordábamos las excursiones juntos a “la montaña”, y le decía que era la misma donde los ratones hicieron su cueva, esa donde viven Alfredito y Hortensia. Me preguntaba que cuándo volveríamos “a los siete mares”, y cuándo regresaríamos a la casa de los abuelos y de los nonnos. Le decía que pronto, haciéndome yo mismo la idea de que en un par de meses aquello estaría como para ir de vacaciones. Pero la verdad es que más allá de lo que se vivía en Venezuela, las dinámicas de la emigración nos comieron.
Sabía que yo iba con frecuencia y sabía que había gente que necesitaba ayuda, y que había niños que no tenían qué comer. La poníamos a ayudar. A armar cajas con lo que le faltaba a la gente.
Pero yo no terminaba de explicarle. Ella sabía que parte de mi trabajo era contar lo que pasaba en Venezuela, pero a mí no se me ocurría cómo contarle a ella ese cuento que todavía no tiene un final feliz.
«Papá, ¿quién es el presidente de Venezuela?» La crisis institucional de principios de 2019 hizo mucho ruido en casa. Ella tenía las orejas paradas en cada conversación. Con 8 años, la mirada curiosa empieza a ir acompañada de una atención analítica. Le hice un mapa, mucho menos complicado que los mapas de Miami, para tratar de explicarle lo que había pasado. Tuvimos una conversación larga. Ella hizo preguntas y yo las contesté. ¿Quién votó por éste? ¿Quién votó por aquél? ¿Por qué no vuelven a votar? ¿Y la policía?
Entendió todo mejor de lo que pensaba. Tuvimos una conversación de gente grande. A veces no le damos suficiente crédito a los niños, que igual oyen todo y muchas veces no les explicamos ni les damos contexto. Pero a pesar de ese interés por entender las conversaciones de sus papás, Venezuela para ella sigue siendo un sitio al que eventualmente irá de vacaciones. No es home.
Veo cómo se va arraigando a un país que no es el mío. Cómo se vuelve de aquí. Come arepas todas las semanas, pero el acento se le desvanece en un pasticho de acentos donde el neutro (¿?) es rey, y uno se encuentra en situaciones absurdas explicándole a sus hijos que deben comerse las eses y que las cambien por jotas y que las palabras que usan son correctas pero no son las que son.
Mientras, sigo perdiéndome en las esquinas de “Alajambra” (Alhambra) y “Pons de Lion” (Ponce de León), entre las calles numeradas del Norte y el Sur de la Flagler, y buscando dónde coño está el Este. Tratando de ubicar la línea costera como si fuera el Ávila. A lo mejor es que no me concentro lo suficiente. A lo mejor es que no he terminado de entender que no soy un turista. No sé. Lo que sí sé, es que ellas no se perderán aquí.
La más chiquita apenas ha ido a Caracas dos veces. No tiene mucha conciencia de dónde queda aquello, de qué es. Pero de vez en cuando se le sale un “cadajo” y yo me río. Me da esperanzas de que algún día encuentre el camino de regreso. En cierto modo, también ella, como yo, como toda esta familia, sigue un poco allá.
Una versión de este artículo se publicó originalmente en Caracas Chronicles