Hoy se cumplen treinta años de esa madrugada en la que un grupo de militares y policías liderados por un teniente coronel del ejército venezolano trataron de derribar al gobierno del presidente Carlos Andrés Pérez, que había sido elegido por los venezolanos en 1988. Antes de que cesaran los combates, en la tarde de ese día, con la rendición de Chávez en vivo por televisión, al menos 14 personas habían muerto.
Todas nuestras vidas fueron afectadas por la decisión que tomaron esos hombres que escogieron la violencia para tratar de obtener el poder. Pero el tiempo nos ha dado distancia para evaluar el peso histórico del golpe fallido del 4 de febrero de 1992. Tal vez la mejor manera de empezar es con un vistazo a las diferencias más esenciales entre el país que teníamos esa madrugada, y el que tenemos hoy.
El 4F cambió el ánimo de una región que venía de ver el fin de varias dictaduras. Los noventa fueron una década que arrancó con grandes esperanzas para la democracia, con el derrumbe de la Unión Soviética, y pronto demostró que muchos más horrores habrán de venir, como pasó con los conflictos en Ruanda y los Balcanes; bueno, en América Latina, la persistencia de la dictadura castrista y la violencia que trajo el chavismo fueron esos pájaros de mal agüero.
El 4F hizo patente, para nosotros y para el resto del mundo, tal vez con más elocuencia que el Caracazo de 1989, que nuestra democracia se derrumbaba, aunque aguantó lo suficiente para permitirles a esos mismos hombres que atentaron contra ella que organizaran un partido político, compitieran en elecciones regionales y nacionales, y llegaran al gobierno con votos. El chavismo cruzó ese puente y lo quemó tras de sí.
Hace treinta años, esa excepción en su tiempo y lugar que era la democracia venezolana inició su ruta hacia la autodestrucción, escoltada por el chavismo y sus muchos cómplices. Ha pasado tanto tiempo que millones de venezolanos hoy no saben cómo era esa democracia, y el recuerdo de ella está tan contaminado y borroso que hoy tenemos jóvenes construyendo una identidad política sobre la nostalgia de otra cosa que ellos tampoco conocieron: la dictadura de los años 50. Es nuestro trabajo preservar la memoria de nuestra democracia, pensar cómo hacerla mejor si alguna vez tenemos la oportunidad de reconstruirla, y asegurarnos de que el 4F no marcó su final, sino una pausa.