Es el 18 de junio de 2020. Una boda se celebra en el Central Park de Nueva York. La novia es ciudadana china; el novio tiene tres nacionalidades: estadounidense, española y venezolana. La boda es oficiada físicamente por un amigo de la pareja, de origen haitiano e italiano, y virtualmente por un asambleísta de la legislatura neoyorquina. La ceremonia es transmitida en vivo a casi cien amigos y familiares en cinco continentes. Los invitados australianos, neozelandeses, chinos y japoneses agradecieron particularmente poder participar de manera virtual. Un invitado, en la ciudad Italiana de Bologna, dijo que fue la mejor boda a la que había “ido” en su vida: eficiente, sincera y cómica.
Es mi boda, y me enorgullece que sea tan multicultural, algo directamente relacionado con mi orgullo de ser venezolano. Mi esposa, Sabrina Lou, también se enorgullece de ser china. La cena de la noche de nuestro compromiso parecía una reunión de la ONU, y la sala virtual de nuestra boda era una ONU extendida a todo nuestro sistema solar afectivo: solo nos faltaron los marcianos.
Haber tenido todas esas conexiones y preservar mi cultura venezolana me han ayudado en los momentos más difíciles de mi vida.
El multiculturalismo de nosotros mismos como venezolanos estuvo presente a lo largo de los últimos meses que yo y mi familia pasamos en Venezuela, apoyándonos durante lo peor de la pesadilla que vivimos durante ese tiempo. Nos mudamos a Nueva York en 2003, después de que mi papá fuera despedido de Pdvsa por participar en la huelga petrolera. No tenemos muchos buenos recuerdos de ese momento: le robaron la pensión y lo pusieron en una lista negra. Aun así, recuerdo los almuerzos de los domingos en el Lai King en Caracas, cuando ni me imaginaba que me casaría con alguien que sabe cómo cocinar mis platos favoritos de ese restaurante. Recuerdo también que mi vecino italiano, Alessandro, me llamó durante mi última noche en nuestro apartamento. Yo estaba casi dormido y él hizo que me levantara para ir a jugar Playstation. Las lágrimas nos empapaban las caras mientras jugábamos.
De joven, yo consideraba que la vida era mejor cuando se disfrutaba con gente que es diferente a uno. Para mí la diversidad es esencial a la hora de comer, de escuchar cosas, de comprender todo. Cuando pienso en Venezuela, pienso en un país moldeado por sus ancestros indígenas y una ola tras otra de inmigración durante más de cinco siglos. Yo mismo soy una consecuencia de la multiculturalidad venezolana: mi familia paterna es de origen armenio, pero llegó a Venezuela desde el Líbano; mi familia materna es de origen austríaco y español. Aquí en Estados Unidos, donde volvimos a ser inmigrantes, siento que pertenezco tanto a la antigua y abundante diáspora de los armenios como a la más reciente de nosotros, los venezolanos.
Sabrina nació y creció en China, y llevaba cuatro años viviendo en Nueva York cuando nos conocimos. Su experiencia en New York University le ayudó a desarrollar los mismos valores que yo tengo; sus mejores amigos son un chico afroamericano y una chica india. En los dos años que llevamos juntos, hemos compartido mucho sobre nuestras culturas respectivas. Sabrina ayudó a mi familia a hacer hallacas, mientras que un video que ella tomó de mi reacción al comerme una pata de pollo, acumuló más de un millón de vistas en la versión china de Tik Tok.
Después de planear nuestro compromiso y nuestra boda, en enero viajamos desde Nueva York a Shenyang, en China, para que yo pudiera volver a ver a sus padres y conocer al resto de su familia. Unos días después de que llegáramos, el 23, en China implantaron las medidas de confinamiento. Ya sabíamos de esa enfermedad, pero no nos había causado demasiada preocupación hasta ese momento; se suponía que solamente se podía transmitir de un animal a una persona. Los padres de Sabrina, al ver que empeoraba la crisis del covid-19 dentro de China, nos adelantaron tres días el viaje de regreso. La decisión me parecía excesiva, sobre todo porque acabábamos de hacer un viaje de catorce horas, pero tenían razón. Horas después de cambiar el viaje, el gobierno americano anunció que se prohibirían los vuelos desde China esa misma semana. El nuestro llegó unas pocas horas antes de que entrara en vigencia la prohibición, el 2 de febrero.
Acababa de ver al pueblo chino en modo de solidaridad total. Ciudades con solo diez casos reportados y diez millones de habitantes cerraron por completo, un sacrificio que sería impensable en Estados Unidos poco después, cuando la propagación del virus coincidió con el sagrado e inevitable Spring Break.
Sabrina y yo pasamos los peores meses de la crisis estadounidense en la ciudad más densa y más afectada del país entero. Compartir ese tiempo en un estudio de 31 metros cuadrados en Manhattan no fue fácil, pero también me confirmó que ella es la persona con la cual quiero pasar por momentos tan difíciles como estos.
La lección que aprendí es que en esas circunstancias de confinamiento, es crítico mantenerse conectado con el mundo.
Para mí, como inmigrante, esa conexión con los demás es literal en términos de telecomunicaciones: realmente dependes de las videollamadas. La crisis nos presentó una oportunidad única para celebrar nuestra boda con el mundo entero.
Sin covid-19, una boda virtual no tendría mucho sentido. El primer pensamiento que tendría un invitado es que los novios intentaban ahorrar dinero, o tal vez evitar ver a ciertos familiares indeseables. Pero la pandemia también nos aseguró una alta tasa de asistencia: nadie tenía mucho más que hacer de todos modos.
Estar en Nueva York durante la pandemia tuvo sus beneficios. Nos permitió encontrar el lugar perfecto para tener una boda pequeña con mi familia, guardando las distancias. Si no fuera por mis viajes diarios al Central Park, no hubiera encontrado el santuario natural Hallett, un área aislada con vistas hermosas de uno de los lagos. Estar en NYC también permitió que mis abuelos asistieran a la ceremonia. No los habíamos visto desde el comienzo de la cuarentena, y me causó mucha felicidad poder reunirme con ellos de nuevo, después de que ambos abuelos se enfermaron de lo que sospechamos fue covid-19. Mi abuelo no comió por una semana y perdió más de veinte kilos durante el mes que estuvo enfermo. Recuerdo a mi familia, en plan de comedia macabra, diciéndole a mis abuelos que tenían que mantenerse vivos para asistir a la boda.
Por eso la ceremonia fue una especie de recompensa para todos nosotros, pero particularmente para ellos. Me gusta pensar que eso significa que si valoramos las conexiones que todos tenemos entre nosotros, podemos superar este reto.